Cuba. Pre­si­den­te Díaz-Canel lide­ró home­na­je a los ocho estu­dian­tes de Medi­ci­na (Fotos+videos)

Resu­men Lati­no­ame­ri­cano, 27 de noviem­bre de 2021.

Se con­me­mo­ra el 150 ani­ver­sa­rio del fusi­la­mien­to de ocho alum­nos de medi­ci­na, uno de los peo­res crí­me­nes de la his­to­ria nacional.

El pre­si­den­te de Cuba, Miguel Díaz-Canel, mar­chó este sába­do jun­to a miles de estu­dian­tes para con­me­mo­rar el 150 ani­ver­sa­rio del fusi­la­mien­to de ocho alum­nos de medi­ci­na, uno de los peo­res crí­me­nes de la his­to­ria nacional.

Lue­go de un peque­ño acto de recor­da­ción, los par­ti­ci­pan­tes hicie­ron una pere­gri­na­ción des­de la emble­má­ti­ca esca­li­na­ta de la Uni­ver­si­dad de La Haba­na has­ta el monu­men­to que recuer­da a los alum­nos fusi­la­dos injus­ta­men­te en 1871.

Otras máxi­mas figu­ras del Gobierno, el Par­ti­do Comu­nis­ta, la Unión de Jóve­nes Comu­nis­tas de Cuba (UJC), la Fede­ra­ción de Estu­dian­tes Uni­ver­si­ta­rios (FEU), repre­sen­tan­tes de orga­ni­za­cio­nes de masas y socie­dad civil tam­bién rin­die­ron tributo.

Des­de tem­prano este sába­do 27 de noviem­bre se con­cen­tró el pue­blo cubano para home­na­jear a los ocho estu­dian­tes. Hon­ras que se mul­ti­pli­ca­ron con mar­chas patrió­ti­cas y de reafir­ma­ción revo­lu­cio­na­ria en la capi­tal y otras provincias.

En este acto que da ini­cio a la mar­cha en home­na­je a los ocho estu­dian­tes de Medi­ci­na ase­si­na­dos hace 150 años por el colo­nia­lis­mo espa­ñol, se encuen­tran pre­sen­tes Díaz-Canel Ber­mú­dez, y Aylín Álva­rez, Pri­me­ra Secre­ta­ria del Comi­té Nacio­nal de la Unión de Jóve­nes Comu­nis­tas (UJC).

Tam­bién se encuen­tra pre­sen­te el Dr. Rober­to Mora­les Oje­da, miem­bro del Buró Polí­ti­co y Secre­ta­rio de Orga­ni­za­ción y Polí­ti­ca de Cua­dros del Comi­té Cen­tral del Par­ti­do Comu­nis­ta de Cuba.

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Fusi­la­mien­to de los estu­dian­tes de medi­ci­na: El guar­dián de la inocencia

Por: Yunier Javier Sifon­te Díaz

Gra­cias a Fer­mín Val­dés Domín­guez se con­ser­vó un frag­men­to del muro don­de fusi­la­ron a los estu­dian­tes. Foto: Archivo.

“El sol lucía en el cie­lo cuan­do sacó en sus bra­zos, de la fosa, los hue­sos vene­ra­dos: ¡jamás cesa­rá de caer el sol sobre el subli­me ven­ga­dor sin ira!”

José Mar­tí

Una, dos, tres veces la pala rom­pe la tie­rra húme­da. Es un soni­do común para quie­nes cono­cen los terre­nos de San Anto­nio Chi­qui­to, el lugar fue­ra de los muros del Cemen­te­rio de Colón des­ti­na­do a sepul­tar a los men­di­gos o a los fusi­la­dos. Duran­te años allí han ido a parar los más pobres, los soli­ta­rios, los infa­mes para el régi­men espa­ñol. Allí están los que nadie quiere.

Sin embar­go, aho­ra no hay nin­gún ente­rra­mien­to. Esta vez la pala abre la tie­rra no para ayu­dar al olvi­do, sino para res­ca­tar el recuer­do. Es una bús­que­da, un acto de amor.

De pie hay un hom­bre. Sus ojos están fijos en el sue­lo roto delan­te de él, la boca cerra­da, el cora­zón galo­pan­te. A veces él mis­mo escar­ba con sus manos. Lle­va sobre sí una bata­lla de 16 años, una cau­sa que mar­có su pasa­do y aho­ra no se le va del pre­sen­te; no lo hará tam­po­co en el futu­ro. Le lle­gó cuan­do ape­nas había cum­pli­do la mayo­ría de edad. Más bien se la impu­sie­ron a fuer­za de injus­ti­cia y dolor.

Es 9 de mar­zo de 1887 y Fer­mín Val­dés Domín­guez está a pun­to de sal­dar una deuda.

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En Espa­ña Fer­mín Val­dés (sen­ta­do) se reen­con­tró con Mar­tí. Foto: Archivo.

“Quien ten­ga cora­zón no pue­de olvi­dar nun­ca la tar­de del 27 de noviem­bre”, ha escri­to en un folle­to naci­do en Espa­ña en 1873, solo dos años des­pués del cri­men. Ter­mi­nar­lo le cos­tó revi­vir lamen­tos para con­ver­tir­los en pala­bras. Le valió el pesar de la memo­ria, el peor de todos. Ni siquie­ra eso lo detu­vo. Moja la plu­ma y ali­sa el papel: “los dolo­res inmen­sos no se pue­den pintar”.

Aun así no ha deja­do de inten­tar­lo. En 1872 ya hizo cir­cu­lar en Madrid una hoja para remo­ver las con­cien­cias. “Y bien hicie­ron en sepul­tar­los en la tie­rra sin tér­mino y sin lími­tes —dice — . Solo ella es dig­na de reci­bir cuer­pos que la ener­gía hacía nobles”. Pero los ocho estu­dian­tes siguen per­di­dos en algún sitio de San Anto­nio Chi­qui­to, y él pade­ce el des­tie­rro. Aun la jus­ti­cia no lle­ga has­ta ellos. Fer­mín la bus­ca, escri­be, lucha.

Cada tex­to suyo, cada car­ta, cada recor­te de perió­di­co fue un arma no solo para demos­trar la ino­cen­cia de sus com­pa­ñe­ros fusi­la­dos, sino tam­bién la bru­ta­li­dad de quie­nes pro­pi­cia­ron ese castigo.

Los Volun­ta­rios de La Haba­na —seña­la mien­tras rela­ta la his­to­ria— pero no olvi­da el opor­tu­nis­mo del Gober­na­dor Polí­ti­co de Cuba, la cobar­día de un pro­fe­sor o el temor de quie­nes for­ma­ron dos Con­se­jos de Gue­rra para juz­gar un fal­so acto de pro­fa­na­ción de tumbas.

En Espa­ña con­clu­yó sus estu­dios de medi­ci­na, se reen­con­tró con Mar­tí, par­ti­ci­pó en acti­vi­da­des de las logias masó­ni­cas, habló de polí­ti­ca, pero siem­pre que­da­ba algo imper­tur­ba­ble. La tar­de del 27 de noviem­bre, la incer­ti­dum­bre, el terror, la volun­tad de no dejar morir la his­to­ria de ocho jóve­nes desgraciados.

“Momen­tos fue­ron aque­llos terri­bles para noso­tros; aque­lla gale­ra era nues­tra capi­lla —dice como si otra vez tuvie­ra el mie­do sobre él — . Aque­lla ansie­dad, que no era mayor que la de toda la noche y la de todo el día, duró una hora. Todo indi­ca­ba que iba a con­su­mar­se el cri­men, pues la capi­lla de la cár­cel espe­ra­ba ya a las víc­ti­mas; una com­pa­ñía de Volun­ta­rios la cus­to­dia­ba, y aun no sabía­mos quién había de morir”.

Las imá­ge­nes le lle­gan como pun­za­das. Cuan­do salie­ron hacia el pare­dón Alon­so Álva­rez de la Cam­pa, el niño de 16 años que solo arran­có una flor, iba al fren­te de la comi­ti­va. Estu­vie­ron ape­nas media hora en la capi­lla del pre­si­dio. Se con­fe­sa­ron y escri­bie­ron peque­ñas notas de des­pe­di­da. Fer­mín los ve pasar jun­to a los barro­tes guia­dos hacia la muerte.

De pron­to los tam­bo­res, lue­go el silen­cio. Él no lo sabía, pero afue­ra colo­can a los jóve­nes de dos en dos, con los ojos ven­da­dos, las manos ata­das y de espal­das al pelo­tón de fusi­la­mien­to. “Excep­to dos —con­ta­ría lue­go el jefe del pelo­tón— los demás entra­ron en el cua­dro con bas­tan­te sere­ni­dad”. Pre­pa­ren, apun­ten, ¡fue­go! Cua­tro veces se escu­cha­ron las descargas.

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Monu­men­to ubi­ca­do en el Cemen­te­rio de Colón que recuer­da la fosa anó­ni­ma don­de estu­vie­ron los estu­dian­tes. Foto: Cubarte.

Bajo la tie­rra que Fer­mín mira con devo­ción hay ocho cadá­ve­res, pero toda­vía no apa­re­cen. El día ante­rior exca­va­ron en dos sitios y no los halla­ron. Aho­ra lo hacen en otro, acom­pa­ña­dos por fami­lia­res, ami­gos y médi­cos foren­ses. Mien­tras la pala sigue agran­dan­do el agu­je­ro, Fer­mín otra vez ima­gi­na los momen­tos fina­les y repa­sa las notas de des­pe­di­da de sus compañeros.

“Mamá, papá, Luis, Vic­to­ria, fami­lia, Dona­ta, mis her­ma­nos: adiós” —escri­bió Ángel Labor­de des­de la capi­lla de la pri­sión — . Lue­go solo hay dos ora­cio­nes: “Mue­ro ino­cen­te. Me he confesado”.

El tex­to de Ana­cle­to Ber­mú­dez es lige­ra­men­te más lar­go. Ade­más del adiós, pide a los suyos que se ocu­pen de Lola, su ena­mo­ra­da. Lue­go de otros deta­lles pone su nom­bre y la fecha en el peque­ño papel, se detie­ne y relee todo. Algo le fal­ta. Enton­ces vuel­ve a escri­bir una espe­cie de post­da­ta: “Lola, acuér­da­te de mí, tu Anacleto”.

Fer­mín insis­te en ir más pro­fun­do. Cavar…cavar, como si él mis­mo estu­vie­ra ahon­dan­do en sus memo­rias para revi­vir los días de mise­ria. Tener los res­tos delan­te no será sen­ci­llo. La hume­dad de la tie­rra, el tiem­po trans­cu­rri­do, no serán indul­gen­tes con aque­llos cuer­pos. Los plo­mos espa­ño­les des­tru­ye­ron hue­sos, crá­neos. De la ropa ape­nas que­da­rán giro­nes. Sin embar­go, no hay descanso.

Como si bus­ca­ra ener­gía, otra vez repa­sa en su men­te las últi­mas letras, tan ino­cen­tes como sus due­ños. Como el niño que era, en su des­pe­di­da Alon­so le pide a su madre que lo excu­se “de todo lo malo que te he hecho”, mien­tras Ela­dio hace un rue­go que aho­ra, de pie jun­to al hoyo que con­tie­ne los ocho esque­le­tos, le retum­ba a Fer­mín como un man­da­to: “mira si mi cadá­ver pue­de ser recogido”.

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Los estu­dian­tes sobre­vi­vien­tes tra­ba­ja­ron en las Can­te­ras de San Láza­ro. Foto: Archivo.

Es 12 de mayo de 1872 y más de 30 som­bras arras­tran gri­lle­tes en medio de varias filas de pre­sos. Están allí des­de la mis­ma noche del 27 de noviem­bre de 1871, cuan­do nada más ter­mi­nar la eje­cu­ción de los ocho jóve­nes los Volun­ta­rios lle­ga­ron has­ta la cel­da dis­pues­tos a hacer cum­plir las con­de­nas entre seis meses y seis años de cár­cel que le impu­sie­ron a los sobrevivientes.

Los pri­me­ros 50 días sufrie­ron en las Can­te­ras de San Láza­ro, con la cabe­za rapa­da, gri­lle­tes en las pier­nas y sus nom­bres opa­ca­dos por el núme­ro que lucían en los uni­for­mes de pre­sos. “Tra­ba­jar sin des­can­so —escri­be Fer­mín — , sufrir el palo para sal­var la vida: esta es la vida som­bría de la Can­te­ra”. Los sal­va­ron el recha­zo que des­per­tó la injus­ti­cia en otras nacio­nes, las ges­tio­nes fami­lia­res, los escri­tos en los perió­di­cos, la pre­sión de los Cónsules.

Lue­go de casi dos meses algu­nos van a tra­ba­jar a la Quin­ta de los Moli­nos; otros a los talle­res del pre­si­dio. A ini­cios de mayo lle­gó el indul­to, pero los Volun­ta­rios aun no olvi­da­ban y pro­me­tie­ron arras­trar al pri­me­ro que vie­ran libre. Enton­ces sur­gió el plan del Capi­tán Gene­ral de la Isla: sacar­los de madru­ga­da jun­to a los pre­sos comu­nes para evi­tar sos­pe­chas, lle­var­los al mue­lle y embar­car­los hacia cual­quier lugar fue­ra de Cuba.

La fra­ga­ta Zara­go­za les sir­vió de refu­gio. Solo allí les qui­ta­ron las cade­nas y les devol­vie­ron sus ropas de estu­dian­tes. Des­de allí mira­ron las cos­tas de Cuba y se fue­ron al exi­lio. Fer­mín no vol­ve­ría has­ta cua­tro años después.

Tras el regre­so ejer­ció como médi­co, publi­có sus inves­ti­ga­cio­nes, cola­bo­ró con perió­di­cos, se man­tu­vo vin­cu­la­do a la polí­ti­ca, pero no olvi­dó la reden­ción de los estu­dian­tes. La opor­tu­ni­dad la encon­tró a ini­cios de 1887 cuan­do lle­gó a Cuba Fer­nan­do de Cas­ta­ñón, el hijo del perio­dis­ta espa­ñol ente­rra­do en el Cemen­te­rio de Espa­da y cuya tum­ba fue supues­ta­men­te pro­fa­na­da por los ocho jóvenes.

“No en nom­bre de los que como yo sobre­vi­vi­mos a los suce­sos del 27 de noviem­bre de 1871 —le escri­be Fer­mín al des­cen­dien­te de Gon­za­lo de Cas­ta­ñón — , sino en memo­ria de mis com­pa­ñe­ros muer­tos, ven­go a supli­car­le que ten­ga la bon­dad de dar­me una car­ta en don­de cons­te que ha encon­tra­do Ud. sano el cris­tal y sana la lápi­da que cubre el nicho de su señor padre, des­min­tien­do este hecho el estig­ma de pro­fa­na­do­res que lle­vó a la muer­te a niños inocentes”.

La con­tes­ta­ción del mucha­cho no dejó dudas: el sepul­cro esta­ba intacto.

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Algu­nas de las reli­quias que aun se con­ser­van de los estu­dian­tes. Foto: Alma Máter.

El hoyo ya es tan pro­fun­do que fácil­men­te cabe un hom­bre de pie. Fer­mín lo sabe por­que está den­tro del agu­je­ro, emo­cio­na­do, expec­tan­te. Sien­te el frío de la tie­rra, la hume­dad bajo sus pies, con­tra sus manos. Ya está cer­ca, pero aun no lo sabe. De pron­to, el mila­gro cuan­do ya pocos creían en él.

Los pri­me­ros res­tos apa­re­cen lue­go de exca­var dos metros y medio, una pro­fun­di­dad dema­sia­do extra­ña para ente­rrar unos cuer­pos en aquel lugar. Has­ta en eso toma­ron ven­gan­za los Volun­ta­rios, como si qui­sie­ran que los estu­dian­tes no flo­re­cie­ran jamás.

Son cua­tro esque­le­tos ubi­ca­dos de nor­te a sur. Deba­jo de ellos hay otros cua­tro, esta vez aco­mo­da­dos de sur a nor­te. Hay una mone­da, varios boto­nes, están las 16 sue­las de zapa­tos, algu­nas hebi­llas. Uno de ellos tie­ne cer­ca una de las herra­mien­tas que uti­li­za­ban para sus cla­ses de disec­ción. En otro sobre­sa­le el plo­mo que le qui­tó la vida. Y en medio de todo, un molar, un col­mi­llo, un mechón de pelo que resis­tió el paso del tiempo.

Uno a uno Fer­mín los levan­ta y los colo­ca en una caja de plo­mo. En el lugar no había una cruz, ni otra señal sobre el sepul­cro de los mucha­chos, pero tras des­can­sar en el pan­teón de la fami­lia Álva­rez de la Cam­pa muy pron­to irán a un her­mo­so mau­so­leo. La deu­da está saldada.

Solo enton­ces Fer­mín toma una plu­ma y un peda­zo de papel. Hay tie­rra bajo sus uñas, en sus ropas, el sudor le sala los labios, el can­san­cio ten­sa sus bra­zos. Sin embar­go, no pue­de callar: “De rodi­llas sobre la tum­ba de mis her­ma­nos muer­tos, escri­bo en la tie­rra que los guar­da, este elo­cuen­te epi­ta­fio: ¡Ino­cen­tes!”.

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