La aconfesionalidad puede buscar su fundamento en la política, la filosofía, la ciencia… En casos concretos como el del Estado español, también se puede argumentar en base a su ordenamiento legal. La Constitución española dice que el Estado es aconfesional pero, según señala el autor, la realidad cotidiana española muestra que no es así, que la Iglesia católica sigue ejerciendo de religión oficial. Una contradicción evidente. No obstante, el problema de argumentar en base a las constituciones es, a nivel general, que en muchos estados el ordenamiento jurídico ha adquirido el mismo sentido de sacralidad que los textos religiosos; y en el caso concreto de la española, el primer problema deviene de que esa Constitución se acordó en una transición marcada por dos de los estandartes del nacionalcatolicismo español: la Iglesia católica y el Ejercito franquista.
De qué sirve alabar hasta el éxtasis la Constitución española si muchos de sus artículos siguen vírgenes, inéditos en el limbo de la más fría indiferencia e inoperancia? En uno ellos, el 16.3, se afirma que «ninguna confesión tendrá carácter estatal», lo que significa que la aconfesionalidad será uno de los rasgos del Estado que de este modo así se caracteriza.
Sin embargo, a juzgar por la cantidad de conflictos acaecidos últimamente, y que han tenido como sustancia crítica fundamental algún símbolo religioso, dicho artículo no ha servido de gran ayuda. Por ello, parece justo y necesario preguntarse de qué modo sirve al ciudadano un estado que se declara constitucionalmente aconfesional, pero en la práctica funciona como un perverso hipócrita y facineroso.
Quizás, su mayor servicio haya consistido en denunciar la incoherencia doctrinal en la que tanto Rodríguez Zapatero como la sociedad institucional política han chapoteado a lo largo de treinta años. Porque ejemplos de vasallaje confesional repugnante hacia una determinada religión de infeliz memoria han sido constantes y permanentes, contraviniendo la declaración expresa de la Constitución.
La cacareada aconfesionalidad constitucional sigue siendo, a pesar de su implantación en 1978, una asignatura, más que pendiente, inédita en el currículum político y social del propio Estado. Por lo que respecta a la clase política, habrá que felicitarla, porque, dada su afición a pringarlo todo de materia seca orgánica, ha conseguido mantener en estado virginal e inmaculado dicha aconfesionalidad.
Lo que, ironías aparte, constituye una de las manifestaciones cínicas de la perversión del sistema democrático. Porque, si no, ¿cómo es posible que, disponiendo de un artículo constitucional como el de la aconfesionalidad del Estado, haya permitido tanto enfrentamiento jurídico entre diversos colectivos? ¿Cómo es posible que la retirada de un crucifijo de las aulas de escuelas e institutos haya generado tanta polémica y el propio Estado no haya sido capaz de zanjarla con la Constitución en la mano?
La verdad es que resulta incomprensible. Al margen de otras muchas consideraciones, recalcaría la que evidencia que la fe religiosa de mucha gente, sobre todo la de algunos jueces, está hipertrofiada, y a la que somete los principios jurídicos y democráticos.
Produce miedo constatar que exista un colectivo a quien le importan más sus creencias personales en un más allá inexistente que los principios que rigen la convivencia del más acá de todos. Se trataría de un colectivo que, jaleado continuamente por una Iglesia más integrista que nunca, no duda en dinamitar cualquier principio de la Constitución si ello favorece sus planteamientos fideístas. Estamos ante un colectivo muy peligroso para la salud pública, porque apuesta por la teocracia en detrimento de la democracia. Ni la derecha católica española se priva de utilizar esta instrumentalización perversa de la fe para ganar terreno en el de la política. Durante estos últimos años, ha mantenido la anticonstitucionalidad de la retirada de los símbolos religiosos en las instituciones públicas, pero ya veremos cómo paga su osadía clerical por echarse en los brazos teocráticos de Rouco Varela y sus hermanos.
Paisaje realmente insólito donde los haya, porque, si vivimos en un Estado aconfesional, la primera consecuencia práctica se cifraría en que en ninguna institución pública ‑escuelas, institutos, cementerios, hospitales, ayuntamientos, etcétera‑, se debería hacer ostentación de símbolos religiosos, por muy maravillosos que les parezcan a algunos.
Un ejemplo. Si los cementerios son de titularidad pública, eso significa que no gozan de ningún derecho para enarbolar en la puerta principal de su inmueble ninguna cruz, ni grande ni pequeña. Otra cosa es que cada persona en las tumbas familiares coloque lo que considere más afín con sus creencias o no.
Lo mismo conviene a los ayuntamientos. A pesar de ser las instituciones públicas que mayor ejemplo deberían dar en el cumplimiento escrupuloso de la aconfesionalidad, las hay que siguen abonadas a una especie de nacionalcatolicismo irredento. Existen alcaldes de todo pelaje, incluido socialista, que no tienen ningún decoro en manifestar su ignorancia diciendo que «mientras ellos sean alcaldes, el crucifijo seguirá presidiendo el salón de plenos».
Lo mismo decía «Abc», para quien «eliminar el crucifijo de las escuelas era ir en contra de la Constitución» (2010−4−7). Quizás, esta interpretación se deba a que maneja otro texto constitucional, porque, siguiendo el documento oficial, aquel que apadrinó Manuel Fraga, no cabe sino deducir todo lo contrario: que la presencia de los crucifijos en las escuelas es anticonstitucional.
Más todavía. Cuando aún se discute acerca de la pertinente retirada de los crucifijos de las aulas en escuelas e institutos, y se afirma que son los consejos escolares quienes tienen la primera y última palabra sobre este asunto, se está incurriendo en una falacia doctrinal.
Ni los padres y sus asociaciones, ni los consejos escolares, ni los claustros, ni los equipos directivos, ni las administraciones públicas, ni el ministro de Educación, tienen que decidir nada. La Constitución ya lo hizo por todos.
La aconfesionalidad que sanciona la Constitución establece un espacio común para todos. En él no debería darse ningún conflicto entre los partidarios y los contrarios de la presencia de dicho símbolo y otros. Porque la aconfesionalidad es territorio neutral; de todos y de nadie. Un ámbito en el que la convivencia humana no sólo es posible, sino deseable, ya que parte de una creencia común: nadie en una institución pública tiene derecho a imponer a los otros sus creencias ni sus símbolos, sean de la fe o del ateísmo.
No se trata de polemizar si el crucifijo simboliza el amor en estado puro o catatónico. ¡Habría tanto que escribir! No es ése el debate; y, además, sobraría. Tampoco es cuestión de dirimir si la presencia del crucifijo en un aula distrae o no la atención del alumnado, o si, por el contrario, le ayuda a resolver mejor ecuaciones de segundo grado.
La cuestión esencial es más sencilla: por imperativo categórico de la aconfesionalidad del Estado, el crucifijo no tiene cabida en ninguna institución pública. Por tanto, la cuestión radica en si se acepta o no lo que dicta la Constitución. El resto, ganas de joder la marrana, con perdón.