POR HERMANN BELLINGHAUSEN, Resumen Latinoamericano, 16 de julio de 2021.
Imagen: A Mother’s Grief (El sufrimiento de una madre). Pintura de Kent Monkman, artista cree de Manitoba, Canadá
Las naciones americanas tienen sin excepción una historia de genocidio deliberado y sistemático de la población indígena. Uno tras otro han ido cayendo los disfraces míticos de las naciones independientes, el negacionismo, la asimilación violenta, el racismo internalizado, el colonialismo de Estado. No hay nación americana libre de culpa histórica. Y ninguna ha logrado hacer las paces con su pasado; mejor dicho, ninguna ha hecho verdadera justicia presente, ya no digamos histórica, a los pueblos que las preexisten, y con frecuencia barnizan una identidad nacional completamente hipócrita (para eso sirven los aztecas, guaraníes, incas, mayas, charrúas de las etiquetas comerciales).
La brutalidad moderna del hombre blanco contra los pueblos originarios encuentra sus peores ejemplos en los extremos norte y sur. Canadá (y Estados Unidos), así como Argentina (y Chile), se están encontrando con una parte de su expediente criminal que creían enterrada, aplastada por las ciudades y las estatuas de bronce de los perpetradores. Sus generales heroicos, las iglesias cristianas, sus intelectuales, sus presidentes favoritos: todos tienen las manos manchadas de sangre. Esto se repite en los demás países, y en muchas de sus regiones, desde luego. No se salva México.
En realidad, ninguno.
El grave desafío que enfrentan hoy los canadienses, con lo específico del caso, sirve de espejo para todos. La mancha del racismo deshumanizante aparece por todas partes, y las naciones democráticas, modernas, etcétera, son incapaces de asumir sus culpas con reparación completa, no meras disculpas y manoseos folclórico-culturales.
Los hallazgos recientes de enterramientos clandestinos con los cuerpos de centenares de niños indígenas en los traspatios de escuelas de integración católicas en la Columbia Británica desnudan un secreto mal guardado bajo los tapetes: las brutales prácticas del colonialismo post británico en el Commonwealth, con estelares acciones en Canadá, Australia y Sudáfrica, y la creación del horrendo apartheid que se practica hoy por todo el mundo. Minar la niñez y juventud aborigen, embrutecer a sus varones dentro de reservaciones y criminalizarlos, explotar a las mujeres. En su manual obviamente estaba claro que mejor que el asimilado es el indio muerto.
En un conciso editorial, La Jornada (3÷6÷21) recapitulaba que el 29 de mayo de 2021 se divulgó el hallazgo de una fosa común con los restos de 215 niños en Kamloops, una comunidad canadiense; semanas después, 750 tumbas anónimas fueron descubiertas en la provincia de Saskachetwan y a fines de junio se confirmó la presencia de otras 182 cerca de Cranbrook. Todo “en terrenos donde operaron centros de internamiento forzoso para menores indígenas, financiados por el Estado y gestionados por organizaciones religiosas con el propósito de forzar a los niños a aprender el idioma y las costumbres occidentales”.
Canadá ha reconocido que entre 1863 y 1998, más de 150 mil niños “fueron secuestrados para recluirlos en esas instituciones donde se les prohibía hablar su idioma y donde, de acuerdo con los resultados presentados en 2015 por una Comisión de la Verdad y la Reconciliación, sufrieron malnutrición, agresiones verbales, así como un abuso físico y sexual desenfrenado (en palabras del Parlamento canadiense) por parte de directores y maestros”. Dicha Comisión determinó que unos tres mil 200 infantes “murieron por abuso y negligencia en los 139 centros que llegaron a existir; otras organizaciones cifran en seis mil las muertes ocurridas en lo que el jefe de la Federación de Naciones Aborígenes Soberanas de Saskatchewan, Bobby Cameron, llamó campos de concentración”.
En el corazón del imperio también han tenido que acusar recibo. La oficialista BBC de Londres registra estas verdades históricas, mientras las estatuas de sus reinas Victoria e Isabel caen en diversas provincias de Canadá: “Nos hacían creer que no teníamos alma”, dijo Florence Sparvier, exalumna de estas “escuelas”. “Nos menospreciaban como personas, así que aprendimos a repeler quiénes éramos”. “Una comisión creada en 2008 para documentar los impactos de este sistema de escuelas residenciales descubrió que un gran número de niños indígenas nunca regresaron a sus comunidades de origen”, admite la cadena británica, para añadir, ¡uf!, que en 2008 “el gobierno canadiense se disculpó formalmente por el sistema”, aunque el británico no ha dicho ni pío.
También la iglesia católica tiene un papel protagónico en esta tragedia del desprecio y el falso humanismo redentor. Como destaca La Jornada, “el hecho de que los tres sitios donde se han hallado las inhumaciones clandestinas fueron administrados por la Iglesia católica ha reavivado la indignación por las sistemáticas vejaciones sexuales contra menores ocurridas en su seno y, hasta el momento, seis templos han sido incendiados en distintas localidades de mayoría indígena”.
Pero ahí no acaba el escándalo. Canadá ha registrado en tiempos recientes, y a la fecha, la desaparición de mujeres indígenas, así como recurrentes feminicidios específicamente contra aborígenes (como se designa en Canadá a los pueblos originarios). Ésa es otra escala de la vergüenza que los canadienses no logran asumir.
Escribía el escritor y periodista John Ralston Saul en 2014: “No parecemos estar en condiciones de ponernos más allá del modelo europeo, ese en el cual no cabe ningún componente aborigen” (The Comeback, Penguin). Denunciaba la incapacidad profunda de Canadá para pensar siquiera en los pueblos aborígenes como parte del futuro. No se invierte en su bienestar, se les excluye de la educación, la salud, la vida digna. El canadiense promedio confunde al indio con el teporocho urbano o el esquimal de los cuentos. Ralson Saul señala que “lo más deprimente acerca de Canadá” es este no hacer nada, lo cual “es un recordatorio constante de nuestro estado mental colonial”.
El movimiento Idle No More reavivó en la década pasada las demandas aborígenes y abrió nuevos cauces al debate y la organización. El Estado canadiense, como el mexicano, el guatemalteco y el peruano, para el caso, es impermeable al reconocimiento de las autonomías indígenas. Saben que la libertad de los originarios sería un estorbo, algo que parecía ya superado, para ocupar sus territorios, explotarlos, desfigurarlos, exprimirlos en favor del capital nacional e internacional. No es casual que el cáncer minero que se abate sobre el mundo tenga la patente de Canadá.
En Argentina, una burrada de su presidente “europeo” avivó ese mismo debate. El Tejido de Profesionales Indígenas, un grupo de profesionales con miembros de los distintos pueblos originarios (mapuche, qom, wichi, tapiete, coya, guaraní, diaguita, entre otros) impulsa que el nuevo censo nacional incluya preguntas específicas para registrar a la población indígena de una Argentina que la niega. Los mapuche en Chile son más visibles, más organizados y por ende más abiertamente perseguidos como terroristas. El “síndrome de Gerónimo” no es exclusivo del colonialismo anglosajón.
Como bien acuñara la historiadora indígena Roxanne Dunbar-Ortiz para describir a Estados Unidos, las naciones americanas deberían estar rodeadas de la cinta amarilla que denota una escena de crimen. Hoy se emplean las mismas palabras en Canadá: “No pedimos compasión, pero sí comprensión”, dijo a la BBC el jefe de la Primera Nación Cowessess, Cadmus Delorme. Agregó que en algún momento las tumbas pudieron haber estado identificadas, pero que las lápidas habrían sido retiradas. “Retirar las lápidas es un crimen en este país. Estamos tratando el lugar como la escena de un crimen”.