Marcelo Musante /Resumen Latinoamericano, 28 de octubre de 2021
Mientras se debate públicamente la prórroga de la ley que prohíbe los desalojos indígenas de sus territorios, los principales medios se esfuerzan por instalar el miedo al “terrorismo mapuche” y advierten del “peligro de perder la Patagonia”. El periodismo estigmatiza y el Estado adquiere legitimidad para reprimir. En silencio, los sectores empresarios se frotan las manos y esperan la resolución del “problema indígena” para apropiarse los territorios en disputa.
“Mapuchismo”. Una contracción de las palabras mapuche y terrorismo. Así titula un medio uno de los tantos artículos periodísticos de los últimos días sobre los conflictos territoriales en la Patagonia. Un ejercicio similar al que se hizo con el término “Infectadura” durante los peores momentos de la pandemia por COVID 19. Desde hace semanas, canales de TV, radios y portales de internet hablan de “terrorismo mapuche”, del “peligro de perder la Patagonia” y aseguran que “los mapuches no son argentinos”. Incluso en medios que promueven un abordaje más serio y habilitan las voces de referentes indígenas, por ejemplo, se cuelan volantas que condicionan la discusión. En la introducción a las entrevistas hablan de “conflicto mapuche” o “violencia mapuche” y recrean la misma lógica de siglos anteriores, cuando los discursos estatales definían que había un “problema indígena” que debía resolverse. Una frase que encierra en sí mismo la construcción de un otro negativo, de un otro distinto. Un nosotros y un ellos. Un problema que debe resolverse por las buenas o por las malas, como finalmente se hizo.
Algunos portales publicaron esta semana hasta cinco notas diarias sobre el tema. Desde esas mismas páginas retroalimentan la necesidad y urgencia de resolver las consecuencias de un incendio que -¡spoiler alert!- ninguna comunidad mapuche ni organización social se adjudicó. Y no sólo eso, sino que las organizaciones indígenas de la zona reclamaron que se investigue.
Las consecuencias de las construcciones mediáticas estigmatizantes en los territorios ya son conocidas. Son fórmulas que habilitan la represión institucional en la que medios de comunicación y fuerzas de seguridad construyen un movimiento de violencia en espiral ascendente.
Las ideas de “conflicto mapuche” o “violencia mapuche” encierran en sí mismas la construcción de un un problema que debe resolverse: por las buenas o por las malas.
En los días previos a la masacre de Napalpí, en el marco de una protesta indígena que se estaba llevando en la reducción, la prensa local y nacional advirtió sobre “los riesgos de malón”, las “tropelías de los indios” y “los campos que se incendian”. También publicaron cartas de terratenientes y de la Sociedad Rural local en las que le pedían al Estado que ponga fin (léase: reprima) a las demandas. Finalmente, la mañana del 19 de julio de 1924, la policía territoriana y la Gendarmería de Línea ‑con un avión que disparó desde el aire- reprimieron a las familias qom y moqoit que estaban allí reunidas. La persecución de las fuerzas de seguridad sobre hombres, mujeres, niñas y niños sobrevivientes duró varios días. Hoy hay una sentencia civil que define a la masacre como crimen de lesa humanidad y se está por llevar a cabo un juicio por la verdad que la enmarque en un proceso más amplio de genocidio.
En octubre de 1947, La Prensa, La Nación, y Clarín, entre otros, titularon sobre los “peligros del malón” y “levantamientos armados” de las comunidades indígenas en la zona de Las Lomitas, Formosa. En realidad, decenas de familias pilagá se habían congregado desde hacía varios días desde diferentes lugares para un encuentro religioso. La Gendarmería Nacional reprimió, persiguió durante más de veinte días a lxs sobrevivientes: violaron mujeres y quemaron personas en fosas comunes. Igual que en Napalpí. Pasó a la historia como la Masacre de La Bomba. También una sentencia en un juicio civil la definió como crimen de lesa humanidad y la conceptualiza dentro de un marco de genocidio.
Más acá en la historia, los mismos discursos promovieron la represión de Gendarmería en el Lof en Resistencia de Cushamen el 1 de agosto de 2017, que terminó con la desaparición y muerte de Santiago Maldonado, y el operativo conjunto de la Policía Federal, Gendarmería Nacional, la Policía de Seguridad Aeroportuaria, la Policía de Río Negro y la Prefectura Naval, en la comunidad Lafken Winkul Mapu en la zona del Lago Mascardi, el 25 de noviembre de 2017, donde fue asesinado Rafael Nahuel. Discursos que durante ese año fueron muy similares a los de ahora y que finalizó con un “informe” del ministerio de Seguridad de la Nación que sólo estaba compuesto por recortes periodísticos.
Antes de la masacre de Napalpí la prensa advirtió sobre “los riesgos de malón” y las “tropelías de los indios”. Policías y gendarmes reprimieron a las familias qom y moqoit mientras un avión disparaba desde el aire.
Lugares que se incendian, levantamientos de “indígenas armados”: 1924, 1947, 2017, 2021, sólo por mencionar algunas fechas. Podríamos enumerar muchas otras.
Los medios estigmatizan y el Estado es habilitado para reprimir. Adquiere legitimidad a partir de esas voces que vociferan. Las notas que leemos y escuchamos, los títulos altisonantes y los contenidos vacíos promueven la represión al amparo, a veces silencioso, a veces no tanto, de sectores empresarios que esperan la resolución del “problema indígena” para acceder a los territorios en disputa.
Otra de las características sobre estas construcciones discursivas es el fomento de formas de violencia de baja intensidad. Violencias cotidianas sobre las familias y comunidades, como el caso de las operaciones de grupos parapoliciales contra personas del Movimiento de Campesinos de Santiago del Estero (MOCASE), la organización de grupos de impronta racista como el autodenominado “Fuerza Criolla” que amenaza a dirigentes qom y wichí en Mirafores, Chaco, y las frases discriminatorias de “indios infectados” utilizadas durante la pandemia en el Barrio Toba, de Resistencia, que terminó con la policía chaqueña entrando violentamente a golpear a familias qom.
Los medios estigmatizan y habilitan al Estado a reprimir. Los sectores empresarios esperan la resolución del “problema indígena” para acceder a los territorios en disputa.
Algo que no sucede con otros grupos sociales y sí con los pueblos indígenas es que la mayoría de las notas circulan acrítica y masivamente a pesar de estar sostenidas en la inverosimilitud. Pueden afirmar cualquier cosa sin necesidad de justificación.
“Indios al ataque”
El programa de Jorge Lanata tituló “Indios al ataque”. La publicidad circuló durante todo el domingo en redes sociales y finalmente el informe, de apenas 10 minutos, no mostró nada. O en realidad sí: a personas mapuche negando el incendio del Club Andino Piltriquitrón y el cordón policial bloqueando el acceso a la comunidad Quemquemtreu de Cuesta del Ternero. La presentación de la nota también apuntó a generar una alarma inexistente diciendo “que los mapuches tenían sitiada la ciudad”.
Una nota de Infobae decía que “de acuerdo a datos oficiales (!), el matrimonio fue maniatado en el interior de la vivienda. ´Somos mapuches´, les anunciaron los atacantes”. ¿Qué datos oficiales? ¿Cuál es la fuente? ¿Personas que ingresan encapuchadas diciendo “somos mapuches”?
Lanata habló de “Indios al ataque”. Pero el informe de 10 minutos no mostró nada. O en realidad sí: a personas mapuche negando el incendio del Club Andino Piltriquitrón.
Al mismo tiempo, la cobertura mediática se llena de opinólogos y opinólogas. Todos parecen estar habilitados para opinar y hacer referencias históricas. Periodistas reconocidos que realizan editoriales con un total desconocimiento del tema pero con un profundo punto de partida ideológico: la extrañeza que le producen esos otros indígenas. Y, con algunas excepciones, quienes hablan casi nunca son voces indígenas. ¿No están en condiciones de igualdad? ¿No son pares? Sí pueden hablar Mario Mactas o Luis Novaresio pero no dirigentes mapuches que se encuentran en los territorios.
Mientras tanto, dirigentes como Patricia Bulrrich organizan foros como el Consenso Bariloche “contra la violencia extrema”, del que también participó la gobernadora de Río Negro Arabela Carreras. Miguel Ángel Pichetto reivindica públicamente a Julio Argentino Roca y las campañas militares que terminó con miles y miles de indígenas asesinados y trasladados a campos de concentración. Sergio Berni, desde el oficialismo, circula por los canales de televisión pidiendo represión y empresarios mediáticos con intereses inmobiliarios en la zona, como Marcelo Tinelli, piden “proteger a la Patagonia de los vándalos”. Son voces que se suman complementarias a un cóctel coral de violencia discursivas
El límite es la tierra
Todo esto sucede en el marco de la necesidad de prórroga de la Ley 26.160 de Relevamiento Territorial. Una ley que prohíbe los desalojos indígenas de sus territorios y que caduca en noviembre de este año. En un mes. ¿Casualidad o necesidad empresarial y estatal sobre los territorios para proyectos turísticos, de monocultivos, de explotación de recursos naturales? Ya aparecieron voces en los medios de comunicación pidiendo que no se prorrogue.
Los periodistas opinan con total desconocimiento del tema desde un punto de partida ideológico: la extrañeza que le producen los indígenas. Y quienes hablan casi nunca son voces indígenas.
La ley lleva 15 años y no fue una panacea. Durante todo este tiempo nuestro país figura entre los 10 con mayor pérdida de bosque nativos. Particularmente en la región chaqueña. En Chaco y Formosa faltan relevar altos porcentajes de las tierras. Neuquén, Río Negro y Salta tampoco los terminaron. Eso significa que no hubo voluntad política ni presupuesto para realizarlos. Muchas provincias tardaron años en firmar el acuerdo para aplicar la ley y mientras tanto los desalojos o las constantes amenazas no frenaron.
No es nada nuevo decir que el Estado argentino en sus múltiples instancias, nacional, provincial y municipal, sigue sin tener políticas interculturales concretas, efectivas y, sobre todo, que incluya la participación indígena. Más aún cuando tiene que ver con la propiedad de la tierra.
Las comunidades fueron corridas, primero por las diversas campañas militares y luego por el avance de la frontera agropecuaria, hacia zonas marginales. En Salta, por ejemplo, en lugares sin agua donde niños y niñas toman agua en bidones de Glifosato. Cada tanto, cuando los medios lo necesitan, las muertes por desnutrición se hacen tapa y luego desaparecen. Se invisibilizan.
La discusión se da en el marco de la necesidad de prórroga de la ley que prohíbe desalojos indígenas de sus territorios. ¿Casualidad o necesidad empresarial y estatal?
Muchos de los conflictos por territorios, como en Misiones y Formosa, fueron porque universidades nacionales ocuparon tierras asignadas a las comunidades indígenas. ¿Qué pasaría o qué pasa cuando sucede al revés en tierras privadas?
Los títulos que se otorgan son precarios y aún no se habilitó una discusión pública por una ley de propiedad comunitaria indígena que es un reclamo histórico de muchas organizaciones. La precariedad de las titularizaciones implica violencias constantes en los territorios. Por eso es fundamental la profundización de un relevamiento territorial con participación indígena.
En los diversos discursos mediáticos de estos días trasciende el temor por la propiedad de la tierra. Lo que subyace es lo opuesto a lo que se titula. Es marcar, estigmatizar, señalar, definir como enemigo para poder reprimir y continuar privatizando los territorios.
FUENTE: Anfibia