Por Carlos Soria Galvarro, Resumen Latinoamericano, 14 de noviembre de 2021.
Es archisabido que en toda sociedad se perfilan diversos sectores, grupos e individualidades que se van diferenciando del resto en virtud a los roles que cumplen en la economía, el nivel de ingresos que ostentan, las oportunidades a las que pueden acceder, así como por diferentes variables que, en última instancia, configuran la pertenencia a una clase social más o menos consciente de sus propios intereses. En ese sentido, resulta ingenuo suponer por ejemplo que “todos” los bolivianos y bolivianas podemos estar siempre unidos y coincidentes en “todo”. Tal homogeneidad no existe en ninguna parte, y menos en países capitalistas, dependientes y atrasados como el nuestro.
En Bolivia, nos guste o no, existen clases y capas sociales, de modo implícito representadas por diferentes partidos, corrientes políticas y organizaciones sociales.
Están los trabajadores asalariados, del área pública y privada, mayoritariamente urbanos; el Cerco de Calamarca (1986), al desbaratar la Marcha por la Vida de los mineros, acabó también con el papel preponderante de éstos en las luchas sociales. Está el inmenso y multiforme contingente de los que han venido en llamarse “indígena-originario-campesinos”, cuyo desempeño en la realidad actual es innegable. Está el sector empresarial, extenso y también multiforme; contiene a grupos patrióticos de emprendedores afincados en el país, y también a la numerosísima pequeña y mediana empresa y, por otra parte, a escasos núcleos que miran al extranjero tanto para resguardar sus fortunas (por lo general de dudosos orígenes) como para concertar nuevos negocios muchas veces como testaferros de empresas transnacionales; son una pequeña minoría oligárquica, pero poseen un inmenso poder económico y político, como lo demostraron en el gobierno “transitorio” de Áñez, al que pusieron a su servicio.
Entremezcladas entre los tres sectores fundamentales antes descritos, pulula una inmensa variedad de capas medias: trabajadores “por cuenta propia”, artesanos, comerciantes, empleados, transportistas, cooperativistas mineros (algunos de los cuales, se dice, usan el estatus del cooperativismo para esconder negocios turbios, especialmente en la comercialización de minerales), y otras. Lo típico de estos sectores es su ambigüedad y su constante oscilación, un permanente cambio de aliados.
Lo dicho hasta aquí, vale la pena recalcarlo, es un mero esquema, sobre una realidad muy dinámica, que se modifica constantemente al son de los cambios sociales, tecnológicos y políticos. Pero, no obstante su simplicidad, podría ayudar al diseño de algo parecido a una estrategia en las actuales circunstancias.
La propuesta pasa cuando menos por dos momentos interconectados: la restauración del bloque social popular averiado por una conducción errática del Gobierno, y el aislamiento de los grupos oligárquicos recalcitrantes, que están queriendo pescar en río revuelto.
No son sin duda tareas fáciles, pero nos parecen indispensables. En tal sentido, las señales a emitir deben ser absolutamente claras y contundentes, no solo en mensajes mediáticos y de redes sociales, también en acciones y medidas concretas que ayuden a recuperar la confianza perdida por parte de indígenas, “gremiales”, transportistas, cooperativistas y otras capas medias hoy confundidas, neutralizadas o en vías de ser arrastradas por los grupos oligárquicos.
Si el Gobierno no recupera la iniciativa política y prosigue indefinidamente a la defensiva, corre el riesgo de convertirse en un “gobierno perseguido por la oposición”. Y esto no significa sugerir un aumento de la represión pura y dura, sino más bien aplicar los cambios, ajustes y pequeños virajes tácticos que fueran necesarios. ¿Será que tienen la suficiente sagacidad para hacerlo?