Por Fernando Peirone y Daniel Daza Prado, Resumen Latinoamericano, 10 de enero de 2022.
En la transición generacional, hay un mundo adulto que siente que las juventudes perdieron el pensamiento crítico. Desconoce que ese pensamiento crítico no sólo está vivo sino que mutó, es nómade, multidimensional, imprevisto y sobre todo político. La cancelación y otros gestos como simuladores de vuelo y ensayos de los códigos sociotécnicos con los que quieren vivir en un futuro cercano.
Cuando las diferentes culturas abandonaron el período del nomadismo y se establecieron en los territorios donde se conformarían las primeras ciudades, se enfrentaron al desafío de organizar un nuevo tipo de convivencia. Fue una gran reorganización social, política, religiosa, administrativa y económica. Entre otras cosas, implicó asimilar expresiones y diversificaciones de sus propias tradiciones que no habían tenido oportunidad de desarrollarse, lidiar con territorializaciones y roles que volvían a todos más celosos, racionar y custodiar los excedentes agropecuarios que se convertían en apetecibles botines para otros grupos. Es decir, se trató de un período traumático que obligó a discontinuar colectivamente un modo de habitar el mundo común y comenzar a diseñar otro, que ya estaban practicando —improvisando— pero sin todavía una visión plena de su alcance ni de sus derivas.
Hoy transitamos una inflexión análoga pero en sentido inverso. Transitamos un sedentarismo ya viejo, representado por el agotamiento de la racionalidad moderna —de su relato — ; es decir, de una episteme (codificación cultural) que todavía actúa sobre el lenguaje, los esquemas perceptivos, los intercambios, las técnicas, los valores y los modos en que explicamos lo social, pero ya sin respuestas efectivas frente a las formas del devenir global.
En otras palabras, sin la fuerza transformadora para detener un capitalismo que:
1] sobregiró el sistema financiero internacional y subsumió a los estados nacionales a su lógica acumulativa y extractiva.
2] apoyado en su enorme capacidad tecnológica, cambió la política por los algoritmos con el fin de mantener —aggiornadas— sus estructuras de dominación y regulación de las relaciones sociales.
3] avanza sobre el medio ambiente y saquea los recursos naturales, exponiendo “no sólo a las poblaciones de hoy, sino a las generaciones futuras, de nuestra especie y de otras especies, en los próximos milenios”, como cita Flavia Costa en Tecnoceno (Ed.Taurus).
Lo nuevo adquiere las formas de una especie de nomadismo sociotécnico que se desarrolla en paralelo, a través de una reconfiguración multisituacional (global) cuyo impacto y expresiones se encabalgan en las tradiciones propias de cada lugar. Una suerte de interregno en el que se ensayan convivencias de nuevo tipo y modos de existencia nómades que ya no obedecen —y factualmente cada vez menos— a los imperativos categóricos ni a la moral universalizante que primaron durante la modernidad sedentaria. Surgen así perspectivas socio-técnicas que interpelan lo instituido, producen valor, generan sentido, conforman grupos sociales relevantes y desencadena hechos sociales, económicos, políticos que se vuelven trascendentales, como los movimientos feministas, trans, ambientalistas, altermundistas. Son las maneras que encontramos para empezar a instituir las formas del orden tecnosocial emergente.
La pandemia nos obligó a diseñar todo de nuevo, a discontinuar las formas de habitar colectivamente un mundo común.
En ese contexto, todas las disciplinas que organizaron sus conocimientos en el marco de la epistemología logocéntrica (occidental) se encuentran revisando sus fundamentos, sus herramientas metodológicas y sus referencias teóricas. Lo mismo ocurre con la constelación institucional en su conjunto y las esferas a las que se abocan: la educación, la justicia, la economía, el trabajo, la comunicación, la cultura y, como si esto fuera poco, la democracia.
Sin embargo, a pesar de la incertidumbre generalizada —que por supuesto nos abarca— y del agobio que significa subsistir en un escenario tan inestable e imprevisile, se escucha decir con insistencia que las juventudes no tienen pensamiento crítico, como si todo cuanto son y hacen transcurriera en un encadenamiento de frivolidades e irresponsabilidades sin solución de continuidad, como si no estuvieran a la altura de las circunstancias.
Lo dicen los medios de comunicación tradicionales cuando les recomiendan a las familias que sus hijes hagan un uso crítico y responsable de recursos comunicativos e interactivos que —como sabemos— los mayores recién están empezando a entender, o cuando se refieren a elles con miradas descalificadoras porque migraron a gramáticas comunicativas que la mayoría del mundo adulto sigue mirando con extrañeza —Twitch, Tik-Tok, Discord y Reddit-.
También lo dicen algunos colegas cuando después de repartir formularios auto-administrados por todo el país, los recogen y afirman que internet es la actividad más importante en la vida de la juventud, para concluir diciendo que la educación debería fortalecer los usos reflexivos y participativos del mundo online.
Cuesta ver un aporte significativo en esos diagnósticos remanidos, porque nadie podría estar en desacuerdo con incentivar el espíritu crítico y el uso responsable de instrumentos tecnológicos y comunicacionales tan poderosos. Cuesta entender, además, que no reparen en la potencia transformadora de esos recursos, en su proyección, en su diversidad aplicativa. Pero, además, ¿quién dice que los jóvenes no hacen lo que se les reclama que hagan? ¡¿Nosotros y nosotras, quienes apenas entendemos la tecnosociabilidad y hemos aplicado a nuestras vidas un pensamiento crítico que ha sido errático y mayormente infructuoso? ¿No será que insistimos con las formas de un pensamiento crítico que se ha vuelto endogámico y funcional a un sistema-mundo sedentario que se alimenta de esas críticas para sobrevivirnos y continuar con su depredación? ¿No será que el pensamiento crítico ha mutado hacia expresiones más nómadas que no reconocemos ni comprendemos?
Modos críticos de cancelar: un contrapunto
Como sostiene la perspectiva teórica interseccional, “cuando no se puede ver un problema, no se puede resolver”. Eso pareciera ocurrirnos con el grupo etario que ingresa en la adultez sin nuestro acompañamiento efectivo —no por desidia, claro está, sino porque ya no podemos seguir sus experiencias ni aconsejarlos frente a la hibridez de las transformaciones digitales — . De tal modo que las juventudes se vieron compelidas a crear su propio sistema de valores y a inaugurar una cultura sociotécnica. Lo hacen provistas —casi exclusivamente— de la experiencia que lograron reunir con sus pares. Aprendieron a crear su propia codificación cultural, a desplazarse en la ubicuidad, a manejar su propia temporalidad, a cuestionar lo establecido, a probar otras maneras de construir comunidad.
La llamada “cultura de la cancelación” es una de las postales cotidianas que nos permiten analizar desde otra mirada lo que sucede.
Mientras el mundo adulto busca respuestas para prácticas culturales que ya no encajan en sus marcos de referencia y mientras el orden jurídico trata de hacer pie en la sociedad informacional todavía sin un corpus normativo acorde, las relaciones sociales de las juventudes entraron en una lógica interactiva que, a pesar de su elocuencia, todavía están lejos de ser comprendidas y asimiladas.
La cultura de la cancelación digital es una práctica juvenil que pertenece al repertorio humano de comportamientos grupales, pero que se convirtió en un recurso tecnosocial extendido, utilizado para sancionar diferentes tipos de conductas. “Cancelar” implica expresar pública, individual y/o colectivamente que se deja de apoyar o seguir tanto a personas (perfiles o cuentas) como a organizaciones, causas u obras de arte (películas, series, canciones, etc.). Las expresiones machistas, los insultos, las “traiciones”, las publicaciones falsas y las relaciones tóxicas, entre otras —porque también se pueden producir por diferencias políticas o deportivas — , pueden ser motivo de cancelación. En todos los casos la persona, organización u obra cancelada digitalmente es considerada inconveniente, inapropiada, fuera de lugar o que va en contra de “las buenas costumbres” de un determinado grupo. La cancelación digital, con sus derivas en escraches, boicots, bloqueos y hackings, siempre tiene consecuencias que exceden el mundo online y que demuestran una vez más la anfibiedad que adquirió la vida cotidiana, los procesos de subjetivación y la politicidad.
Lo nuevo adquiere las formas de un nomadismo sociotécnico que se desarrolla en paralelo, propone convivencias de otro tipo y modos de existencia que ya no obedecen a los códigos de la modernidad sedentaria.
Esta práctica creó un instrumento punitivo ad hoc para establecer los parámetros de la convivencia sociotécnica, pero sin un debate —académico, legislativo o comunitario— que recoja la iniciativa o la necesidad y propicie una regulación a la altura del fenómeno.
Las juventudes demuestran tener muchas respuestas y estrategias que dan cuenta de su conciencia frente a los peligros que conllevan los entornos digitales, como también dan cuenta de la mirada crítica y resolutiva con que los enfrentan. Falta, en todo caso —y en esto desde las ciencias sociales podríamos hacer aportes valiosos — , una comprensión de su codificación, una conceptualización y una propuesta de regulación reflexiva a partir de una escucha atenta que reconozca la entidad y la potencia crítica que tienen medidas como esta para después ponerlas en debate. Se ha convertido en un recurso de facto que abarca a todos los sectores sociales, y abarca elementos complejos.
Las pibas y pibes se cancelan entre sí cuando las relaciones interpersonales resultan complicadas (bloquean el acceso a sus cuentas). Del mismo modo, se suman a la condena colectiva de un artista que, por ejemplo, se “desubicó” públicamente ya sea por cuestiones de género o de otro tipo. La acción es inmediata, muchas veces emocional, y está facilitada por un click en el que se depositan expectativas, valoraciones y nuevas formas de convivencia.
Muchas veces estas acciones son reversibles, pero siempre generan debates en las redes sociales y también cara a cara. ¿Fue justo, estuvo bien, de qué sirvió? ¿Participaron trolls, se utilizaron recursos no-humanos para viralizarla? ¿Qué rol jugaron los algoritmos de la plataforma en el resultado final? Cancelar implica cierta confianza en la comunidad de pertenencia con quienes se comparten valores.
Más allá de las reflexiones implícitas en estas controversias, la cancelación requiere un conocimiento avanzado de las redes digitales, no sólo técnico sino también estratégico. Hace falta saber, por ejemplo, que cuando se arroba a un influencer, cuando se utiliza una determinada canción en TikTok, cuando se usan determinados hashtags o cuando se publica en un horario determinado en Instagram, se tienen mayores probabilidades de que una postura sea vista (y compartida) por más gente.
¿Quién dice que los jóvenes no hacen lo que se les reclama que hagan? ¡Quienes apenas entendemos la tecnosociabilidad!
Las familias de estas juventudes que practican la cancelación fueron criadas en contextos sociales modernos y sedentarios que hoy están discontinuados. No disponen de las referencias que en otro momento permitían prevenir riesgos y ponerles límites porque carecen de los elementos críticos necesarios para discernir lo que está bien y lo que está mal, no solo con la cultura de la cancelación sino también con el fenómeno de los videojuegos online, las aplicaciones de citas, la economía digital y los algoritmos. Les resulta difícil saber cómo y cuándo actuar porque con los elementos que disponen no pueden abarcar ni comprender el mundo híbrido en el que se despliega la vida nómada de sus hijes.
Mientras tanto vemos que las juventudes, aunque a veces no sepan expresarlo con palabras y solo lo pongan en acto, sí comprenden los peligros del mundo en el que viven y desarrollan sus propias estrategias tecnosociales para cuidarse y minimizar los riesgos. Por ejemplo, en algunos grupos focales que realizó el Observatorio de Sociedad, Tecnología y Educación (OISTE) con mujeres ingresantes a la universidades públicas de San Martín (UNSAM), José C. PAZ (UNPAZ) y Pedagógica (UNIPE), se observó que cuando las jóvenes salen de noche y vuelven a la madrugada, generalmente se organizan para viajar en grupos. Pero cuando una de ellas tiene que viajar sola, así lo haga en taxi, remise o colectivo, manda un mensaje de texto grupal para avisarle al resto el nombre del chofer, la remisería o el número de la unidad en la que viaja, y adjunta un mensaje con el geolocalizador en tiempo real para que las demás sepan dónde está y cuándo llega a destino. Después, de acuerdo al servicio brindado, se comparte una opinión, recomendación o advertencia sobre ese medio de transporte que también puede incluir la “cancelación”. Esta es una estrategia tecnosocial que demuestra una conciencia colectiva —en este caso de las mujeres— y uso crítico de las herramientas digitales que tienen a su alcance, frente a un contexto digital que requiere respuestas concretas y cotidianas.
Otros modos de construir pensamiento crítico
En línea con el uso crítico de estos recursos tecnosociales existe un bagaje de tutoriales (generalmente audiovisuales) confeccionados con espíritu colaborativo. Por ejemplo, hay contenidos que enseñan a evitar el consumo de datos en segundo plano de algunas aplicaciones, a bajar y compartir películas o softwares que por abuso de posición dominante de las big tech se vuelven inaccesibles. Un caso emblemático es el de Alexandra Elbakyan, una joven investigadora de Kazajistán que, cansada de no poder acceder a los papers académicos por el precio desorbitado que le ponen las revistas científicas, diseñó un método para desencriptarlos y descargarlos en forma gratuita a través del sitio Sci-Hub. Sería imposible enumerar los beneficios que generó en el mundo de la investigación con esa maniobra, por la cual —hay que decirlo— se la persigue y condena permanentemente.
También existen acciones casi performáticas pero no por eso menos potentes. En 2020 un grupo de fanáticos del K‑pop saboteó un acto de campaña del entonces presidente de Estados Unidos, Donald Trump, realizando inscripciones masivas (que por supuesto no iban a utilizar) con las que lograron su objetivo difundiendo la acción en Tiktok. En 2021 otro grupo de usuarios de Reddit se organizó para poner patas para arriba las cotizaciones de Wall Street con una compra masiva digital de las acciones de una alicaída compañía de videojuegos en formato físico. Las pérdidas de los grandes “jugadores” financieros fueron enormes, inversamente proporcionales a las ganancias de los pequeños y ocasionales inversores.
La cultura wiki —tan cara a las juventudes— participa de una cruzada similar, legitimando los saberes sociales que no pasan por la academia, pero que tienen un valor cada vez más relevante. Para entender lo que pone en juego, basta con observar el modo en que Wikipedia se impuso frente a gigantes como Encarta de Microsoft o el modo en que posicionó su dinámica colaborativa frente a tradiciones centenarias y elitistas como la de la Enciclopedia Británica. Otro tanto ocurre con el movimiento de software libre y sus persistentes y constantes campañas contra el software privativo, por el modo en que limitan nuestro accionar creativo y habilitan la extracción no consensuada de datos personales. Ambas movidas funcionan como un gran simulador de vuelo en donde las juventudes ensayan roles, prueban la efectividad de sus herramientas y se proyectan en el mundo en el que van a transcurrir sus vidas adultas.
La cancelación puede ser entendida como estrategia tecnosocial que demuestra conciencia colectiva y uso crítico de las herramientas digitales.
El pensamiento crítico de las juventudes existe, es nómade, multidimensional, se expresa en usos alternativos, no previstos. Tiene una dimensión política ineludible: allí se debería ubicar el creciente malestar que expresan las juventudes frente a los vetustos y restringidos mecanismos de participación que habilita la politicidad sedentaria moderna, y que por cierto no se reduce a los partidos políticos sino a la lógica de “las castas” que caracterizan a todas las corporaciones en un sentido amplio.
El mundo adulto, lejos de escuchar lo que dicen estos gestos, con formas que en general abandonan la palabra —logos— para adoptar narrativas transmedias y convergentes que renuevan la potencia de sus acciones colectivas, prefiere verlos como carentes o superficiales, lee su accionar en los términos de una moral universal que ha quedado inactual, entre otras cosas por su heteronormatividad recalcitrante y su conservadurismo liberal dominante.
La cultura de la cancelación es un ejemplo de esta sordera simplista ante una complejidad rizomática que oculta su potencia crítica bajo una apariencia que es leída como simplemente punitiva e irracional. Entendemos que esto ocurre, en buena medida, porque se trata de advertir —pero también de asumir— que la nueva convivencia nos enfrenta a peligros, adversarios y relaciones con humanos y no-humanos que hasta ahora fueron ajenos a nuestra experiencia y a nuestros modos de existencia. O simplemente porque transcurren en un plano socio-técnico donde, como adultos sedentarios, sólo vemos confusión, mientras insistimos en abordarlos con recursos teóricos y modelos interpretativos que nos dan la razón, pero sin lograr la interlocución que necesitamos con quienes ya están experimentando el mundo que viene.
Fuente: Revista Anfibia