Por Silvana Melo, Resumen Latinoamericano, 1 de junio de 2021.
El hambre aprieta. Y genera más temor que el virus. Ni las 638 muertes de ayer en las terapias intensivas, sin aire, aterran más que el vacío en la panza. Un fantasma que ataca en las noches y no deja dormir. Que despierta con gusto feo en la boca y ruidos de temporal entre el estómago y la garganta.
Diez millones de personas desfilan por los comedores sociales en estos tiempos irracionales. Donde se siembra en las banquinas pero el alimento no llega a las mesas. Antes del asentamiento del virus en las vidas más precarias, eran ocho millones. En el peor momento de la parálisis fueron once millones. El desperezarse económico cuando la pandemia se guardó un ratito –apenas- sólo pudo evitar que un millón buscara raciones con un táper en las organizaciones donde nadie vacuna. Ahora, con el invierno y la muerte encima, no se sabe cuántos son. En la fila del barrio o revisando la basura.
“El encarecimiento de los alimentos en lo que va del año ha impedido que la asistencia de personas a los comedores populares retornase al nivel prepandémico”, dice Alejandro Rebossio en el Diario.ar, sobre los números del Ministerio de Desarrollo Social. No alcanzan la AUH ni el aumento en la tarjeta Alimentar. No hay subsidio posible que encuadre el hambre de diez millones. Que es aproximadamente un 22 por ciento de la población. Que es 22 de cada cien.
En Constitución el MTE sostiene 15 ollas populares. 3000 raciones los lunes, miércoles y viernes. Una organización de Haedo recibe a unos 5100 niños de 46 comedores. Polenta y carcaza de pollos. Lo que se pueda para saciar y calentar el cuerpo. Un centro comunitario de La Matanza vio dispararse la demanda: de 80 familias a unas 300. 1500 hambres por día. En Almirante Brown llegan al comedor los niños del asentamiento y son cada vez más. Sin luz ni agua ni cloacas, el baño es una zanja y el tapabocas y el alcohol en gel cosa de ricos. A una organización colmada de historia y de vidas transformadas, en Avellaneda, la pandemia la obligó a resignar el contacto cuerpo a cuerpo, alma a alma con los niños. Prepara 50 viandas diarias y 130 bolsones alimentarios semanales para las familias. Una red de organizaciones de zona oeste ha soñado con dar vuelta esos mundos y ponerlos patas arriba. Hoy reparte 4000 raciones alimentarias por día.
El Banco de Alimentos trabaja con 1.317 organizaciones. La gente a la que llega saltó de 168.000 a 426.117 diarias en el último año. El Banco nació en el 2000, a las puertas de una de las peores crisis de la historia reciente. Reciben las donaciones de los grandes super e hiper mercados y las reparten entre las organizaciones, previo pago. Un porcentaje pequeño del precio del mercado. Pero no hay gratuidad. Desarrollo Social reforzó en abril las partidas a comedores.
El hambre desensilla los sueños. Encajona los proyectos transformadores. Se devora las energías pensadas para cambiar los mundos, ésos en los que se vive feo, se respira veneno, se soporta la penuria y la intemperie y se devasta la esperanza. El hambre deja de lado las luchas imposibles, las revoluciones y los clicks para enamorar a los niños de la vida. El hambre exige que se la sacie. Y todos los que pensaban en cambiar el mundo arman comedores como trincheras. O se resignan, tristemente, a salir a la calle para pedir el aumento de un plan con banderas que antes eran irrenunciables. Se trata de dar vuelta la pirámide y que los ricos sean los que sostengan a la multitud anónima de los desterrados. O alentar las ferias barriales donde se canjean tres remeras por un paquete de azúcar.
A una cuadra de la calle de Avellaneda donde las madres hacen cola para recibir los alimentos para sus niños, una casa tomada cuida la intimidad sin puerta. Apenas como cortina una bandera de este país, corroída, descolorida, donde apenas puede reconocerse el celeste, el blanco agrisado y el sol que sobrevive en el medio. No logra tapar todo el agujero de puerta porque las hilachas de abajo dejan luz para ver los pies de la pobreza extrema.
El hambre disciplina. Pone límites. Resigna y levanta cercas. De ahí su criminalidad. Habrá que resistirse. Y cuando el virus se repliegue volver a las calles con los sueños en pie.
Fuente: Pelota de trapo