Por Claudia Rafael, Resumen Latinoamericano, 29 de septiembre de 2021.
Sin agua para tomar, para pescar, para mariscar. Sin agua para cocinar, para alimentar a sus animales. Así viven desde hace décadas los pueblos originarios del norte. Despojados de la tierra y del agua, salieron otra vez a las rutas a clamar por lo que, por derecho ancestral les pertenece. Expulsados de su lugar por la campaña al desierto verde primero. Arrinconados después por la deforestación más cruenta que se acentuó impiadosamente durante los últimos 25 años. Se los privó no sólo de la tierra y del agua como elementos concretos para subsistir sino de su modo mismo de ejercer la vida. Se les quitó el bosque, se privatizaron sus ríos. Se les talaron sus árboles. Y se acerca el verano nuevamente como una espada que cae sobre sus niñas y niños que se envenenan por el agua contaminada o se deshidratan y mueren de a racimos.
Hay agua potable en Pampa del Indio –cuentan desde el Chaco profundo los referentes qom. “Pero en la comunidad no tenemos acceso. Nos lo prohíben. Sabemos que hay agua potable en Campo Medina, en Pampa Chica, pero cuando reclamamos nos responden que es privado. Y nosotros sabemos bien que es una obra pública ejecutada siete u ocho años atrás”.
Es aquello que está ahí. Al alcance de la mano pero vedado por imposición de las leyes de los que sostienen los hilos del poder.
“Se espera la lluvia pero la lluvia no llega. Algunos hicieron aljibes. Y cuando aprieta el calor, todo se pone más complicado. Los que están cerca de algún riacho, guardan y usan sólo para lo más imprescindible. Cuando un terrateniente de los grandes solicita el agua, en el día la tienen. No sólo para su consumo sino también para sus animales. A nosotros nos dicen que está el camión roto, que falta combustible, que es mucho el gasto”, cuenta Fabián, referente qom, desde el norte mismo de esa Chaco entrampada en la historia de olvido y exclusión.
“Hay que sacar agua del pozo pero es salada. Y nuestros niños se enferman, están desnutridos, se descomponen. Y por eso, cuando llueve, juntamos agua en los bidones y en los tanques. Hay gente que tiene aljibe y nos convidan pero a mí me da vergüenza ir a pedir agua. Entonces la cuidamos mucho. Se usa apenas”. Palabras que podrían haber sido hoy, ayer, mañana. Pero fueron pronunciadas por un joven llamado Yael 10 años y seis meses atrás en el acampe qom en la porteñísima avenida 9 de Julio.
“No tenemos red de agua. Antes nos la traían en tanques cisternas pero ya no. Ni siquiera del Parque Nacional nos dan. Nos la niegan… ¿Que cómo la juntamos? El que puede, tiene aljibe. El resto, junta en bidones. O se saca en baldes de los esteros”, decía a esta agencia un referente qom, una década atrás, desde Formosa.
“Nos falta el alimento. Nos faltan casas. Nos falta agua. Nos falta justicia. Vivimos así porque los políticos no están con nosotros. Somos los olvidados. Hace muy poco el gobernador Capitanich inauguró el hospital. Pero no hay personal en el Impenetrable. No hay médicos en nuestros pueblos. No hay ambulancia. No hay comida para los enfermos. Cada año se mueren nuestros hermanos. Acá no tenemos tampoco trabajo. Yo hago changas. No un trabajo de todos los días. Es un día sí, otro no”, contaba en 2013 desde Chaco el carashe Edilberto Pérez a APe en una pintura estruendosa de este presente.
En el verano caliente del Chaco salteño, murieron durante 2020 una veintena de niñas y niños wichis por enfermedades hermanadas al hambre y al consumo de agua contaminada. En tiempos de covid en los que sólo se habló de covid pero no de esas muertes evitables.
Un círculo inagotable de abandono y despojo sostenido. Que arrancó cuando en aquella poco recordada campaña al desierto verde el poder político central usurpó a los pueblos originarios del Norte de su lugar en el mundo. Decía Julio Argentino Roca a mediados de la década de 1880: “Llevada felizmente a término la ocupación militar de La Pampa y la Patagonia en toda su extensión y extirpada la barbarie que esterilizaba a aquellos vastos territorios adonde hoy acuden los pobladores civilizados y las especulaciones del comercio y de la industria, engrandeciendo la Nación, ha llegado el momento de abrir operaciones decisivas sobre los también extensos y ricos territorios del Chaco”. Todos eufemismos crueles para las matanzas masivas, el trabajo esclavo, la política de torturas sistemáticas sostenidas desde el estado nacional entre 1884 y 1917.
Pero en ese siglo transcurrido entre el final formal de la campaña al desierto verde liderada por el coronel Enrique Rostagno y este presente, la sucesión de conflictos por la tierra y el agua forjaron el triunfo sistémico del agronegocio. Concibiendo a la tierra no ya como un espacio para la vida, en el respeto de las propias prácticas culturales e identitarias sino como un espacio para la producción y la generación de ganancias. Un triunfo asociado necesariamente a la deforestación y a la desertificación que no cesa. Y a la condena de privar de agua y de suelo a quienes ancestralmente supieron vivir entre los bosques y junto a los ríos en una hermandad arrasada por decisión medular del estado en connivencia con los dueños del capital.
Un informe del Cels de febrero de este año da cuenta de cómo la pandemia afectó aún más a las poblaciones ya vulneradas en sus vidas cotidianas. “La falta de acceso al agua potable que afecta a muchas comunidades, y que es un reclamo histórico y persistente en el NEA y en el NOA, provocó problemas serios de subsistencia, debido a la postergación de las obras y la ausencia de alternativas para el acceso (…) La comunidad wichí de Pocitos, en Formosa, reclama desde 2015 mejoras para el acceso al agua potable. En noviembre de 2020 se organizaron para exigir respuestas ante la falta de agua para lavarse las manos y preparar sus alimentos, y la insuficiente cantidad de piletones que comparten con sus animales. La respuesta estatal fue una violenta represión a la protesta, la detención de integrantes de la comunidad y su criminalización con distintas figuras penales”. También “la comunidad Cueva del Inca en Tucumán sigue sin poder acceder al agua potable y tampoco tiene luz por una medida judicial de no innovar que favorece el reclamo de un interés privado. Estas condiciones se sostuvieron a pesar de la pandemia”.
En julio pasado, la provincia de Chaco anunció la suscripción de un acuerdo con la empresa Feng Tian Food para la puesta en marcha de tres complejos productivos porcinos para exportación. Se trataría de 12.000 cerdos por cada complejo para los que se necesitarán miles de hectáreas de soja y maiz. “Para producir un kilo de soya se necesitan al menos 2.100 litros de agua y uno de cerdo, 5.900 litros”, se referencia en el libro 10 mitos y verdades sobre las megafactorías de cerdos.
La doctora en Ciencias Sociales Mariana Schmidt, especializada en el análisis de políticas de Ordenamiento Territorial, conservación de la naturaleza y gestión de cuencas hídricas en el norte argentino, explicó al sitio ambientalista Mongabay que “el avance de la deforestación genera numerosas afectaciones y consecuencias ambientales y sociales. La desertificación, la salinización de los suelos, la pérdida de biodiversidad, así como las inundaciones y sequías son cada vez más recurrentes en la zona, como resultado del avance de la frontera agroindustrial que se instaló en los territorios en las últimas décadas”.
Los qom en el Norte chaqueño siguen rogando por la lluvia como una esperanza que casi nunca hace pie en su tierra. Y mientras tanto, reclaman que las cañerías que los circundan deriven agua potable para sus familias.
Agua que se les sigue negando como un karma del despojo mientras se habilita el agua buena para la alimentación porcina, el riego de las plantaciones y el abono de los bolsillos de los dueños de la vida y de la muerte.