Por Noam Chomsky y Vijay Prashad | Sin Permiso /Resumen Latinoamericano, 19 de agosto 2021
La invasión norteamericana de Afganistán, en octubre de 2001, fue criminal. Fue criminal debido a la inmensa fuerza empleada para demoler la infraestructura física del país y desgarrar sus vínculos sociales.
El 11 de octubre de 2001, el periodista Anatol Lieven entrevistó al dirigente afgano Abdul Haq en Peshawar, Pakistán. Haq, que dirigía parte de la resistencia contra los talibán, se estaba preparando para regresar a Afganistán bajo la cobertura de los bombardeos aéreos norteamericanos. No le complacía, sin embargo, la forma en que EEUU habían decidido proseguir la guerra. “La acción militar por sí misma en las actuales circunstancias sólo está haciendo más difíciles las cosas, sobre todo si esta guerra continúa durante largo tiempo y mueren muchos civiles”, le contó Abdul Haq a Lieven. La guerra continuaría durante veinte años más, y al menos 71,344 civiles perderían la vida durante este periodo.
Abdul Haq le dijo a Lieven que “lo mejor sería que EEUU trabajara en pro de una solución política que implicara a todos los grupos afganos. De no ser así, lo que habrá es un estímulo de las hondas divisiones entre diferentes grupos, respaldados por distintos países y que afectan para mal a toda la región”. Son palabras proféticas, pero Haq sabía que nadie le escuchaba. “Probablemente”, le dijo a Lieven, “EEUU ya han tomado la decisión de qué hacer, y cualquier recomendación por mi parte llegará demasiado tarde”.
Después de veinte años de la increíble destrucción provocada por esta guerra, y tras inflamar la animosidad entre “todos los grupos afganos”, EEUU han vuelto justo a la recomendación política de Abdul Haq: diálogo político.
Abdul Haq regresó a Afganistán y los talibán lo mataron el 26 de octubre de 2001. Sus consejos son ya cosa pasada. En septiembre de 2001, los distintos protagonistas de Afganistán –incluidos los talibán– estaban dispuestos a hablar. Lo hacían en parte porque temían que los amenazantes aviones de combate norteamericanos le abrirían las puertas del infierno a Afganistán. Hoy, 20 años después, la brecha entre los talibán y los demás se ha hecho más grande. Sencillamente, ya no hay ganas de negociar.
Guerra civil
El 14 de abril de 2021, el presidente del Parlamento de Afganistán –Mir Rahman Rahmani– advirtió que su país se encontraba al borde de la “guerra civil”. Los círculos políticos de Kabul han estado bullendo de conversaciones acerca de una guerra civil para cuando EEUU se retire el 11 de septiembre. Esta es la razón por la que el 15 de abril, durante una rueda de prensa en la embajada norteamericana en Kabul, Sharif Amiry, de TOLOnews le preguntó al secretario de Estado norteamericano, Antony Blinken, por la posibilidad de una guerra. Blinken contestó: “No creo que vaya en interés de nadie, por decir lo mínimo, que Afganistán se hunda en una guerra civil, en una guerra larga. Y hasta los talibán han declarado, por lo que oímos, no tener interés en ello”.
De hecho, Afganistán lleva en guerra civil desde hace medio siglo, por lo menos desde la creación de los muyahidín –entre ellos Abdul Haq– para combatir al Partido Democrático del Pueblo de Afganistán (1978 – 1992). Esta guerra civil se vio intensificada por el apoyo norteamericano a los elementos derechistas más conservadores y extremistas, grupos que se convertirían en parte de Al Qaeda, de los talibán y otras facciones islamistas. Ni una sola vez ha ofrecido EEUU una senda hacia la paz durante este periodo; por el contrario, han mostrado siempre un afán en cada paso por utilizar la enormidad de la fuerza norteamericana para controlar lo que acabe sucediendo en Kabul.
¿Retirada?
Ni siquiera esta retirada, que se anunció a finales de abril de 2021 y comenzó el 1 de mayo, es tan clara como parece. “Es hora de que vuelvan a casa las tropas norteamericanas”, anunció el presidente norteamericano, Joe Biden, el 14 de abril de 2021. Ese mismo día, el Departamento de Defensa norteamericano clarificó que abandonarían Afganistán 2,500 soldados el 11 de septiembre.
En un artículo del 14 de marzo, mientras tanto, el New York Times había hecho notar que EEUU dispone de 3,500 soldados en Afganistán, aunque “públicamente se diga que hay en el país 2,500 soldados”. Este recuento por debajo supone oscurantismo por parte del Pentágono. Un informe del vicesecretario de Defensa para el Sostenimiento hizo notar, además, que EEUU dispone de 16,000 contratistas sobre el terreno en Afganistán. Proporcionan toda una serie de servicios, entre los que se cuenta con toda probabilidad el apoyo militar. Ninguno de estos contratistas –ni de los 1,000 soldados norteamericanos adicionales no divulgados– está previsto que se retire, y tampoco va a concluir el bombardeo aéreo –incluidos los ataques con drones– ni se pondrá punto final a las misiones de fuerzas especiales.
El 21 de abril, Blinken declaró que EEUU proporcionaría casi 300 millones al gobierno afgano de Ashraf Ghani. Ghani que, como su predecesor Hamid Karzai, parece a menudo más un alcalde de Kabul que el presidente de Afganistán, se está viendo rebasado por sus rivales. Kabul hierve de rumores sobre gobiernos para después de la retirada, entre ellos el de la propuesta del líder del Hezb – e – Islami, Gulbuddin Hekmatyar, de formar un gobierno que encabezaría él y que no incluiría a los talibán. Mientras tanto, EEUU ha consentido en la idea de que los talibán tengan algún papel en el gobierno; ahora se está diciendo abiertamente que la administración Biden cree que los talibán “gobernarían con menos dureza” de la que emplearon entre 1996 y 2001.
Tal parece que EEUU está dispuestos a permitir que los talibán regresen al poder con dos advertencias: en primer lugar, que permanezca la presencia norteamericana y, en segundo, que los principales rivales de EEUU –a saber, China y Rusia– no tengan papel alguno en Kabul.
En 2011, la secretaria de Estado, Hillary Clinton, habló en Chennai, India, donde propuso la creación de una iniciativa de Nueva Ruta de la Seda que vinculara a Asia Central a través de Afganistán y por medio de los puertos de la India; el propósito de esta iniciativa consiste en separar a Rusia de sus lazos con Asia Central e impedir el establecimiento de la Iniciativa de la Franja y la Ruta china, que hoy discurre hasta Turquía.
No está escrito que vaya a haber estabilidad en Afganistán. En enero, Vladimir Norov, antiguo ministro de Asuntos Exteriores de Uzbekistán y actual secretario general de la Organización de Cooperación de Shanghai, participó en una webinar organizada por el Instituto de Investigación Política de Islamabad. Norov afirmó que el Daesh o ISIS ha ido moviendo a sus combatientes de Siria al norte de Afganistán. Este movimiento de combatientes extremistas resulta preocupante no sólo para Afganistán sino también para Asia Central y China. En 2020, el Washington Post reveló que los militares norteamericanos habían estado proporcionando apoyo aéreo a los talibán a medida que estos iban logrando avances contra los combatientes del ISIS. Aunque haya un acuerdo de paz con los talibán, lo desestabilizará el ISIS.
Posibilidades olvidadas
Olvidadas quedan las palabras de inquietud por las mujeres afganas, palabras que proporcionaron legitimidad a la invasión norteamericana en octubre de 2001. Rasil Basu, funcionario de las Naciones Unidas, se desempeñó como alto asesor del gobierno afgano para el desarrollo de la mujer entre 1986 y 1988. La Constitución Afgana de 1987 otorgaba iguales derechos a las mujeres, lo que permitió a los grupos de mujeres luchar contra normas patriarcales y pugnar por la igualdad en el trabajo y en el hogar. Debido a que en la guerra había muerto gran cantidad de hombres, nos contó Basu, accedieron las mujeres a diversas ocupaciones. Se produjeron avances sustanciales en los derechos de la mujer, entre ellos el crecimiento de la tasa de alfabetización. Todo esto ha quedado en buena medida borrado durante la guerra norteamericana en estas últimas dos décadas.
Antes incluso de que la URSS se retirase de Afganistán en 1988 – 89, los hombres que hoy se disputan el poder –como Gulbuddin Hekmatyar– declararon que anularían esos avances. Basu recordó las shabanamas, avisos que se difundían entre las mujeres y les advertían que obedecieran las normas patriarcales. Basu envió un artículo de opinión en el que avisaba de esta catástrofe al New York Times, al Washington Post, y a la revista (feminista) Ms., medios todos los cuales rechazaron publicarlo.
El último jefe de gobierno comunista de Afganistán –Mohammed Nayibullah (1987 – 1992)– presentó una Política de Reconciliación Nacional, en la que puso los derechos de la mujer en lo más alto de su orden del día. La rechazaron los islamistas respaldados por EEUU muchos de los cuales siguen hoy en puestos de autoridad.
No se han aprendido las lecciones de esta historia. Se “retirará” EEUU, pero dejará asimismo atrás sus activos para dar jaque mate a China y Rusia. Esas consideraciones geopolíticas eclipsan cualquier preocupación por el pueblo afgano.
(*) Noam Chomsky es profesor laureado de la Universidad de Arizona y catedrático emérito de Lingüística del Massachusettes Institute of Technology, es uno de los activistas sociales más reconocidos internacionalmente por su magisterio y compromiso político. Vijay Prashad es historiador, editor y periodista indio, es director del Instituto Tricontinental de Investigaciones Sociales.
Afganistán: ¿Otro fraude made in USA?
Por Néstor Núñez Dorta | Revista Bohemia, Cuba
Si usted es de los que gusta hurgar en la historia contemporánea, debe haber chocado con este juicio de varios “tanques pensantes” norteamericanos: desde hoy y para el porvenir, quien “domine Eurasia dominará el mundo”. Ello implica, en lenguaje redondo, que las fuerzas que se asienten definitivamente en aquellos patios podrán colmar con creces sus apetitos supremacistas…y Afganistán es parte sustancial en esa receta.
La historieta de este bochorno se remonta a la década de los setenta del pasado siglo, cuando los servicios de inteligencia gringos, sionistas, del resto de Occidente y de varios socios regionales se mancomunaron para derribar al gobierno progresista afgano mediante el fomento de grupos armados dirigidos por varios señores de la guerra. Personajes como el entonces consejero de Seguridad Nacional, de origen polaco, Zbigniew Brzezinski, promovieron desde julio de 1979 la “ayuda masiva a los titulados mujaidines con dos propósitos clave: desbancar a las autoridades nacionales y promover el involucramiento militar soviético para propinar a Moscú “su propio Vietnam”.
En efecto, en diciembre de ese mismo año, las tropas de la URSS cruzaron las fronteras al llamado de Kabul, para enredarse en un conflicto que solo abandonarían nueve años después, en mayo de 1988, con el contento yanqui de haberles hecho caer en la trampa. Para entonces Brzezinski admitía la estrecha alianza de Washington con grupos terroristas como Al Qaeda en el desgaste de los soviéticos y aducía, ante interrogantes de la prensa, que “armar y apoyar a un par de musulmanes fanáticos” bien valía la pena si ello implica golpear severamente al Kremlin.
Sin embargo, hacia 1994 Afganistán había derivado en un virtual reguero de bandas y “señores de la guerra” enfrentados por hacerse del poder, mientras otros “apuros” llegaban a la mesa de la Oficina Oval. El influyente consorcio energético estadounidense UNOCAL, uno de cuyos asesores principales era el afgano-norteamericano Zalmay Khalilzad, ligado estrechamente a la CIA y a la Casa Blanca, demandaba la “estabilización” en Afganistán para poder atravesar el país con sus tuberías petroleras y de gas camino al Océano Indico.
Y en ese contexto, los talibanes, extremistas formados mayoritariamente en las madrasas paquistaníes y fieles amigos de Osama Bin Laden y Al Qaeda, resultaron los escogidos por Washington para la ingente tarea de la “reunificación”. Con fuerza y poder bélico inusitados, los “jóvenes estudiantes” ocuparon de inmediato grandes extensiones afganas, bajo los ojos alegres de los Estados Unidos y sus aliados, solo que tres años después la tarea no había sido cumplida, y la UNOCAL volvía a la carga con sus insatisfacciones. Así, el intento oficial gringo de pretender una autoridad nacional de “coalición” como nueva opción para Afganistán indispuso sobremanera a Osama Bin Laden y los talibanes, que resolvieron morder la mano de sus viejos postores.
Lo demás es sabido: los atentados del 11 de septiembre de 2001, la invasión “antiterrorista” en Afganistán y en buena parte del Oriente Medio y Asia Central, la saga que presumiblemente terminó con la vida del líder de Al Qaeda y dejó intacta la posibilidad de “seguir colaborando” mano a mano con esa entidad y sus ramales en Irak, Libia y Siria, y de promover otras agrupaciones extremistas regionales, como el brutal Estado Islámico…
Irse… pero quedarse
Durante dos decenios las tropas norteamericanas y de sus aliados han estado “haciendo su trabajo” en Afganistán (once años más que los “agresores” soviéticos), y cuando aparentemente comienzan su retiro, el país sigue tan revuelto, trozado e inestable como lo estaba a fines del pasado siglo. Se dice que en ese tiempo más de 100 mil nacionales perdieron la vida y la economía retrocedió sensiblemente. Mientras, un rosario de violencia ocupa el lugar de lo que debió ser paz y progreso.
El egocéntrico Donald Trump, que prometió en su campaña poner fin a la “guerras absurdas” de los Estados Unidos por el mundo, tardó sus cuatro años de mandato para finalmente llamar a los talibanes, sin previa consulta con las autoridades de Kabul, con vistas a negociar su retiro unilateral, en un gesto que no pocos identifican con la idea de que todo le será permitido a los antaño preferidos de la Casa Blanca, que de inmediato se han dado a la tarea de atacar capitales regionales, ocupar provincias enteras, y ponérsela bien difícil a los poderes oficiales.
Y no son vanas disquisiciones. Resulta que en estas semanas, y en declaraciones a la página web canadiense Global Research, el señor Lawrence Wilkerson, exjefe de personal del secretario de Estado entre 2001 y 2005, el general Colin Powell, estableció claramente que lo que viene dándose en Afganistán con la pretendida retirada militar norteamericana es solo un cambio en la dirección de la guerra, que ahora apuntará “hacia China, Rusia, Paquistán, Irán, Siria, Irak y el Kurdistán”. Es, precisó, una porfía por el crudo, el agua y la energía en general. Por tanto, la presencia de Estados Unidos en Afganistán va a crecer…no va a disminuir”. Una conclusión nada alejada de las aseveraciones del ministro ruso de Defensa, Serguéi Shoigu, quien aseveró que el movimiento de las tropas estadounidenses hasta ahora desplegadas en Afganistán muestra que no se trata de un “acto firme”, sino de un intento de “echar raíces” en la región de Asia Central.
Conocido es que luego del anuncio de la instrumentación del “programa de paz” con los talibanes, funcionarios de Washington han intentado convencer a naciones fronterizas con Afganistán y exrepúblicas soviéticas asiáticas para que permitan la presencia de contingentes militares en sus respectivos territorios. Por su parte, analistas y estudiosos han coincidido en que, si bien la belicista Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y el propio Estados Unidos reconocen el fracaso de su larga intervención militar en suelo afgano, ciertamente no han abandonado sus planes agresivos y expansionistas en un área de enorme importancia geoestratégica para los vapuleados planes hegemonistas de EEUU.
Lo cierto es que tras dos décadas de conflicto, la muerte de decenas de miles de civiles, una destrucción material masiva, y mayores niveles de violencia y narcotráfico, constituyen el único legado de Washington y sus aliados para la triturada población afgana. Y no podemos dejar de reseñar con fuerza que, al decir de medios de prensa internacionales, “la salida de las tropas estadounidenses se produce en momentos en los que el grupo armado talibán está controlando cada vez más territorio, por lo que es lícito barajar la posibilidad de que los fundamentalistas puedan regresar al poder con la ayuda encubierta de la Casa Blanca” y la presencia adicional en el país de los derrotados efectivos del Estado Islámico traídos desde Siria por Washington.