Cada año, y durante tres meses, en los campos de Huelva, alrededor de 13.000 mujeres recogen esas fresas que tanto nos gustan cuando llegan a nuestras mesas: son “fresas sin derechos”. Así nos lo dijeron las jornaleras a la brigada feminista de observación que, de la mano de la Asociación de jornaleras de Huelva en lucha, recorrió durante tres días los campos de la agroindustria fresera.
Ana Pinto, de familia jornalera, trabajadora en el campo desde los 16 años “hasta que en 2018, tras denunciar las condiciones de trabajo de las temporeras y reclamar derechos, se me empezaron a cerrar las puertas”. Y así, explica Ana, en condiciones adversas donde las haya, luchando por derechos frente a una patronal que emplea todos los mecanismos legales y no legales imaginables de explotación y control, se fue formando Jornaleras de Huelva en Lucha, y tomó cuerpo un sindicalismo feminista basado en la autoorganización de las trabajadoras.
Escucharlas supone adentrarse en un feminismo que lucha por mejorar las condiciones materiales de vida de mujeres sometidas al abuso sistemático y en un contexto patriarcal, racista, capitalista y ecocida. Pastora Filigrana, de la cooperativa de abogadas de Sevilla lo aclara: “Alguna vez ya dije que la comarca fresera de Huelva es un laboratorio donde podemos ver cómo funciona este sistema que entrecruza la violencia del capitalismo, el patriarcado, el racismo y la explotación de la tierra y los recursos naturales. Todas las vertientes del sistema neoliberal en una sola comarca”.
Las tramas de la explotación
Las jornaleras contratadas en Huelva tienen salarios míseros, jornadas de siete horas con un descanso de veinte minutos y, en ocasiones, sin posibilidad de consolidar derechos, incluso llevando dieciséis años en la fresa con contratos continuados de obra y servicio. Muchas veces, teniendo que compatibilizarlo con otros trabajos porque el salario no llega, no ya para un mínimo ahorro, sino para la supervivencia diaria. Trabajan bajo una normativa laboral, la del Convenio del campo de Huelva, cuyos incumplimientos resultan difíciles de denunciar por el temor, fundado, a duras represalias y por la inacción de la Inspección de Trabajo. Sus condiciones de trabajo incluyen la vigilancia para controlar su producción (para lo que les ponen un chip), el control de sus movimientos, de la vestimenta, de lo que hablan, incluso del momento para ir al baño (para lo que tienen que apuntarse en una lista).
Hay que hablar de esta nueva esclavitud del siglo XXI (que a veces raya con la trata), tramada con la migración y el sistema de fronteras. Las jornaleras que llegan a Huelva con contrato en origen, en Marruecos (a donde tienen que regresar al finalizar la campaña), lo hacen bajo una oferta específica de trabajo que ni tan siquiera alcanza las condiciones del convenio colectivo, y que incumple derechos humanos básicos. Y ya se sabe, cuando no hay derechos hay impunidad y los abusos no tienen límite.
«Las jornaleras que llegan a Huelva con contrato en origen, en Marruecos, lo hacen bajo una oferta de trabajo que ni tan siquiera alcanza las condiciones del convenio colectivo»
Llegan para trabajar durante tres meses con un salario algo superior a 40 euros/día más horas extras (que no siempre pueden hacer), pero sin garantías de volver con lo acordado, que es lo que les permitiría mantener a su familia en su país. Las cuentas no salen, porque si un día el empresario dice que no hay producción, no trabajan y no cobran; si decide contratar a otras jornaleras directamente y sustituirlas, no cobran; si se ponen enfermas y no pueden trabajar, no cobran.
Echemos cuentas: el empresario solo paga el billete del ferry de vuelta, pero el billete del traslado desde su pueblo lo pagan ellas; el ferry de ida, lo pagan ellas, igual que el visado. Pagan también un seguro con la Caixa, que están obligadas a contratar, y que firman sin que nadie les aclare su contenido y sin poderse fiar de los intérpretes contratados por la empresa, cuando los hay. La cobertura del seguro es un misterio y su coste puede llegar a los 150 euros. Suma y sigue: la comida la pagan ellas, también los cincuenta euros por el barracón que comparten entres seis u ocho mujeres, cuando la vivienda debería estar garantizada por convenio. Las cuentas no les salen. Antes, explican, les abrían una libreta y podían comprobar los movimientos, pero ahora no tienen una forma accesible de comprobar los movimientos de sus cuentas bancarias. Los mecanismos de control se van refinando.
Las y los capataces de las fincas también controlan su movilidad. Hablar con nosotras fue un acto de generosidad y valentía porque se arriesgaban a represalias y les podía costar hasta la rescisión del contrato. Por eso no pueden dar su nombre ni pueden salir en ninguna foto, y nuestro encuentro tuvo que ser “clandestino”, transitando por carreteras secundarias y alejado de cualquier espacio público.
Los asentamientos
En los asentamientos, las mujeres y hombres, la mayoría subsaharianos, malviven, como en el de Palos de la Frontera (uno de los 11 que hay en Andalucía). Con papeles o sin ellos, viven en chabolas construidas a base de palés por los que también pagan un euro y medio cada uno, que recubren con cartones y plásticos (por los que también les cobran). Sin acometida de agua ni saneamiento ni luz. Sin nada. Con el miedo y la angustia metida en el cuerpo por la situación en la que se les fuerza a vivir en aplicación de la ley de extranjería, que les deja en una situación de ilegalidad, lo que da a los empresarios tres años de margen (tiempo que necesitan para solicitar el permiso de residencia) para convertirlas en fuerza de trabajo esclava y someterles a condiciones de vida insoportables.
Esto sucede en un pueblo como el de Palos de la Frontera, un pueblo rico, gobernado por el PP y donde el voto a Vox experimentó una fuerte subida en las últimas elecciones, con un gran presupuesto municipal, gracias a los impuestos que recaba de las empresas y refinerías del puerto exterior de Huelva. Pocos días antes de visitarlo, un incendio había acabado con parte de las infraviviendas y con lo poco que tenían, porque los bidones con los que acarrean el agua no podían sofocarlo y esperar a los bomberos supuso acabar con sus pocas pertenencias calcinadas. Este drama solo es posible por la connivencia social de las entidades, de todas las administraciones públicas, desde las locales, las autonómicas y las estatales, y la ineficacia de los sindicatos.
El coste de ser mujer y racializada
Existe porque interesa, como señala Pastora Filigrana: “Mientras haya bolsas de pobreza de gente sin papeles, ninguna lucha sindical va a llegar a buen puerto, porque siempre habrá una mano de obra con miedo, barata y explotable con la que intercambiarnos si protestamos”. Y a las más pobres son a las que se les puede desposeer de derechos más impunemente: esas son las mujeres racializadas con estatus migratorios, que las hace vulnerables.
La patronal lo tiene claro, no hay más que ver cómo ha ido cambiando los criterios de contratación. Porque de contratar a hombres se pasó a hacerlo a mujeres de países del Este, y de éstas a mujeres marroquíes con las que ya se establecieron normas: deben tener entre 18 y 45 años, familia en origen con al menos un o una hija menor de edad. Se supone que los mandatos de género y el vínculo familiar garantiza su supuesta “docilidad” y la vuelta asegurada a Marruecos.
«Hablar con nosotras fue un acto de generosidad y valentía porque se arriesgaban a represalias y les podía costar hasta la rescisión del contrato»
Es un racismo de clase que, apoyándose en el discurso de odio a las personas migrantes, busca el máximo beneficio económico sobreexplotando su fuerza de trabajo y tratando de dividir a autóctonas y migrantes. La acción de sindicalismo feminista de la Asociación de Jornaleras de Huelva en lucha anima a las temporeras a organizarse. “Luchamos por cambiar las condiciones de trabajo y de vida de todas las temporeras, para conseguir derechos para todas porque es de justicia y necesario para enfrentar la estrategia patronal del ‘divide y vencerás’”, un viejo mecanismo para que el miedo frene la protesta y para arrastrar a la baja los salarios y precarizar todavía más las condiciones de vida y de trabajo de todas, según explican.
Unas condiciones de vida para las que necesitan tener información, asesoramiento, acceso a los servicios públicos, a la salud, a la vivienda, a la justicia, a la protección en caso de violencia sexual y a tener vidas libres de violencias. “Trabajamos unidas desde los feminismos, el antirracismo y el ecologismo”, señala Ana Pinto.
El coste ecológico de la agroindustria fresera
Ana Pinto mira al futuro, a la necesidad de replantear este modelo de producción intensiva, insostenible social y medioambientalmente, y de avanzar hacia una agricultura ecológica. Pero lejos de plantear otro modelo de producción sostenible con los derechos de las personas y el sostenimiento de la tierra y los recursos, los empresarios están apostando por la expansión a otras zonas con otros cultivos (de arándanos, naranja o aguacate) en las mismas condiciones.
Según Iñaki Olano, responsable de agua de Ecologistas en Acción de Huelva, la agroindustria supone la explotación de las personas, del agua y la tierra de forma intensiva en todos los casos para obtener un beneficio alto. De la tierra, a base de deforestación de pinares y de cambios de usos del suelo; del agua, con extracciones de agua de pozos ilegales, muchos denunciados, localizados, y teóricamente algunos cerrados. “O hay un replanteamiento o hay colapso, y el colapso viene por el agua porque no hay, y le sigue el colapso del empleo. Es un proceso extractivista que deja un desierto de empleo y de tierra”, señala Olano.
Por eso, la apuesta es ir a una agricultura ecológica, que prime la calidad y los mercados de cercanía y el cambio de la concepción del consumo de los productos frescos. Quizá así las fresas vendrían con derechos.
Mensaje a otros feminismos
En 2018, saltó a los medios y las redes sociales la denuncia de varias jornaleras por abuso sexual. Se interpeló a un feminismo que, a diferencia de lo que había sucedido en el caso de la violación “de la manada”, apenas se movilizó. ¿Acaso no valen lo mismo todas las vidas o todos los cuerpos? La organización de las jornaleras, su lucha y resistencia, su feminismo sindicalista interpela la capacidad del movimiento feminista para ser inclusivo, con capacidad para articular la lucha por las condiciones materiales de vida de todas las que están atravesadas por las violencias.
Antes de volver a Madrid, le pregunté a Ana Pinto qué le diría a otros feminismos. Esta fue su respuesta: “Que dejen la violencia de algunos debates, que miren las condiciones de vida de las mujeres, que se sumen a nuestras luchas, feministas, antirracistas y ecologistas, que son también las luchas de las kellys, de las trabajadoras sexuales, de las empleadas de hogar, de las trabajadoras sanitarias, y que deberían ser también las luchas de todas”. Un feminismo de base que no deje a ninguna fuera y ponga la vida digna de todas las mujeres en el centro.
Fuente: Justa Montero/ctxt.es