Por Pilar Rodríguez Suárez*, Resumen Latinoamericano, 15 de noviembre de 2021.
Voces de todo el mundo abogan por la regulación del delito de ecocidio y su inclusión como delito contra la humanidad en el Estatuto de Roma.
En el año 2010, la abogada ambientalista escocesa Polly Higgins encabezó el proyecto que se presentó en la Comisión de Derecho Internacional de la ONU (CDI) que proponía la regulación del delito de ecocidio y su inclusión como quinto delito contra la humanidad en el Estatuto de Roma, que regula las competencias de la Corte Penal Internacional. No era una novedad que se plantease su incursión en el Estatuto de Roma. Cuando este se aprobó en 1998, ya se sugirió esta posibilidad. Sin embargo, se rechazó al considerarse que era demasiado prematura su regulación.
Tampoco era la primera vez que se pretendía regular este delito. De hecho, ya había países que lo tenían incluido en sus ordenamientos. Fue Vietnam el primer país en regularlo tras los efectos devastadores que tuvo el uso del agente naranja por parte del ejército americano.
En la última década, se han intensificado los debates sobre la necesidad de regular el delito de ecocidio, que abarca los daños medioambientales más graves que se pueden producir hasta el punto que, aunque sucedan en el territorio de un único Estado, sus efectos son tan destructivos que se considera que la víctima es la totalidad de la humanidad.
Estos debates son cada vez más frecuentes, pero aún no se incluyen en las agendas oficiales de las grandes cumbres medioambientales, sino que, de momento, se desarrollan en actividades paralelas organizadas por grupos ecologistas o por expertos en derecho medio ambiental. Sin embargo, las propuestas de regulación del delito de ecocidio ya están entrando, también, tímidamente, en los parlamentos de Estados de todo el mundo: Francia, Bélgica, Chile, Estado español, México, etc… Y es que tenemos motivos más que justificados para que nos preocupe que, a día de hoy, sean enormes las dificultades para poder responsabilizar a las personas físicas y/o jurídicas (corporaciones) sobre daños ambientales transnacionales e internacionales.
Aún son excepcionales los casos en los que un daño ambiental grave tiene una sentencia condenatoria y se puede ejecutar la sanción. Solo hay que ver las enormes dificultades que un caso como el de los vertidos de Chevron en Ecuador está teniendo para que la multinacional asuma los efectos de la sentencia que le condena.
¿Qué nos falta para poder reclamar responsabilidades sobre estos ecocrímenes? Pues nos falta prácticamente todo. A nivel internacional, carecemos de un código de derecho penal y como consecuencia de la regulación de los delitos medioambientales. Tampoco existe un Tribunal internacional con competencias para juzgar los delitos medioambientales. Y nos falta, también, una regulación que permita atribuir responsabilidades penales a las corporaciones.
El derecho internacional es una suma de tratados que le dan fama de caos normativo, en la que unos Estados son parte de unos tratados y de otros no, por lo que no se les puede pedir responsabilidades de los que no sean parte… Esto permite que se desarrolle el dumping normativo, es decir, que las empresas opten por desarrollar sus actividades con mayores riesgos ambientales en los Estados en los que las regulaciones normativas son menos exigentes, o en las que sea más fácil la corrupción de las administraciones públicas que le otorgan las licencias. Por eso, la regulación del delito de ecocidio debe ser un pacto universal para que sea eficaz.
Sin embargo, de nuevo, las expectativas son escasas. Si se plantea como quinto competencia delito de la Corte Penal Internacional (CPI), debemos recordar que muchos de los Estados más contaminantes como EE UU, China o Rusia no forman parte y, además, desde el Consejo de Seguridad de la ONU, de la que sí forman parte estos Estados, pueden vetar investigaciones de la Fiscalía de la Corte Penal Internacional.
Por otro lado, la CPI no prevé que se pueda juzgar a corporaciones, y se le achaca un sesgo postcolonial porque en los más de 20 años de funcionamiento, la mayoría de acusados y condenados son de origen africano. Todas estas circunstancias hacen que, desde algunas voces doctrinales, se plantee que sería más eficaz la creación de un Tribunal Internacional del Medio Ambiente para juzgar los delitos medio ambientales internacionales, incluido del delito de ecocidio. De hecho, ya existen más de 350 tribunales ambientales en el mundo entre 50 Estados, con excelentes resultados muchos de ellos. Sin embargo, la controversia es más amplia que el propio ámbito jurídico.
Si nos remitimos a los hechos, los delitos medio ambientales son el tercer delito más lucrativo del mundo, por detrás del narcotráfico y el contrabando, sobre todo por el tráfico ilegal de especies y los delitos forestales. En la comisión de estos ecocrímenes se entrelazan actividades legales y autorizadas por las administraciones de los Estados, junto con actos ilegales de grupos criminales y el desarrollo económico de corporaciones internacionales que actúan bajo la apariencia de legalidad y que nutren los mercados internacionales de sus productos.
Estas circunstancias dificultan la trazabilidad de la responsabilidad de los daños ambientales. Es, a su vez, el punto más controvertido del derecho penal medioambiental, sea internacional o no. Y es que, a pesar, la importancia médica se centra en las grandes catástrofes medioambientales, como afirma Ian Urbina, en su magnífico trabajo, Océanos sin Ley: “Frente a la atención que despiertan los vertidos de petróleo de este tipo, lo cierto es que se arroja mucho más combustible al agua a propósito”.
Esta es la verdadera paradoja, que, frente a la voluntad de regular un nuevo delito contra la humanidad, hay comportamientos que, de manera fragmentada y a lo largo del tiempo, producen más daños ambientales que los accidentes. Esta destrucción cotidiana está autorizada por los Estados, bajo el amparo de la evaluación entre el beneficio económico obtenido y el coste medio ambiental que genera. Por lo tanto, el debate sobre la regulación del delito de ecocidio debe ser más profundo y amplio para que sea eficaz, pero no solo desde una óptica político-moral, sino desde un posicionamiento que reconozca el vínculo que existe entre la protección del medio ambiente y el sistema económico, que permita superar el concepto de desarrollo sostenible, y se avance en la justicia ambiental y en la sostenibilidad ecológica, dotándonos de las herramientas necesarias para responsabilizar a quién destruye el medio ambiente.
Sin embargo, el camino no es fácil, en junio de este año se presentó por parte de un panel de expertos compuesto por doce abogados internacionalistas una propuesta de regulación del delito de ecocidio que no preveía la posibilidad de atribuir responsabilidades penales a las empresas. Cuando se les preguntó el por qué de esta ausencia, la respuesta fue clara: no querían asustar a los Estados.
Fuente: El Salto – *Abogada ambientalista, colaboradora de Ecologistas en Acción – Foto: Antonio Lacerda