Desde hace siete meses ha estallado una violenta guerra en este país del Cuerno de África, donde viven casi 115 millones de personas. Los combates afectan principalmente a la provincia de Tigray, en el extremo norte del país (7 millones de habitantes), que ha invadido el ejército etíope, con el apoyo de Eritrea. Según la ONU, más del 90% de la población de esta provincia necesita ayuda humanitaria de emergencia para evitar la hambruna. Un millón de personas han huido a Sudán, mientras que dentro del país otros dos millones han sido desplazadas. El número de muertes provocadas por la guerra supera las 150.000, muchas de ellas civiles. Las violaciones perpetradas por el ejército etíope y sus aliados eritreos se cuentan por miles, mientras que el saqueo y la destrucción de bienes se extienden por todas partes, incluidas las reservas de cereales que son esenciales para alimentar a la población. En el sur de la provincia, las milicias etíopes están llevando a cabo lo que parece una “limpieza étnica”, al obligar a los tigrayanos a abandonar sus tierras y hogares. Además, el ejército etíope otorga un acceso limitado a las organizaciones humanitarias, cuya presencia es necesaria para evitar miles de muertes.
Esperanzas decepcionadas
Durante varias décadas, los conflictos han asolado la región. El Frente Popular para la Liberación de Tigray (FPLT) y el Frente Popular para la Liberación de Eritrea (FPLE) libraron una poderosa guerra de guerrillas contra el régimen militar etíope, que terminó a principios de la década de 1990 con la victoria de los FPLT y la independencia de Eritrea. Muchos creían entonces que este cambio de la situación traería la paz y la prosperidad, a pesar de saber que los desafíos eran enormes. Tanto Etiopía como Eritrea siguieron siendo extremadamente pobres, con poblaciones rurales regularmente afectadas por el hambre. Después de un breve período, se reanudaron los conflictos entre los dos países. En Asmara (capital de Eritrea), el estado ultra-militarizado creado por el EFLP ha impuesto severas restricciones a los derechos y libertades. En Addis Abeba (capital de Etiopía), el FPLT también impuso un poder autoritario, provocando el descontento de amplios sectores de la población, incluidos los amhara (que habían sido el grupo dominante en dictaduras anteriores). Sin embargo, gracias a las vigorosas políticas desarrollistas (al estilo chino), el gobierno del TPLT ha logrado hasta cierto punto sacar al país de la pobreza. El sector industrial ha revivido gracias a las importantes inversiones y la construcción de infraestructura en las zonas periféricas ha revitalizado el mundo rural. Sin embargo, a principios de la década de 2010, las manifestaciones se multiplicaban en todas partes para exigir más libertades y una cierta descentralización del poder.
El regreso de la guerra
Un nuevo primer ministro etíope, Abiy Ahmed, fue elegido en 2018. De origen oromo (casi el 40% de la población total de Etiopía), el nuevo líder, formado en el serrallo del FLPT, apostó por reducir su poder sobre el estado central. Al mismo tiempo, negoció un acuerdo de paz con Eritrea (que le valió el Premio Nobel de la Paz). Estados Unidos, la Unión Europea, China, todos presentes en el Cuerno de África, se mostraron satisfechos con lo que prometía ser un nuevo comienzo. Pero rápidamente, la situación se degradó. El verano pasado, los cuadros políticos y militares de Tigray, muy presentes en el estado y el ejército de Etiopía, se retiraron a su provincia, donde tomaron el control de las instalaciones militares etíopes. Mientras tanto, Abiy Ahmed preparó una invasión con la ayuda de su aliado eritreo. Pero siete meses después, la situación está estancada. Los experimentados luchadores del FLPT se retiraron al interior, aprovechando una cierta complicidad de Sudán. El ejército etíope, que ha tomado formalmente el control de las ciudades, está desmotivado y depende de las tropas eritreas y de las milicias de Amhara, de cuyas atrocidades han sido testigo las organizaciones de derechos humanos. Al mismo tiempo, el descontento se ha vuelto más patente en otras provincias (especialmente en Oromoland) donde temen el restablecimiento de un nuevo poder centralizador. Incluso en Addis, la población comienza a sentir el impacto de la guerra en la escasez de alimentos, la inflación y el cierre de las actividades económicas.
La “comunidad internacional” escandalizada
Estos eventos han sacudido a los actores externos. Antes de esta guerra, preferían cerrar los ojos a los problemas políticos y participar del boom económico sin preocuparse demasiado por las violaciones de derechos. Sin embargo, las terribles consecuencias de la guerra para la población de Etiopía, Tigray e incluso Eritrea ya no pueden ignorarse. Estados Unidos y la UE han suspendido la ayuda y ahora se escuchan críticas sobre el desarrollo de la guerra, incluida la presencia del ejército eritreo en el frente de batalla. También piden un alto el fuego inmediato, que permitiría entregar la ayuda de emergencia.
El gobierno etíope, mientras tanto, sigue afirmando que ha puesto fin a una simple “rebelión” (los expertos creen que el FPLT cuenta con el apoyo de una gran mayoría de la población de Tigray). En realidad, Etiopía no ha podido imponer una nueva administración en la provincia, ni siquiera asegurar el control del territorio. Es previsible que la guerra impida la reanudación de las actividades agrícolas, lo que presagia graves carencias alimentarias. Para aumentar el caos, hay que constatar que la Unión Africana no puede lograr un consenso entre sus miembros. Los países africanos directamente afectados por esta crisis (Sudán y Egipto), sin querer ser parte de un conflicto que corre el riesgo de prolongarse, tienden a favorecer a Tigray.
Una nueva crisis africana en ciernes
Esta guerra se debe a varios factores, incluida la intransigencia de los protagonistas. A esto hay que agregar el impacto de una democratización truncada en manos de una pequeña élite que hace todo lo posible para bloquear las aspiraciones populares. ¿Qué puede pasar en esta situación? El FLPT, atrincherado en las montañas de Tigray, ha pedido la apertura de negociaciones, sin exigir como condición la independencia. Esta apertura, motivada más por un análisis lúcido del equilibrio de poder que por la virtud, podría quizás iniciar un proceso de paz, si y solo si los poderes externos presionan a Addis. Reunidos en abril pasado, los países del G7, pidieron a las partes en conflicto que “respeten los derechos humanos”. La misma incapacidad política se observa en Nigeria, en los países del Sahel y en la República Democrática del Congo, donde proliferan la pobreza, el hambre y la militarización. Mientras tanto, los enormes recursos del continente siguen siendo objeto de una dura competencia entre los países del G7 y China. Las Naciones Unidas se han convertido en un fantasma. Los riesgos de una conflagración general en África son grandes.
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