Resumen Latinoamericano, 3 de octubre de 2021.
Se han cumplido cinco años desde la firma de los acuerdos de paz entre el Estado colombiano y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP), en La Habana (Cuba), tras cuatro años de negociaciones.
A pesar de que este acuerdo se firmó solamente con la que para entonces era la más grande de las organizaciones guerrilleras, el discurso gubernamental y mediático lo hizo parecer como el fin de la guerra en Colombia y comenzó a hablar de una nueva era de «posconflicto», como si con esa firma se hubiera puesto fin al conflicto social y armado en Colombia.
Pero después de media década, estos acuerdos repiten la tragedia histórica que ya vivieron otros similares en la historia de Colombia, a los cuales siempre prosiguió un exterminio de las fuerzas desmovilizadas y el incumplimiento por parte del Estado.
En el siglo XX, un caso emblemático fue el de los acuerdos entre el gobierno de Gustavo Rojas Pinilla y las guerrillas liberales en 1953, al que siguió la persecución y el exterminio de ex guerrilleros.
Incluso las propias FARC-EP tenían ya en su historia un intento fallido cuando en 1984 firmaron unos acuerdos con el ex presidente Belisario Betancur, que dieron origen a la Unión Patriótica en 1985, organización que de inmediato comenzó a ser víctima de un exterminio sistemático de su militancia, es decir, de un genocidio político cuyo saldo es de más de 6 mil militantes asesinados y asesinadas.
Más allá de las críticas que se puedan hacer al contenido mismo de los acuerdos, las expectativas de que se respetara la vida de ex combatientes y se les abrieran alternativas de subsistencia económica, que cesaran las erradicaciones forzadas y se impusiera la sustitución voluntaria de cultivos, así como otras reivindicaciones sociales que formaron parte del texto suscrito, hoy vuelven a lucir como una utopía.
Sin duda, la intensidad de los combates en muchas zonas rurales disminuyó los primeros años luego de la firma y eso contribuyó a la percepción de un avance hacia la tranquilidad, pero poco a poco también esa calma fue desvaneciéndose cuando los grupos paramilitares, apoyados directa o indirectamente por las fuerzas militares, fueron copando gran parte de los espacios que abandonó la organización insurgente.
Ya el propio gobierno de Juan Manuel Santos ralentizó el cumplimiento de los acuerdos y la campaña uribista para desaprobarlos resultó ganadora en el plebiscito realizado poco después de firmarlos. La convocatoria de esa consulta fue un gran error político del entonces presidente Santos, que el uribismo supo aprovechar muy bien y le permitió empezar la campaña electoral desde temprano para terminar alzándose con la presidencia del país.
Continúan las erradicaciones forzadas, las fumigaciones, las masacres, las desapariciones forzadas, el desplazamiento también forzado, la criminalización de las familias campesinas pobres que se ven obligadas a sembrar coca por culpa del abandono estatal que les cierra todas las alternativas. Mientras, la construcción de vialidad agrícola y los subsidios, créditos y asesoría técnica nunca llegaron o desaparecieron, y las comunidades agrícolas de Colombia sobreviven en muy precarias condiciones a merced de los grandes carteles del narcotráfico y en medio de la guerra.
Esta semana la Organización de las Naciones Unidas (ONU) reconoció que 292 ex combatientes de las FARC-EP que firmaron los acuerdos de paz han sido asesinados desde el 2016. Solo este año la organización no gubernamental Indepaz contabiliza hasta hoy 37 firmantes asesinados y asesinadas. A esta terrible cifra hay que sumar la de sus familiares también asesinados en razón de su vínculo.
El incumplimiento de estos acuerdos, la lentitud en los escasos logros alcanzados y el genocidio de ex combatientes ratifican que la oligarquía colombiana nunca ha apostado a la paz, sino a la pacificación de Colombia.
Pero a pesar de ese fracaso, la observancia de éstos continúa en el reclamo popular y ha sido, por ejemplo, una de las exigencias reiteradas por diversas organizaciones sociales que se sumaron al Paro Nacional.
Por esa misma razón forma parte de la agenda de los pre candidatos y candidatas progresistas de quienes se espera ejecuten lo establecido en dicho documento que Juan Manuel Santos firmó a nombre del Estado colombiano, y se retomen también los diálogos que el gobierno uribista suspendió con el Ejército de Liberación Nacional (ELN), actualmente la organización guerrillera más grande de Colombia.
A solo nueve meses para entregar la presidencia, no hay ya expectativa razonable de que el gobierno ultraderechista de Iván Duque cumpla los acuerdos de La Habana o que tan siquiera detenga el genocidio de ex combatientes en el que la participación directa e indirecta de las instituciones del Estado ha sido denunciada reiteradamente.
Habría que sumar, a la situación ya descrita, la judicialización, las operaciones de entrampamiento y los falsos positivos que continúan avanzando en contra de quienes alguna vez se arriesgaron a confiar en las ofertas del Estado.