Por Claudia Alavéz García* y Marcela Colocho Rodríguez**, Resumen Latinoamericano, 21 de agosto de 2021.
Hace algunos años llegamos a Haití, con la punzante duda de cómo ver al país desde América Latina, cómo hablar de su existencia, cómo vincularnos con el presente y la historia de este convulso paisaje caribeño. Si bien nuestras dudas se concentraban mayormente en nuestra mirada de esta realidad hasta ahora nueva, antes sólo conocida a través de los textos y las narrativas de amigos, muy pronto el estar en Haití nos cambió la dirección de la mirada, hacia adentro, hacia nosotras mismas. Las dudas crecieron: cómo eramos percibidas, vistas y entendidas desde nuestro ser latinoamericanas, en este imaginario que parecía, ante nuestros ojos amateur, reconocernos únicamente en las dicotomías del blanco y el negro.
En 1998, el poeta y ensayista cubano Roberto Fernández Retamar contó que en una entrevista con un medio europeo, el periodista le preguntó si existía una cultura latinoamericana, lo que era como preguntarle ‑en su reflexión- si los propios latinoamericanos existían.
La historia latinoamericana, nuestra cultura y lo que somos ‑haciendo la vista gorda a las diferencias que las fronteras nacionales nos imponen- ha estado marcada por diferentes formas de construcción de identidades mestizas, ladinas, indígenas y afroamericanas. En muchos casos, nuestras identidades locales se han formulado en oposición a lo que desde nuestras jergas locales hemos conocido como “gringo”, “chele”, “yanqui”, “güero”, o “blanco”. Este personaje ha sido en nuestras narrativas el otro, el conquistador, el patrón, el opresor; por lo que encontrar que la primera palabra con la cual se nos nombró en Haití fuera blan (blanca en creol haitiano) no era un hecho inadvertido que pudiéramos aceptar con facilidad.
Atendiendo nuevamente a la pregunta que planteaba Retamar, en esta forma de nombrar nuestra diferencia: ¿existimos acaso? ¿Qué significa en Haití ser considerado blan? ¿Este blan somos nosotras, mujeres latinoamericanas “morenas”, o es más bien el personaje que rechazamos? ¿Quién o qué es lo negro y qué es lo blanco en esta isla caribeña? ¿Existe acaso otra dermis posible?
Aquí, la esencia de lo blanco y lo negro es el choque de culturas: dos maneras de entender el mundo a través de ideologías impuestas que pueden portarse indistintamente por personas con diferente color de piel. En la vida cotidiana en Haití, “lo blanco” no se designa directamente por la racialización de la biología. El color de la piel no es causa-consecuencia de los valores que una persona pueda desarrollar. No hay una relación determinista entre origen o fenotipo, en la lógica que podría entenderse en el racismo anglosajón o en contextos particulares de la Latinoamérica actual.
Más allá de las pieles negras de sus representantes, hay muchas cosas blancas en Haití, como por ejemplo el Estado y su institucionalidad. Un Estado “fallido” no solo por obra de las potencias imperiales, sino porque las instituciones oficiales se niegan a negociar con la cosmovisión de la cultura cimarrona.
Pronto nuestro estar en Haití nos permitió ver la presencia de esta identidad cimarrona; una identidad que desarrolló estrategias de vida plena y sobrevivencia forzosa. En los márgenes de esta identidad cimarrona, nos encontramos con una grieta en el caparazón de las dicotomías que impone la racialidad negro/blanco. Nos encontramos con una posibilidad de vernos los rostros de morenos, indígenas, latinoamericanos y negros con una historia común, con vivencias cercanas, con deseos de futuro y posibilidades de dialogar.
La apuesta al diálogo
En su “Pedagogía del oprimido”, el educador popular brasileño Paulo Freire afirmaba que: “es necesario que a quienes se les ha negado el derecho a decir la palabra reconquisten ese derecho.” Un diálogo que sería “esencialmente, tarea de sujetos” y que no puede “verificarse en la relación de dominación”. Para Freire, existir es pronunciar el mundo y transformarlo: nuestra existencia no puede ser muda. Para nombrar la palabra verdadera se hace necesario un diálogo que reconozca nuestros contextos, nuestra historia y nuestras memorias.
Para una apuesta al diálogo con la realidad haitiana, es necesario tomar en cuenta que el proceso de conquista del territorio que comprendía Santo Domingo, estableció una estructura colonial, tanto en las relaciones internas de lo que hoy es Haití, como en la relación del país con su exterior. Dicha estructura colonial supo sostenerse en elementos económicos, dando lugar a una sociedad dividida en propietarios, comerciantes y personas esclavizadas, pero estratificada también por el color de la piel. Muestra de ello son las categorías sociales de la colonia como los “grandes blancos”, los “pequeños blancos”, los mulatos y los negros.
Haití se convirtió en la primera República Negra de América Latina en 1804; mientras que en la mayoría de países de América Latina continental los procesos independentistas comenzaron en 1810 y cerraron su ciclo alrededor de 1820. Para el sociólogo haitiano Laёnnec Hurbon (1993), desde el año 1804 Haití se situó en el dilema de vivir para sí mismo, seleccionando sus propios valores y formas de vida, o de mostrarse como una nación “civilizada”. A partir de este dilema se consagraron dos tipos de cultura: la cimarrona y la de la elite. Hurbon plantea que el “que la problemática racial sea una obsesión, se vio desde el día siguiente de la independencia como una herencia de la esclavitud” (p. 50).
Esta revolución negra fue un espacio de ensayo y error, de creación, de debate y de experimentación dentro de la Modernidad. Haití, como los otros países insulares del Caribe, tiene en su memoria una historia asociada a la plantación. Según el trinitense C. L. R. James, en los territorios marcados por la producción de azúcar y la esclavitud se estableció un patrón incomparable con cualquier otra realidad social (2017, p. 36). Haití se volvió rápidamente un horizonte posible, con sus buenas nuevas para los pueblos colonizados y con sus debidas advertencias para las potencias colonizadoras.
A estos elementos podemos añadir que como consecuencia de las múltiples culturas, lenguas y espiritualidades que convivieron en el territorio de la colonización francesa, Haití tiene como idiomas oficiales el creol haitiano y el francés, lo que implica aún hoy un gran debate interno sobre el rol respectivo de cada lengua. Esta característica le aleja en cierta medida de América Latina, en donde pese a coexistir más de 420 lenguas originarias, el idioma español, el más difundido, facilita procesos de comunicación y articulación. En Haití, al igual que en el resto de los países caribeños insulares, la presencia de pueblos originarios es mínima o inexistente, lo que conlleva cierta imposibilidad de interlocución con los indígenas de otras regiones.
Pero no es sólo por estos elementos que Haití mantiene una relación peculiar con América Latina. Es imposible olvidar las banderas de Uruguay, Brasil, El Salvador, Honduras, Chile, Colombia, Argentina y Brasil estampadas en los hombros de los numerosos soldados miembros de la Misión de las Naciones Unidas para la Estabilización de Haití (MINUSTAH), que ocuparon el país durante 13 años. Ni tampoco el recibimiento problemático de los migrantes haitianos que llegaron en oleadas sucesivas a diferentes países de nuestro continente. Esto, sin mencionar la relación histórica y no exenta de dificultades con la vecina República Dominicana.
No es difícil entonces el comprender que al llegar seamos interpretados como blancos, como cómplices de una ocupación, una distinción “cómoda” sin embargo en el mundo que vivimos, que nos hace no ser negros, no ser haitianos, no ser hijos, hermanos o primos de este Caribe negro. Numerosos latinoamericanos que por diversas circunstancias trabajan y habitan en diferentes departamentos del país, asumen sin problemas su blanquitud aquí, y se olvidan de su paisaje latinoamericano, de países donde se alude al “extranjero opresor” como “ese gringo” que “se cree güero”. En este contexto, la posibilidad de diálogo parece débil.
Dudar de lo blanco
Si bien no podemos negar nuestras historias y nuestro color de piel, ¿cómo negamos a esa blanquitud? ¿Cómo rechazamos ser ese personaje con lo que implica en nuestros países? Sobre quienes habitan cómodamente su interpelación como “blan”, la antropóloga Rita Laura Segato puede invitarnos a la duda, a imaginarnos la posibilidad de utilizar estas mismas categorías como medio para contestar y revertir el fenómeno de la dominación. O incluso a crear otras, a caminar en los márgenes del paradigma esencialista, y poner colores indígenas, de barrio popular, de villa, a este imaginario latinoamericano de tez más clara.
Para nosotras Haití es nuevamente un enclave que invita a sospechar de lo blanco, a poner en tela de juicio su supuesta superioridad y su presunto destino de dominación. Pero también a dudar sobre qué y quién lleva esa categoría de blanco ¿le corresponde aquí al quechua, aymara, tsotsil, guaraní, mapuche, zapoteca, pipil o lenca la misma categoría de “blan”, es decir de extranjero?
Creemos que no, que los puentes deben ser tendidos y los lenguajes articulados, que pese a no hablar las mismas lenguas, pronunciamos y existimos desde los lenguajes de la diferencia. Que la violencia del capital toca nuestras tierras con estrategias similares, y que nuestros pueblos han aprendido a bordar, labrar y cincelar la resistencia desde hace más de 500 años.
Nos gusta pensar que el diálogo se construye de a dos, desde el que habla y escucha, hacia el que escucha y réplica. En suelo haitiano es en este diálogo que existimos: en el compartir nuestra música, nuestra lengua, nuestras culturas y resistencias. Existimos en el esfuerzo cotidiano de crear pequeños espacios para mirarnos más allá del color de nuestra piel. Pero este esfuerzo debe ser mutuo, debe cobijar a todo lo que se autodenomina “no blanco”, para no caer en la trama de la dermis que se torna una encrucijada epistemológica.
Nos encontramos nuevamente en deuda con Haití, su pueblo y su historia, porque aquellos constituyen una experiencia para validar conceptos ontológicos en la creación de narrativas locales y nacionales. Es este territorio el que nuevamente alerta sobre la complejidad de un diálogo entre los que no son blancos, y evidencia que estar en Haití no puede más que implicar un reto.
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*Claudia Alavéz García es Socióloga por la Universidad de La Habana. Investigadora y educadora popular, integrante del Colectivo Latinoafricano y residente en Haití. Sus líneas de investigación versan sobre epistemología caribeña, territorios y juventudes.
**Marcela Colocho Rodríguez es Economista por la Universidad de La Habana y Antropóloga por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Educadora popular e integrante del Colectivo Latinoafricano.
fuente: Nodal