Las tensiones latentes que minaron el orden mundial liberal impuesto por Estados Unidos tras la desaparición de la Unión Soviética y que han salido a la luz con la guerra de Ucrania están dando lugar a recomposiciones inéditas de las relaciones internacionales y a contradicciones que tendremos que resolver rápidamente.
La primera tiene que ver con las materias primas, la energía y los recursos agrícolas, que se nos vienen a la cabeza en un momento en el que juramos por las nuevas tecnologías y las start-ups. El mayor reto será conciliar los objetivos climáticos a largo plazo (fin del petróleo y los combustibles fósiles) con los objetivos a corto plazo (construcción de nuevos puertos e instalaciones de desgasificación y regasificación, reorganización de las rutas de transporte para sustituir los oleoductos existentes), aunque estas nuevas instalaciones deban abandonarse dentro de diez años según los acuerdos climáticos vigentes. ¿Qué sector privado será tan tonto como para gastar decenas de miles de millones en una infraestructura que tendrá que ser desmantelada antes de poder ser amortizada? ¿Aceptará pagar el contribuyente, que verá cómo se disparan sus facturas de calefacción y transporte?
Lo mismo ocurre con los productos agrícolas, ya que una cuarta parte de las exportaciones mundiales de cereales, oleaginosas y fertilizantes tendrá que ser almacenada, transportada y redistribuida por nuevas rutas que evitarán Europa como consecuencia de las sanciones y la guerra de Ucrania. El embargo de estos productos dará a Rusia, supuestamente debilitada, una inmensa influencia sobre los países importadores, al tiempo que inflará sus ingresos. ¿Dónde está la lógica?
En el plano político, la situación también puede volverse delicada. El «Sur global» se revuelve contra el «Occidente colectivo». La Cumbre de las Américas de la semana pasada fue un rotundo fracaso para Joe Biden y las elites estadounidenses, que ahora temen que el continente latinoamericano se les escape. Ocho de los 33 países estuvieron ausentes, y cinco boicotearon la reunión –México, Bolivia, Honduras, Guatemala y El Salvador– porque otros tres no habían sido invitados (Cuba, Venezuela y Nicaragua) y, por tanto, la «cumbre» no tenía sentido a sus ojos.
Esa misma semana se anunció la formación de un «Gran 8» para contrarrestar al G‑7 occidental. Este emergente Gran 8, formado por China, Rusia, India, Indonesia, Brasil, México, Irán y Turquía, superaría con creces al G‑7 en términos de poder económico, con un PNB combinado de 56 billones de dólares, frente a los 45 billones del G‑7. Esto no incluye a Sudáfrica, el quinto miembro de los BRICS.
Por último, mencionemos la sorprendente actuación de la India, una potencia económica muy cortejada, en pleno crecimiento, «democrática« y, por tanto, irreprochable, que está aprovechando la crisis para hacer un brillante regreso a la escena internacional. Como se dice en la jerga empresarial, India es demasiado grande para ceder a las presiones occidentales y está jugando a fondo la carta de la no alineación y la cooperación rusa y árabe. Esto se debe a una razón que se le escapa a Occidente, a saber, que, en su competencia con China, quiere evitar a toda costa que Rusia caiga en la órbita china en caso de que las sanciones occidentales logren doblegarla. India quiere que Rusia siga siendo la tercera potencia de Eurasia.
Esto debería hacer reflexionar a una Europa que parece haber perdido la brújula…
Guy Mettan
18 de junio de 2022