Por Geraldina Colotti, Resumen Latinoamericano, 16 de agosto de 2021.
Samuel Moncada, embajador de Venezuela ante la ONU, denunció ante el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas la persistencia de «una red transnacional del crimen organizado, integrada por mercenarios colombianos y estadounidenses que han perpetrado actos de terrorismo, magnicidio o intento de magnicidio, como en Haití y Venezuela”. Moncada ha vuelto así a destacar una industria de la muerte a gran escala, una máquina internacional de mercenarios, que tienen en Colombia una de las fuentes de mano de obra más abundantes, exportadas en todo el mundo.
Hoy existe un mercado global ligado a la compra de seguridad que alcanza los 400 mil millones de dólares y prospera principalmente en los Estados Unidos, en Israel, Gran Bretaña y los países de la Commonwealth, Francia y países francófonos. Más recientemente, entraron China (donde, sin embargo, las empresas de seguridad privada dependen del Estado) y Rusia.
Las empresas militares y de seguridad privada (EMSP) prevén tres tipos de contratistas: Legítimo combatiente, Civil que sigue a las Fuerzas Armadas o Civil, definidos por el tipo de empresa que los ha contratado. Desde Estados Unidos a Europa, el peso creciente del complejo militar-industrial en la economía capitalista global, sin embargo, crea el llamado efecto de «puertas giratorias»: el entrelazamiento de intervenciones militares y «antiterrorista», guerras comerciales y políticas, relacionadas con la transferencia de roles gerenciales desde las fuerzas armadas a las grandes empresas y cargos públicos, y viceversa. Un híbrido que también se refleja en la opacidad de estas empresas.
Las principales EMSP, dedicadas sobre todo a la protección de la propiedad privada y al entrenamiento de ejércitos en países ocupados, como Irak o Afganistán, son de origen europeo o estadounidense. La mano de obra mercenaria, sin embargo, se contrata en América Latina o en países que han vivido largos conflictos armados, especialmente en el continente africano, porque es más barata.
El primer lugar en el campo de la defensa y la seguridad en América Latina lo ocupa Brasil, donde el sector representa alrededor del 4% del PIB, más o menos igual a 50.000 millones de euros, y emplea a más de 60.000 personas. El gasto militar de Brasil, que ha crecido desde la llegada de Bolsonaro, es también el más alto de la región (unos 30.000 millones de euros), casi tres veces más que el segundo país latinoamericano, Colombia, que gasta alrededor de 11.000 millones de euros.
En América Latina, ya en 2017 las empresas de defensa y seguridad privada superaban las 16.000 y experimentaban un aumento exponencial, empleando a más de 2,4 millones de personas. Un mercado que en Colombia ha crecido un 126% en 10 años, mientras que en Chile ha aumentado un 50% en 5 años. Moncada recuerda que en Colombia había más de 740 empresas de seguridad privada en 2014. En 2018, el mercado valía 11 mil millones de dólares. Para 2024, se espera que alcance los 47 mil millones de dólares.
Hoy, en Colombia, Brasil y México, hay 4 guardias de seguridad privados para un miembro de la policía, y en países como Guatemala u Honduras, la proporción puede ser de 1 a 7. Además, se debe calcular que muchos policías hacen doble trabajo, tanto para el Estado como para las empresas privadas.
Los mercenarios colombianos provienen del excedente de mano de obra capacitada para la interminable guerra civil colombiana. Cada año entre 10 y 15.000 soldados se jubilan, y un gran número de ellos va a alimentar al mercado internacional de mercenarios, ya que su pensión es de 400 dólares al mes, mientras que un contratista puede ganar hasta 200.000 dólares anuales libre de empuestos.
Los mercenarios siempre han existido pero las empresas de seguridad privada comenzaron a extenderse después de la Segunda Guerra Mundial y crecieron durante los procesos de descolonización que tuvieron lugar en las décadas de 1960 y 1970 como herramienta utilizada por las antiguas potencias coloniales para salvaguardar sus intereses.
Después de la caída de la Unión Soviética, las EMSP se han convertido cada vez más en un elemento consustancial de la economía de guerra y de la estrategia de «caos controlado», útil para los procesos de «balcanización» del mundo instaurados por el imperialismo estadounidense y su aliados.
La globalización capitalista ha brindado la oportunidad a muchos gobiernos neoliberales de privatizar cada vez más tanto la industria del control y el orden público en el país como las intervenciones militares en el exterior, en guerras por procuración que evitan a los gobiernos imperialistas pagar un alto precio en términos de soldados muertos en ataques terrestres, y reacciones de rechazo en la opinión pública como en la guerra de Vietnam.
Las EMSP no necesitan autorización parlamentaria, pueden operar rápidamente en cualquier parte del mundo sin ningún problema burocrático. Los lobbies que apoyan a las EMSP dentro del complejo militar-industrial los presentan como un ahorro para gobiernos y contribuyentes, porque tienen un costo intermitente y brindan servicios a precios más bajos. Erik Price, exjefe de la empresa Blackwater, que trabajó por la CIA y el Departamento de Estado tanto en Afganistán como en Irak, propuso a Trump privatizar la guerra en Afganistán para reducir sus costos a 5 mil millones de dólares anuales en comparación con los 50 que Washington gastó en promedio. La menor inversión militar de Obama en política exterior también ha producido un aumento estelar de contratistas en misiones extranjeras. Una tendencia destinada a crecer incluso en la situación actual en Afganistán.
Hoy, estas empresas ofrecen sus servicios a más de 100 países. Servicios diversificados, que van desde la presencia en teatros de guerra hasta la protección de grandes multinacionales como Shell o Coca Cola, pasando por la gestión de cárceles privadas, por la seguridad de embajadas u ONG, y también la del personal de la ONU. Actividades tradicionalmente realizadas por la policía y el ejército, pero cada vez más subcontratadas porque las EMSP permanecen confinadas a una zona jurídica gris, que impide muchas vergüenzas para los gobiernos neoliberales acostumbrados a la retórica sobre los «derechos humanos» (pero siempre en casa de otros). No faltan ejemplos, solo recordemos el caso de Yair Klein Spearhead Ltd, un exsoldado israelí que aparece en las investigaciones como entrenador de los sicarios del cartel de Medellín de Pablo Escobar y de los paramilitares que entrenarán a los sicarios del AUC colombianas.
La empresa que contrató a los mercenarios por asesinar al presidente de Haití Juvenel Moise – denunció el senador Gustavo Petro – es una de las que proporcionó el software para las elecciones en Colombia, incluidas las consultas para el referéndum sobre los acuerdos de paz, que dio la victoria del No en octubre de 2016. Se trata de CTU Security, registrada como Unidad Antiterrorista Academia Federal LLC, con sede en Doral Beach, Miami, y encabezada por el opositor venezolano Antonio Enmanuel Intriago Valera.
Según investigadores haitianos y colombianos, la seguridad de la CTU contrató a los ex soldados colombianos Duberney Capador y Germán Rivera, quienes luego se encargaron de reclutar al resto de mercenarios. Desde Miami, los abogados de Intriago dijeron que su cliente era «víctima de un plan para tomar el poder en Haití». La empresa fue supuestamente contratada para brindar servicios de seguridad a un proyecto de infraestructura «humanitario» en Haití. Durante el trabajo, se le informaría que la misión había «cambiado de dirección» y que los mercenarios contratados tendrían que acompañar a un juez y personal policial para entregar una orden de arresto al presidente Moise. Los mercenarios contratados en Miami por el autoproclamado presidente interino Juan Guaidó para invadir Venezuela con la operación Gedeon también pertenecían a empresas de seguridad privada estadounidenses.