Por Silvana Melo, Resumen Latinoamericano, 5 de agosto de 2021.
A casi veinte años de la super sopa sojera del derrumbe, el agronegocio propone, una vez más, intervenir en los cuerpos de los niños más frágiles. Y experimentar en la vulnerabilidad extrema de la desnutrición wichí. La creación, desde el Ministerio de Desarrollo Agrario de la provincia de Buenos Aires, de una madalena con sabor a dulce de leche y corazón de trigo y soja, es un salvavidas para la desnutrición de la infancia. Un muffin (en el idioma también colonizado) transgénico, veteado de agroquímicos, testeado en 30 chiquitos wichí salteños. En Santa Victoria Este, donde la infancia está condenada por origen, la agroindustria ensaya su alimento para engorde. Que a la vez es una llave más para producir ganancia con la alimentación no saludable, esta vez a través del estado. En un tiempo sombrío, de hambre y desaliento, el círculo del agronegocio vuelve a 2002, como si nada hubiera sucedido en este extenso camino que se cargó la vida de tantos niños. De pequeñas historias con nombres, caritas y porvenires talados.
Este riñón del capitalismo más feroz ha sido un pauperizador y generador de éxodos, en su ampliación de la frontera agraria para la siembra de commodities exportables. Miles de familias campesinas fueron desterradas y buscaron refugio en los conurbanos de las grandes ciudades. Las villas y asentamientos exhibieron un crecimiento exponencial en dos décadas de transgénesis y divisas aseguradas para un estado que –sin grietas- se sostuvo y se sostiene con la lógica extractiva. La lógica perversa de un sistema productivo que afecta la salud de la gente, que excluye y vulnera.
Los niños wichí se mueren cada verano de a racimos por desnutrición y deshidratación. El agronegocio los dejó sin el monte –el Chaco salteño es la zona más desmontada del país-, los desnudó frente a un mundo que no es el propio, les quitó la farmacia y el almacén (1), los dejó sin aguadas y los confinó a los terrenos más yermos cuando fueron los propietarios de una tierra sin mal. Su cultura no fue de acopio, sino de caza y recolección. Sin el habitat que les arrancaron, la supervivencia es una quimera. Lo más cercano a la salud es un hospital donde nadie habla su lengua. Y donde no se comprende la estrategia sanitaria que bajaba de los árboles y tejían los espíritus.
En Santa Victoria Este “las estadísticas relevadas indicaron una tasa de mortalidad infantil de 17,19 por mil y de menores de 5 años llega al 31,94 por mil, con los niños y las niñas indígenas como principales afectados”, dice la Agencia Tierra Viva.
Los niños no comen y beben agua mala. Se mueren al año de vida, a los dos años, brotecitos apenas de una planta que no crecerá. Hojitas al viento.
El gobierno de Salta los ofrece y los dispone para testear el nuevo juguete alimentario del agronegocio: un muffin super proteico –así lo publicitan los voceros mediáticos- con trigo y soja. Y un regreso al 2002, cuando el reparto de la leguminosa en los comedores populares creó una generación de niños pobres con graves problemas hormonales y de nutrición. Más allá del contenido fatal de agrotóxicos, parte del paquete tecnológico que había introducido Monsanto seis años antes en el país. Con la firma a ciegas de Felipe Solá (2).
El problema nutricional de los niños argentinos no se soluciona con soja. Ni con los delirios de Abel Albino en Salta. Sino con una alimentación saludable y variada, con acceso a las frutas y verduras sin veneno, a distancia del ultraprocesamiento industrial. Los ingredientes cambian: en el lugar de la soja, soberanía alimentaria.
Cuando la presidencia de Eduardo Duhalde, jaqueada por el poder de la agroindustria y una situación social dramática con una pobreza que superaba largamente el 60%, lanzó la soja solidaria, las consecuencias de disponerla en el centro de la alimentación no eran todavía públicas. Sin embargo la Sociedad Argentina de Pediatría (SAP) consideró que no debían consumirla los niños de entre 2 y 5 años porque “generaba alteraciones hormonales”.
El médico entrerriano Darío Gianfelici, en su consultorio del gran Paraná, observó una mudanza en el perfil sanitario de sus pacientes, coincidente con la profusión sojera en los comedores, como respuesta a la pauperización explosiva. “Noté problemas en los nacimientos, cáncer en personas de menos de 40 años, esterilidad, labio leporino, malformaciones”. Y no sólo: “en los primeros años, cuando los productores llevaban soja a los comedores escolares, la cantidad de hormonas hacía que los nenes tuvieran desarrollo mamario y las nenas comenzaran a menstruar aceleradamente”. En 2003 estaba asistiendo a las consecuencias del plan “soja solidaria”, que alimentaba a los pobres creados por la perversidad sistémica con una experimentación transgénica de resultados inciertos.
Luis Sabini escribió en enero de 2003: “el 99% de la soja que se produce en el país se exporta. Justamente porque no está incorporada socialmente a la dieta nacional. Una mitad aproximadamente va a los mercados de consumo del este y sudeste asiático, para humanos. Otra mitad va primordialmente a Europa, como forraje. La soja que se ofrece a los indigentes y pobres del país es la más barata. Es la forrajera. La que se exporta para cerdos y vacas europeas. Esa soja puede contener legalmente, hasta cien veces más restos agroquímicos que la destinada al consumo humano”. Gianfelici y Sabini formaban parte de las voces solitarias de esos tiempos.
“Son datos oficiales en Argentina que el 99,86 % de la soja que se produce en el país es transgénica y fumigada con agrotóxicos, principalmente con glifosato”, dice la organización Naturaleza de Derechos. Y es contundente: “en los 49 controles realizados por el SENASA, entre los años 2017 y 2019, sobre residuos de agrotóxicos en los cultivos de soja, se detectaron 5 principios activos (2.4‑D, Glifosato, Pirimifos-metil, Malation, Ditiocabamatos). El 60 % de las sustancias peligrosas encontradas son posibles o probables agentes cancerígenos, el 80 % alteradores hormonales y el 40 % afectan el sistema nervioso”.
Casi veinte años después, resolviendo el círculo fatal del agronegocio como meta-poder en el corazón del estado, regresa la experimentación sojera con el hambre de la infancia confinada, expulsada de los brillos del sistema. Con treinta niños wichí que, se habrá considerado, poco tenían que perder.
Y es política pública, es decisión estatal. Desde la oficina de dios en la mismísima provincia de Buenos Aires.
Fuente: Pelota de trapo