Por Lautaro Rivara, Resumen Latinoamericano, 24 de noviembre de 2021.
El saldo final de las elecciones chilenas arrojó un 28.9 para Kast, del Frente Social Cristiano; un 25.8 para Gabriel Boric de Apruebo Dignidad. | Foto: El Comercio
“Chile, la alegría ya viene”, el pegajoso estribillo que encabezó la campaña del “No” que puso fin a la dictadura de Pinochet, resuena ahora con un aire de tragicomedia
La mejor carta del neoliberalismo chileno demostró su eficacia en la primera vuelta electoral: no se trata de la candidatura ultraconservadora de José Antonio Kast, sino de la continuidad ‑explicable- de la apatía electoral y la desconfianza institucional de la mayoría de la población.
La participación: el dato más descollante
Con el 100 por ciento de las mesas escrutadas, y con una diferencia electoral que llegó a ser de unos alarmantes seis puntos, el saldo final de las elecciones chilenas arrojó un 28.9 para Kast, del Frente Social Cristiano; un 25.8 para Gabriel Boric de Apruebo Dignidad; y, completando el podio, un sorpresivo tercer lugar para el anodino Franco Parisi del “Partido de la Gente”, con un 12.8.
También fue ratificada la defunción del sistema «bicoalicionista» heredado de la transición democrática condicionada por el pinochetismo: pese a la sobrevida de Piñera tras el estallido de octubre, Sebastián Sichel, su candidato en última instancia, cosechó un magro 12.8 por ciento de los votos; mientras que Yasna Provoste de la Democracia Cristiana, la candidata representativa del concertacionismo remanente, quedó en el quinto lugar con el 11.6 por ciento.
Lejos quedaron Marco Enríquez-Ominami (7,6) y Eduardo Artés (1,5).
Pese al carácter histórico de los comicios, escrutados la totalidad de los votos, la participación electoral apenas alcanzó un tenue 47.3 por ciento de los y las electoras, muy por debajo de la percepción generalizada que se tuvo a lo largo de toda la jornada, que auguraba, quizás, cifras récord.
Los números finales quedaron por debajo del 50.95 registrado en el plebiscito nacional constituyente del año pasado, número que ya de por sí había estado muy por debajo de las expectativas, dado que prometía canalizar el descontento de los cientos de miles de indignados que protagonizaron el estallido social de octubre de 2019 y lo que se dio en llamar “la marcha más grande de Chile”.
Comparando la participación de este domingo con los últimos comicios equivalentes ‑las presidenciales del año 2017- la cifra de participación fue apenas un 0.6 por ciento mayor.
De hecho, desde que la Ley de Inscripción Automática y Voto Voluntario sancionada por el piñerismo en 2012 entró en vigencia, la tradicionalmente alta participación electoral chilena se derrumbó, tendencia que las últimas dos elecciones no lograron revertir.
La ley que eliminó la obligatoriedad del voto demostró así ser el último y más eficaz corset a refundación democrática y postneoliberal del país andino.
En relación con lo anterior formulamos nuestra primera hipótesis: el dato más descollante de la jornada es la permanencia de la baja participación, y no el primer lugar provisorio obtenido por José Antonio Kast.
De hecho, si la abstención fuera un partido, este se habría impuesto holgadamente con el 54 por ciento de los sufragios. De hecho, lo que se produjo fue un trasvasamiento masivo de votos de derecha desde el piñerismo hacia la figura de Kast, los que no lograron ser retenidos por el candidato más lábil e “independiente” de los que disputaron la interna de “Chile Vamos”.
Para ilustrar esto basta remitirse a los números de la primera vuelta del año 2017: Piñera obtuvo allí un 36.64 de los votos, mientras que Kast un 7.93, arrojando una sumatoria de un 44.57. Números similares al 40.76 que se desprende de la sumatoria del actual 28.86 obtenido por Kast y el 12.8 de Sichel.
En el medio y previsiblemente, un cierto margen de votos se pulverizó, siendo absorbidos, presumiblemente, por el telecandidato Franco Parisi, impedido de entrar al país por su negativa a pagar una pensión alimentaria.
Es decir que, incluso en términos generales, el voto orgánico de la derecha se redujo o cuando mucho se mantuvo en este lapso de tiempo, dado que la orientación de los casi 900.000 votos del candidato por excelencia de la antipolítica ‑Parisi- no pueden ser imputados linealmente.
El otro dato de relevancia es que el apoyo cosechado por Boric (25.8) no sobrepasa en demasía los votos obtenidos por la periodista Beatriz Sánchez del Frente Amplio en el 2017 (por ese entonces un sorprendente 20.27).
Si consideramos la integración de la coalición Apruebo Dignidad por parte de sectores independientes y sobre todo del otro gran socio mayoritario, el Partido Comunista ‑que en 2017 había apoyado a Alejandro Guillier por la Nueva Mayoría- debemos suponer que más que un crecimiento exponencial de las izquierdas se produjo una sumatoria más o menos mecánica de los caudales propios del FA y del PC, que llevó a la interna al alcalde de Recoleta Daniel Jadue, sorpresivamente derrotado.
De regreso a octubre: los dos ejes cartesianos de la política chilena
¿Cómo es que el terremoto social, que en 2019 logró movilizar por las Alamedas a 2 millones de personas, no logró convocar ni siquiera a medio millón de nuevos electores en las elecciones llamadas a oficiar de réquiem para el modelo neoliberal?
¿Cómo es que un candidato que se opuso frontalmente al proceso constituyente obtuvo la primera minoría, cuando el “apruebo” fue la opción elegida por cuatro de cada cinco chilenos hace apenas un año? ¿Cómo falló tan rotundamente el mecanismo que conecta el ejercicio de la democracia callejera con los distantes meandros de la democracia representativa y liberal?
A nivel de la política institucional (su balance completo es mucho más profundo y multidimensional), el impacto de octubre parece haber sido doble y contradictorio: mientras que por un lado enterró a parte de los partidos tradicionales, por otro lado no parece haber transformado en un grado profundo la correlación electoral entre las fuerzas izquierdistas y derechistas, entras las ultraneoliberales y las antineoliberales.
Por estas horas, algunos periodistas, asesores de campaña, académicos y analistas intentarán explicar lo sucedido en Chile fetichizando la importancia del marketing electoral y los medios de comunicación, ponderando el uso de más o menos globos, de tal o cual giro semántico, de más o menos TikTok.
O intentarán explicar todo desde un solo clivaje, ideólogico y horizontal: y harán números y más números para deducir cuántos votos de izquierda o centro deberá absorber Boric de Provoste, Ominami y Artés para imponerse en segunda vuelta, o cuantos de derecha de Sichel y Parisi necesitará Kast para hacer lo propio.
Pero ese es sólo uno de los ejes en los que se mueve la política chilena desde la imposición arrasadora del modelo neoliberal, y no es ni siquiera el más relevante, al menos no desde el 2019 a la fecha. El otro clivaje, vertical, es el que tiene ver con la confianza o desconfianza en el sistema de partidos, con la participación o la abulia de la ciudadanía, con la inclusión o la exclusión real o potencial de las demanda populares, con la capacidad o incapacidad de los partidos institucionales ‑incluidos los de izquierda- para canalizar los consensos antineoliberales cocinados a fuego rápido en octubre.
De hecho, en una entrevista reciente, Danial Jadue nos compartía exactamente esa autocrítica: la de una “excesiva institucionalización” que habría alejado a la izquierda “de la base social y por lo tanto de la construcción de poder popular”.
La rebelión popular chilena, en sintonía con las rebeliones simultáneas de países como Ecuador, Colombia o Haití, expresó contenidos y sensibilidades profundamente antineoliberales (el rechazo al lucro en la educación, al sistema de las AFP, al endeudamiento generalizado, a la política represiva de Carabineros, a la privatización del agua, a la violencia patriarcal, a la militarización de los territorios mapuches, etc), pero también formas típicamente neoliberales, en su rechazo a la política institucional en general, y a veces a la política y a los políticos a secas.
Pero esta abulia es consecuencia y no causa, y también ha de explicarse por la participación de las propias izquierdas institucionales chilenas en el marco de los Gobiernos de la Concertación y la Nueva Mayoría, bajo la aplicación, hasta hace dos años casi indiscutida por buena parte del arco político, de la Constitución pinochetista.
Es por eso que Kast y los poderes más concentrados de Chile llegaron a la conclusión de que su mejor carta electoral era el abstencionismo, por lo que sus fiscales y correligionarios intentaron celosamente el cierre de las mesas electorales cumplidas las 18 horas, pese a que la ley lo impide mientras haya ciudadanos con la voluntad de sufragar en los centros de votación.
El plan Boric, el factor Boric
Recordemos que el 15 de noviembre de 2019 se produjo el acuerdo que pretendió canalizar institucionalmente el conflicto de octubre, dando una sobrevida a la agónica presidencia de Piñera, pero obteniendo como contraparte el lanzamiento del proceso constituyente.
Representantes de los tres partidos oficialistas, los partidos de la ex Concertación, y el propio Boric, a título personal y aún con la anuencia de su propio partido, firmaron el entendimiento con Piñera. Ésta fue su gran apuesta, la que puso en juego todo su capital político, y la que finalmente lo catapultó a la presidencia.
El gran debate, en ese momento, era si lo que estaba en curso era un momento “destituyente” o uno “constituyente”. Las opciones, limitadas, eran dos: el salvataje a Piñera en lo inmediato y el compromiso constitucional, o el quemar las naves en la larga guerra de desgaste de la movilización, con el condimento de un grado de organización y cohesión social muy elemental ‑incluso, según algunos analistas, con el riesgo cierto de una intervención militar-.
Este hecho, sumado a su perfil más moderado e institucional, y sobre todo al hecho de no provenir de una militancia comunista, lo hizo un candidato algo más digerible para algunos factores de poder, lo que explica su perceptible defensa de parte de los organizadores de los últimos debates electorales, y también el inesperado triunfo frente al alcalde Daniel Jadue, el candidato favorito de la interna de la coalición, de mayor cercanía con los sectores movilizados e independientes.
Otro hecho que debemos mencionar es el derrotero de la Lista del Pueblo, igualmente elocuente: surgido como un colectivo de candidaturas independientes en el post octubre, llegó a cosechar en las elecciones de mayo unos 27 convencionales constituyentes y casi 1 millón de votos.
Pero este agrupamiento, que pretendió capitalizar el rechazo hacia el sistema político en su conjunto, pronto se vio tensionado entre posiciones más irreductibles y entre quienes propendían hacia un acuerdo con el FA y el PC. Finalmente resultó elegido como candidato el sindicalista del cobre Cristian Cuevas, quien había roto con el PC durante el segundo Gobierno de Michelle Bachelet, entre acusaciones cruzadas de reformismo y personalismo.
Ante el rechazo de algunos miembros de la lista y la fractura del espacio, un nuevo candidato, Diego Ancalao, resultó electo. Pero el espacio murió prematuramente cuando la autoridad electoral detectó graves irregularidades en los patrocinios de la candidatura, por lo que los últimos asambleístas abandonaron el espacio.
El “factor Boric” tiene un doble filo para las esperanzas posneoliberales de Chile: mientras que se trata de un candidato de fluido diálogo con los candidatos de la centroderecha, el centro y los partidos de la ex Concertación (lo que podría implicar un importante trasvasamiento de votos desde estos espacios, en particular del Partido Socialista y la Democracia Cristiana), se trata, por su propio rol en la canalización “por arriba” del estallido, de un candidato que tiene muchas más dificultades para convocar a nuevos electores, y para expresar algo de los amplios consensos (antineoliberales, pero también anti-institucionales) de Octubre.
¿La alegría ya viene?
El gran dilema de las semanas por venir, la gran tensión, será entre la ampliación hacia el costado de la base de sustentación electoral (en particular hacia los 800.000 votos de Provoste, dado que es esperable un tránsito algo más fluido de los 500.000 de Ominami); o entre la ampliación hacia abajo, hacia el “octubre sin candidato”, sujeto nada despreciable si consideramos que la Lista del Pueblo supo obtener 900.000 votos (frente al millón 800 obtenido ahora por Boric) y a que, quizás, algo de este voto visiblemente desencantado haya ido a parar a las arcas de Parisi.
La fórmula ganadora de Kast será por tanto alta abstención+votos de Sichel y algo de Parisi, mientras que la fórmula de Boric resulta paradójica: mientras más se acerque al centro político y a sus votantes, más se alejará de los descontentos y los críticos al sistema de partidos como un todo.
El riesgo, nuevamente, es echar la caña en una pecera de votos convencidos, en medio de un océano de ciudadanos descreídos: no servirá para el balotaje la estrategia que se demostró útil para la interna.
En ese marco, temas convertidos en tabú por la derecha política, tales como las demandas territoriales y plurinacionales del pueblo mapuche, o la situación de los presos políticos de la revuelta, serán de especial sensibilidad, dado que Kast ya definició el eje de una confrontación imaginaria pero efectista contra “terroristas, narcotraficantes, comunistas y delincuentes”.
En una vertiginosa carrera de obstáculos, las fuerzas de izquierda y posneoliberales de Chile deberán intentar en poco menos de un mes la sutura que no pudo realizarse en los últimos dos años entre tres fenómenos independientes y a veces mutuamente recelosos: el tiempo libre y revulsivo, pero también efímero y episódico, del estallido social; el ciclo largo, progresivo y refundacional de la Constituyente; y el tiempo propiamente electoral, condicionado y estrecho, pero igualmente determinante.
De hecho, no deja de resultar sintomático que la referencia a octubre haya sido más frecuente en la campaña de Kast que en la de Boric, en los detractores que en los simpatizantes de la revuelta.
La paradoja está planteada: como ya sucedió en Ecuador, el rechazo radical y multitudinario a las fórmulas neoliberales podría resultar capitalizado por sus exponentes más brutales, una suerte de “outsiders internos”, valga la contradicción.
El pinochetismo recalcitrante, herido de muerte en las calles, podría llegar a La Moneda por el camino más largo, lo que dificultaría en grado sumo la concreción del proceso constituyente y la realización del planificado “plebiscito de salida”.
Una vez más, volvemos a constatar la eficacia electoral de las figuras nítidamente ideológicas y anti-institucionales, en medio de un escenario de clausura del horizonte utópico, perennidad de la crisis y opacidad de horizontes. Candidatos que eran hasta ayer ejemplares pintorescos del bestiario local, son hoy electoralmente competitivos, y todo parece indicar que lo continuarán siendo.
“Chile, la alegría ya viene”, el pegajoso estribillo que encabezó la campaña del “No” que puso fin a la dictadura de Pinochet, resuena ahora con un aire de tragicomedia. Pero octubre no ha terminado todavía, y es en diciembre que dirá su próxima palabra.