Por Fernando Luengo*, Resumen Latinoamericano, 18 marzo 2020
Estamos en vilo por el avance, hasta el momento imparable, del
coronavirus y por las enormes consecuencias económicas y sociales que ya
son evidentes. La enfermedad ha irrumpido con ferocidad en nuestra
cotidianidad, alterándola de manera sustancial.
Esta situación crítica, de verdadera emergencia, quizá sea el momento
de hacernos algunas preguntas que, normalmente, no nos formulamos, pero
que también tienen que ver con la enfermedad ¿Antes de la irrupción del
coronavirus, que la Organización Mundial de la Salud ya califica de
pandemia, acaso no existían enfermedades de esta envergadura o incluso
más graves?
Sí, las había y las hay, pero nos quedan lejos, o al menos eso
creemos, habitan el universo de los pobres. Enfermedades como la
malaria, el paludismo, el cólera, el sarampión, la difteria, el SIDA…
provocan millones de muertes cada año y un extraordinario sufrimiento a
la población que las padece. Pero raramente los medios de comunicación
se ocupan, siquiera marginalmente, de está tragedia permanente; mucho
menos generan alguna respuesta de los gobiernos y las instituciones
internacionales, más allá de los hipócritas e inútiles lamentos a los
que nos tienen acostumbrados.
Las causas inmediatas de la mayor parte de estas enfermedades son
bien conocidas. Están relacionadas con el hambre y la malnutrición
infantil, con la contaminación de las aguas y la ausencia de redes de
saneamiento, con la falta de médicos, medicinas e instalaciones
sanitarias, con las deficientes condiciones en que se realizan los
partos, con la ausencia de investigación en las patologías que afectan a
los pobres, con el desvergonzado y muy lucrativo negocio de las
patentes controladas por las grandes empresas farmacéuticas, con la
destrucción de los ecosistemas que sostienen la vida de los pueblos y
con las guerras provocados por la muy rentable industria militar, que,
en busca de mercados, alienta todo tipo de conflictos.
Estas y otras enfermedades similares tienen su origen en la pobreza,
en la que una parte muy importante de la población mundial está
atrapada. Reconociendo todas las carencias y límites de la información
proporcionada por el Banco Mundial (BM), las estadísticas sobre pobreza
severa o extrema nos presentan un panorama que sólo cabe calificar de
terrible. Utilizando la misma clasificación que maneja esta institución,
en los países de bajo ingreso (31), el 45% de la población total, 294
millones de personas, malvivían en 2015, último año para el que el BM
ofrece información, con menos de 1,9 dólares diarios (expresados en
paridad de poder adquisitivo). En los clasificados como de ingreso
medio-bajo (47) cerca de 1300 millones de personas, el 44% de la
población, sobreviven con un ingreso inferior a los 3,2 dólares.
Finalmente, en los países de renta media-alta (60), alrededor de una
quinta parte de la población, 631 millones de personas, tenían, en el
año que estamos tomando de referencia, un ingreso inferior a los 5,2
dólares. En total, la cifra de pobres ascendía en 2015 a 2.200 millones
de personas, lo que representaba un 30% de la población mundial.
Recordemos que estas estadísticas hacen referencia a niveles extremos
de existencia ‑la pobreza, medida con criterios menos estrictos, es
mucho mayor‑, que impiden cubrir las necesidades más elementales de las
personas, lo que las coloca en situación de vulnerabilidad grave y
persistente ante la enfermedad.
En esa mirada larga que ahora es más necesaria que nunca, tenemos que
ser conscientes de que la problemática de los pobres y de las
enfermedades que padecen nos habla de una globalización que sus
defensores prometían que sería un juego de suma positiva, donde todos
ganarían, especialmente las economías más rezagadas y los sectores más
desfavorecidos. Pero lo cierto es que en aspectos fundamentales ha
fracasado. La globalización realmente existente es profundamente
asimétrica y ha mantenido o ampliado las diferencias entre países,
regiones y clase sociales.
El capitalismo de los «países desarrollados», que tantas veces ha
sido presentado como un modelo a imitar, por haber alcanzado altos
niveles de prosperidad, eficiencia y encarnar las buenas prácticas
económicas… este capitalismo se ha sostenido y todavía se sostiene en
una relación profundamente desigual con la periferia. En este sentido,
los países pobres han visto cómo sus materias primas y recursos han sido
sistemáticamente esquilmados; se han convertido en un vertedero donde
se deposita la basura generada por nuestros sistemas productivos y
patrones de consumo; su fuerza de trabajo ha sido utilizada por las
empresas transnacionales en condiciones de semiesclavitud; han padecido
una relación de precios entre sus exportaciones e importaciones
claramente desfavorable; y en sus territorios los bancos han realizado
formidables negocios a cuenta de la deuda externa, que han pagado varias
veces. Todo ello ha supuesto una sistemática e ingente transferencia de
renta y riqueza que, además de beneficiar a las elites, ha financiado
nuestro crecimiento económico.
Luchar con decisión contra la enfermedad llamada pobreza significa cuestionar un modelo económico agotado e insostenible, unas estructuras oligárquicas, unas instituciones ineficientes y capturadas por los poderosos, y unas políticas que sólo a ellos benefician.
*Economista crítico , activista social y miembro del círculo de Chamberí de Podemos