Hubo un tiempo en que redactar versiones oficiales creíbles era un engorro para los responsables policiales de turno. Más o menos allá por el siglo anterior. Ya entrados los 90 llegó un consejero del PNV que admitió que la etiqueta de los «grupos Y» era un invento. Después, un ministro del PP justificó redadas policiales con argumentos como «ahora veremos de qué les podemos acusar». Luego vino el fiscal general del «igual nos pasamos, pero ha colado». Y las redadas asumidas oficialmente como «preventivas». Como nada de esto levantó excesivo escándalo mediático, el actual ministro puede vender versiones tan insostenibles como la de los arrestos de Lapurdi.
Los cuatro jóvenes, según detalla el movimiento pro amnistía, hacían una vida pública y normal. Tenían los contratos de alquiler y teléfono a su nombre. Resulta evidente que no estaban escondidos. Y parece claro que no eran «cachorros de ETA» ni formaban un comando, entre otras perlas que se leyeron y oyeron ayer. Afirmaciones, por cierto, que van más allá de lo que dice la nota del Ministerio de Interior, para quien «estaban a la espera de mantener contactos con miembros de la organización terrorista ETA para su integración». O sea, como mucho han sido detenidos «por si acaso». Como Ramón López, Ikerne Indakoetxea, Arantza Martin, Francisco Javier Gil, Gorka Iriarte, Galder Bilbao, Maider Egiguren e Iker Casanova. Les acaban de absolver tras siete años de proceso y dos de cárcel en la mayoría de los casos.
El problema no está en quién vende esa mercancía tan averiada -¿cuál es el delito exacto? ¿dónde están las pruebas?-, sino en quién la compra y la difunde. Está claro que entre las funciones de un Ministerio del Interior está la de la propaganda, pero entre las funciones de los medios de difusión no debería entrar la de tomar el pelo a la gente.