Por Lisandro Duque Naranjo /Resumen Latinoamericano, 2 de junio de 2021
Hay una ética y una estética nuevas entre esos jóvenes a los que hostiga, hiere, viola y mata una Policía disfrazada de ninja o con chaquetas de un verde fosforescente realmente vomitivo. Los jóvenes populares, sin embargo, se han ido convirtiendo en “avengers” rústicos con sus escudos que adecúan de tapas de canecas de basura y les pintan el tricolor patrio con los colores al revés. Hay artistas, pelucas, indígenas, trans… Nunca se había visto en Colombia, y repito, durante tiempo tan largo, a tanto joven popular ingeniarse uniformes de harapos para obtener semejante estampa de guerreros. |
Habitualmente, en la historia, las transiciones generacionales son paulatinas. La generación que empuja desde atrás va mostrando unos bríos tempranos que no les resulta muy fácil a los historiadores identificar, y que quizás un tiempo después, en perspectiva –a veces se requiere de años – , van perfilándose con precisión. En el Renacimiento, por ejemplo, la nueva visión del mundo no es que haya comenzado al día siguiente de inventarse la imprenta, por Gutenberg, y ni siquiera inmediatamente después de publicarse el primer libro: La Vulgata, de Lutero. El nuevo espíritu del tiempo se demoró en manifestarse y fue como un big bang cultural. Todo lo que parecía eterno se diluyó de repente y comenzaron a brotar otras palabras y advenimientos. Lo decía Walker, el de “Quemada”: “A veces, en la historia, ocurren en pocas semanas acontecimientos que llevaban un siglo esperándose”.
Es muy lógico entonces que los politólogos, de aquí o de allá, y los políticos mucho menos, hayan sido incapaces de clasificar lo perentorio de lo que lleva ocurriendo hace un mes y tres días en Colombia: movilizaciones por doquier de jóvenes que no se dan por vencidos frente a las acometidas numerosas de policías con sus tanquetas, gases, armas, chorros de agua y helicópteros. Los puntos de resistencia, un invento de estos jóvenes indignados, han aguantado hasta volverse inexpugnables y los erigen en sus propios parajes urbanos de una pobreza ancestral.
En Cali: La Luna, Siloé, Puerto Rellena, Meléndez, Puente del Comercio, Calipso, Loma de la Cruz, este último, a diferencia de los anteriores, un enclave cultural en el tradicional barrio San Antonio, de estratos tres y cuatro, y al que le han cambiado el nombre, al igual que al resto, por “Loma de la Dignidad”. Y en Bogotá, el “Puerto Resistencia” de la Avenida de las Américas y el del Monumento a los Héroes. Espacios anchos, con vocación épica. Las huestes de camisas blancas caleñas, en cambio, regresan a sus barrios sin sudar sus prendas y se ponen la cita en el boulevard del río. Después de gritar, toman cholado, champús y lulada. Los camisas blancas de Bogotá empiezan sus caminatas en el Monumento a los Caídos de la Policía y aprovechan que por esos lados hay hartos Bodytech. Eso de las ollas comunitarias es para pobres. Y los artistas también.
Hay una ética y una estética nuevas entre esos jóvenes a los que hostiga, hiere, viola y mata una Policía disfrazada de ninja o con chaquetas de un verde fosforescente realmente vomitivo. Los jóvenes populares, sin embargo, se han ido convirtiendo en “avengers” rústicos con sus escudos que adecúan de tapas de canecas de basura y les pintan el tricolor patrio con los colores al revés. Hay artistas, pelucas, indígenas, trans… Nunca se había visto en Colombia, y repito, durante tiempo tan largo, a tanto joven popular ingeniarse uniformes de harapos para obtener semejante estampa de guerreros.
Habría que prescindir de buscar una razón principal y por supuesto no bastan los argumentos clásicos de orden socio-económico-étnico para explicar este fenómeno único. Humildemente lo saludo como un hecho cultural que desborda las meras causas que le sirvieron de chispa para encender la pradera. Es preciso investigar con imaginación los múltiples componentes que lo suscitaron. Este país ya no volverá a ser igual.
fuente:Agencia de Prensa Rural /El Espectador