Por Carlos Aznárez, Resumen Latinoamericano, 26 de junio de 2021.
Fotos Julia Mottura y María Torrellas
El emblemático puente Pueyrredón reventó de multitudes este sábado 26 de junio, a 19 años del asesinato por parte de la maldita policía bonaerense de los luchadores piqueteros Maximiliano Kosteki y Darío Santillán. Hacía mucho que no veíamos tantas columnas de mujeres y hombres de todos los barrios humildes del gran Buenos Aires y la Capital. Todas y todos ellos llegados desde muy temprano, dispuestos a pisar fuerte las calles de Avellaneda, mostrando con orgullo sus pancartas ‑muchas de ellas evocando a los dos compañeros muertos por la espalda- y a gritar su rabia contra una justicia que no actúa para castigar a los responsables intelectuales del crimen. Por eso, se abrazaban sin sacarse los barbijos, por eso lagrimeaban las doñas cuando descubrían a una de ellas que no veían desde tiempo atrás por culpa de la pandemia, por eso marcharon, trepando al puente con la alegría que da esa instancia única que se logra cuando la compañerada se mira de reojo y piensa: “cuántos y cuantas somos, a pesar de lo que soportamos”. Es así nomás la marea piquetera en este junio que “arde rojo”, mezcla de sonrisas y de puteadas por todo el sufrimiento que no se termina, por el ninguneo, por los palos en el lomo. Por todo aquello, que hace 19 años, miles como Maxi y Darío libraron en ese mismo territorio una batalla desigual, de dignidad contra balas asesinas.
Esos recuerdos en el pensamiento de los más veteranos pero transmitidos de manera oral, en cada barrio, en cada comedor, en cada merendero, es lo que provocó que cuando desde el palco se nombró uno por uno a los responsables impunes de la “masacre de Avellaneda”, aquellos ex funcionarios del 2002, como el presidente Duhalde, el gobernador Felipe Solá y el secretario general de la Presidencia, Aníbal Fernández, entre otros, desde la multitud surgió un rugido hecho consigna: “Asesinos, asesinos”. Más aún si se tiene en cuenta, como señala el excelente y muy completo pronunciamiento leído al comienzo del acto, que varios de ellos ocupan cargos en el actual gobierno, refiriéndose a Solá y Fernández.
Luego vinieron varios momentos de climax, en que la temperatura discursiva pegó un salto cualitativo. Uno de ellas en la voz de Vanesa Kosteki, hermana de Maxi, explicando con voz potente que “somos una pandemia de necesidades y de pueblo solidario y luchador”, dedicándole a los actuales gobernantes y a todos los que los precedieron, una maldición hecha puteada. Con bronca, con asco, con el dolor de saber que la clase política les dio y les sigue dando la espalda a los reclamos de las dos familias.
Luego, le tocó el turno a Leo Santillán, militante que habla desde las entrañas y que año a año crece en potencia para denunciar a quienes le arrebataron a ese hermano “que extraño tanto”. Castigó con todo, a aquellos “ traidores que hoy decidieron no estar aquí y corrieron a abrazarse con los asesinos de Maxi y Darío, esos que impunemente están cómodos en el gobierno de Alberto Fernández”. Enseguida agregó, para que no queden dudas: “con ellos, como decía el Che no hay perdón, ni un tantito así”. Leo se confesó conmovido de ver “tantas y tantos compañeres que no olvidan» y que durante todos estos años «nos abrazaron en la lucha por lograr justicia”. “Nuestra primera línea son quienes se esfuerzan diariamente por atender los comedores populares, los que militan de sol a sol y también los que no ceden en exigir lo que les corresponde a estos gobiernos que nos hambrean y reprimen”.
El cierre del acto fue para Alberto Santillán, quien evocó a su hijo, demostrando que a pesar del tiempo el dolor no se ha pasado, pero también que la lucha de tantos nuevos hijos surgidos en la pelea por la justicia, lo ayudan a seguir. Alberto, enfermero desde hace años en el Hospital Argerich, parecía más erguido que nunca, fuerte como un roble, con esa dignidad que tienen los que defienden una causa hasta las últimas consecuencias. Desde allí, mirando de frente a esa multitud que abarcaba las dos manos del puente y se extendía en abigarradas columnas hasta la misma estación ferroviaria, homenajeó también a sus compañeras y compañeros trabajadores de la salud, que también dan la batalla en primera línea y “sus esfuerzos no son reconocidos por este gobierno”.
La jornada culminó con ese ritual que eriza la piel cada vez que se lo convoca: los nombres de los dos compañeros asesinados se convierten en ráfagas de viento que limpian el aire y arrasan con las mentiras, las traiciones y las bajezas, mientras decenas de miles de voces gritábamos este mediodía: ¡presente, presente, presente!