Por Piedad Córdoba Ruíz. Resumen Latinoamericano, 10 de junio de 2021.
La misma historia: la “gente de bien” que dispara en Cali recuerda los “civiles” que mataron a machete a Uribe Uribe. El ambos, el Estado niega su responsabilidad.
Como en 1948 el régimen político colombiano ante el desborde de un estallido social que aspira romper con la exclusión, acude a la recomposición y fortalecimiento del denominado “bloque de poder contrainsurgente” y a la expansión descarada del mercenarismo corporativo con viejas y nuevas formas, legales e ilegales de paramilitarismo. Retomo estos conceptos de la profesora Vilma Franco y de su texto “Orden Contrainsurgente y Dominación” porque los considero de gran valía y pertinencia para analizar la recurrencia del Estado colombiano en su guerra contra el pueblo. Se trata de dispositivos que se transforman pero conservan su función de buscar impedir el cambio social y político, y que han sido perennes a través de la historia nacional.
Como en la sentencia de Hegel, estamos repitiendo nuestra historia. La “gente de bien” que dispara en Cali, me recuerda a los “civiles” que mataron a machete a Uribe Uribe en plena esquina del Capitolio Nacional. Ayer como hoy, el Estado niega su responsabilidad directa cuando a todas luces promueve con su discurso y políticas la violencia contrainsurgente desde la sociedad civil. La perorata de “los vándalos”, los infiltrados y el terrorismo de baja intensidad, no es otra cosa que un remozamiento del concepto del “enemigo interno” propio de la doctrina de seguridad nacional, que declara como hostil cualquier expresión de inconformismo social y legitima su tratamiento de guerra. En este país con una derecha de referentes ideológicos a la derecha del franquismo, vale recordar que detrás de la reciente exteriorización del paramilitarismo urbano contra las protestas y la poco cabal iniciativa legislativa para armar la ciudadanía ‑mientras continua el genocidio a cuenta gotas del paramilitarismo en los territorios‑, está la larga tradición de violencia política reaccionaria colombiana que no solo ha sido experiencia piloto para estrategias de guerra intervencionista, sino que incluso las ha precedido en algunas ocasiones.
Es hora de romper con la “leyenda rosa” sobre la violencia política en el país. El paramilitarismo en Colombia no es producto del accionar de la insurgencia armada, ni el conflicto armado es engendrado por el narcotráfico. Los “paracos” colombianos no surgen en los años ochenta ni son creatura de los Castaño Gil. Tras un siglo de guerras civiles y cerca de 30 años de relativa paz, ante el irresuelto problema de la tierra y la irrupción del gaitanismo como movimiento popular que permitía el ingreso masivo a la política de sectores excluidos, se recurre no solo a la excedida violencia oficial, con la partidización del conjunto de la Fuerza Pública, sino que ante el desborde de la resistencia popular, prontamente se acude a complementar la represión estatal con el apoyo de “civiles” que quedan integrados al orden contrainsurgente. La incorporación masiva a funciones de policía política de habitantes de la vereda de Chulavita y otros poblados, reclutados por el gobernador de Boyacá, José María Villarreal y su hermano gamonal conservador de la provincia de Norte de este departamento, fue esencial para sofocar el Bogotazo e iniciar la cacería del “millón de cédulas falsas” que señalara Laureano Gómez desde el periódico El Siglo. Tras más de 150.000 muertos a manos de las partidas chulavitas ‑primer grupo paramilitar en Colombia- y después de más de 7 décadas de sus crímenes, aun ni el Partido Conservador ni el Estado han pedido perdón a sus víctimas por estos cruentos años.
Camuflados en las acciones ilegales de los grupos paramilitares legales y de la tenebroso Popol estatal (Policía Política) surgieron por todo el país bandas privadas que cumplían la misma función contrainsurgente de aplastar violentamente la rebelión gaitanista. Del linajudo y prestante León María Lozano, El Cóndor de Tuluá ‑gente de bien‑, al bandolero Efraín González, pulularon por todo el país “pájaros”, “contrachusmeros”, “planchadores”, “penca ancha” y “guerrillas de paz”, así como hoy campean Rastrojos, Urabeños, Caparros, o “reservas activas” y “gente de bien” convocadas desde políticos del partido de gobierno. Luego del acuerdo del Frente Nacional aparecieron los “bandoleros limpios” para continuar con el accionar paramilitar ya no solo contra el campesinado liberal, sino contra excombatientes comunistas que iniciaban su reincorporación, generando el rearme de estos últimos después de 1960. Y hasta acá no había ni narcotráfico, ni guerrillas comunistas en Colombia, ni Revolución Cubana, ni en estricto sentido Doctrina de Seguridad Nacional. En términos del gran historiador Eric Hobsbawm, el periodo de “La Violencia” fue una gran y sangrienta contrarrevolución preventiva.
De este primer gran ejercicio paramilitar quedan rasgos que serán retomados por las reediciones de este fenómeno criminal: primero, la plena aquiescencia de la fuerza pública, a través de la articulación directa y apoyo logístico del Ejército nacional y las policías regionales que apenas se distinguían de la Chulavita, o el silencio cómplice hacia Los Pájaros, como bien lo puede ejemplificar que el complaciente Comandante de la III Brigada en el Valle del Cauca en tiempos de El Cóndor, General Gustavo Rojas Pinilla, fuese el escogido para el golpe militar de 1953. En segundo lugar, la violencia paramilitar de los 50 acudirá al sadismo y la tortura para infundir terror en la población. La tristemente célebre imagen de los paramilitares conservadores jugando fútbol con la cabeza de un campesino en 1952, se repetirá en Urabá en años de las AUC, y los “cortes” a los cuerpos o los cadáveres inundando el río Cauca han resurgido en medio del actual Paro Nacional de 2021. En tercer lugar, esta sevicia paramilitar solo se puede explicar con un discurso de odio que la sustente. El paramilitarismo como expresión fascista no es solo una práctica armada, sino una concepción ideológica del mundo que la impulsa. Solo diré que el mito del Basilísco de Laureano Gómez y las homilías de Monseñor Builes sobre la “ramera de Babilonia”, ‑ambos contra el liberalismo y el comunismo- formaban parte del Twitter y el Facebook de la época que de fondo justificaban el genocidio en curso y la acción violenta de la “gente de bien” contra la chusma y los impíos.
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La tradición paramilitar fue legalizada y reforzada por la teoría del enemigo del enemigo interno de las academias militares norteamericanas
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Esta tradición paramilitar no fue eliminada por el pacto bipartidista del Frente Nacional, sino legalizada y reorientada, reforzada por la recién importada teoría del enemigo del enemigo interno desde las academias militares norteamericanas. En 1962 llega la misión militar en cabeza del Gral W. Yarborough quien presenta el ramillete completo de técnicas de la denominada contención. Junto a aspectos relacionados con el adiestramiento militar bajo la tutela norteamericana, el uso de técnicas de tortura para los interrogatorios resalta del informe Yarborough la creación de fuerzas paramilitares para el desarrollo de guerra irregular, también con el entrenamiento norteamericano. Los sucesivos gobiernos frentenacionalistas crean las llamadas “autodefensas civiles” con los Decretos 3398 de 1965, 1667 de 1966 y la Resolución 005 del Mindefensa de 1969[1], todas estas medidas bajo el amparo del estado de sitio permanente, propio de la “democracia más antigua de América. Así pues que esta nueva legalización paramilitar se da en años donde nadie catalogaba a las nacientes y débiles guerrillas de izquierda como amenaza para la seguridad nacional, y cuando el ingreso al mercado transnacional del narcotráfico apenas se atisbaba como fenómeno regional en la Alta Guajira. Ni Valencia ni Lleras asumieron nunca su responsabilidad política por la privatización del uso de la fuerza en nuestro territorio y sus terribles consecuencias posteriores.
La historia más reciente es más referenciada por todos y todas, aunque no por ello menos reconocida. La irrupción de los carteles de la droga al bloque de poder y su funcionalización del paramilitarismo legal e ilegal, pero cabalgando sobre la práctica sistemática y el guiño del Estado colombiano. La potenciación del proyecto fascista y el fracaso en su apuesta de resolución militar del conflicto social armado. La plena subordinación estratégica de nuestra Fuerza Pública al Pentágono y sus doctrinas de seguridad hemisférica. Para llegar a la actual crisis, donde se permite disparar en Cali y arrollar manifestantes en Bogotá, porque el Gobierno define al Paro Nacional como enemigo interno que requiere tratamiento de guerra. Sin desmonte de la ideología de seguridad Estado colombiano no habrá ni fin del paramilitarismo ni paz, por más cambios de uniforme que se concesionen. Duque como comandante supremo de las FFMM es responsable por acción y por omisión de la masacre en curso en el Paro Nacional, y por este resurgimiento de la Chulavita en pleno siglo XXI. Pero no va a hacer nada, porque el mismo es un chulavita ‑de camándula y de periódico‑, y porque le teme a la chulavita –a la del corte corbata-.
[1] La Resolución reza así: “Organizar en forma militar a la población civil, para que se proteja de la acción de las guerrillas y apoye la ejecución de operaciones de combate” creando las Juntas de Autodefensas, definida ésta como: “Una organización de tipo militar que se hace con personal civil seleccionado de las zonas de combate, que se entrena y equipa, para desarrollar acciones contra grupos guerrilleros que aparecen en el área o para operar en coordinación con tropas en acciones de combate”
Fuente: Las 2 orillas