Las «maras», nue­va for­ma de con­trol social – La Haine

Para situar el pro­ble­ma: En algu­nos de los paí­ses del ist­mo cen­tro­ame­ri­cano (Gua­te­ma­la, Hon­du­ras, El Sal­va­dor, Nica­ra­gua) des­de hace ya unos años, y en for­ma siem­pre cre­cien­te, el fenó­meno de las pan­di­llas juve­ni­les vio­len­tas ha pasa­do a ser un tema de rele­van­cia nacio­nal. Se tra­ta de un fenó­meno urbano, pero que tie­ne raí­ces en la exclu­sión social del cam­po, en la huí­da deses­pe­ra­da de gran­des masas rura­les de la pobre­za cró­ni­ca y de la vio­len­cia de las gue­rras inter­nas que estos últi­mos años aso­la­ron la región.

Estas pan­di­llas, sur­gi­das siem­pre en las barria­das pobres de las ciu­da­des cada vez más ates­ta­das y caó­ti­cas, son habi­tual­men­te cono­ci­das como «maras» –tér­mino deri­va­do de las hor­mi­gas mara­bun­tas, que ter­mi­nan con todo a su paso, metá­fo­ra para expli­car lo que hacen estas «mara-bun­tas» huma­nas – . Las mis­mas, según la repre­sen­ta­ción social que se gene­ró estos últi­mos años, han pasa­do a ser el «nue­vo demo­nio» todo­po­de­ro­so. Según el mani­pu­la­do e insis­ten­te bom­bar­deo mediá­ti­co, son ellas las prin­ci­pal cau­sa de ines­ta­bi­li­dad y angus­tia de estas socie­da­des, ya de por sí frag­men­ta­das, sufri­das, siem­pre en cri­sis; es fre­cuen­te escu­char la macha­co­na pré­di­ca que «las maras tie­nen de rodi­lla a la ciudadanía».

El pro­ble­ma, por cier­to, es muy com­ple­jo; cate­go­ri­za­cio­nes esque­má­ti­cas no sir­ven para abor­dar­lo, por ser incom­ple­tas, par­cia­les y sim­pli­fi­can­tes. Enten­der, y even­tual­men­te actuar, en rela­ción a fenó­me­nos como éste, impli­ca rela­cio­nar un sin núme­ro de ele­men­tos y ver­los en su arti­cu­la­ción glo­bal. Com­pren­der a caba­li­dad de qué habla­mos cuan­do nos refe­ri­mos a las maras no pue­de des­co­no­cer que se tra­ta de algo que sur­ge en los paí­ses más pobres del con­ti­nen­te, con estruc­tu­ras eco­nó­mi­co-socia­les de un capi­ta­lis­mo peri­fé­ri­co que resis­te a moder­ni­zar­se, y que vie­nen todos ellos de terri­bles pro­ce­sos de gue­rra civil cruen­ta en estas últi­mas déca­das, con pér­di­das incon­men­su­ra­bles tan­to en vidas huma­nas como en infra­es­truc­tu­ra, los cua­les hipo­te­can su futuro.

Las maras, de esa for­ma, son una expre­sión paté­ti­ca­men­te vio­len­ta de socie­da­des ya de por sí pro­duc­to de lar­gas his­to­rias vio­len­tas, o mejor aún: vio­len­ta­das, hijas de una cul­tu­ra de la impu­ni­dad de siglos de arras­tre, de paí­ses que se siguen mane­jan­do con cri­te­rio de Esta­do fin­que­ro don­de las dife­ren­cias eco­nó­mi­cas son irri­tan­tes (Gua­te­ma­la, por ejem­plo, es el país del mun­do con mayor por­cen­ta­je de avio­ne­tas par­ti­cu­la­res y vehícu­los Mer­ce­des Benz de lujo per capi­ta, mien­tras que más del 50 % de su pobla­ción está por deba­jo del lími­te de la pobre­za). Socie­da­des don­de trans­cu­rrie­ron mons­truo­sas gue­rras civi­les en la déca­da de los 80 del pasa­do siglo –gue­rras con­tra­in­sur­gen­tes, expre­sión calien­te de la Gue­rra Fría, y en el caso de Nica­ra­gua, gue­rra a par­tir de la con­tra­rre­vo­lu­ción anti­san­di­nis­ta– que die­ron lugar a pro­ce­sos de post gue­rra don­de no hubo ni cul­pa­bles de las atro­ci­da­des vivi­das ni medi­das de repa­ra­ción para aten­der las secue­las deri­va­das de tan­to dolor. Socie­da­des, en defi­ni­ti­va, estruc­tu­ra­das ente­ra­men­te en torno a la vio­len­cia como eje defi­ni­to­rio de todas las rela­cio­nes: patriar­ca­les, racis­tas, machis­tas, exclu­yen­tes; socie­da­des don­de toda­vía fun­cio­na el dere­cho de per­na­da y don­de la noción de «fin­ca» (el feu­do medie­val) es par­te de la cul­tu­ra domi­nan­te (cuan­do alguien es lla­ma­do res­pon­de «¡man­de!» en vez de «usted dirá»).

Las maras empie­zan a sur­gir para la déca­da de los 80 del siglo pasa­do, aún con todas esas gue­rras en cur­so. En un pri­mer momen­to fue­ron gru­pos de jóve­nes de sec­to­res urba­nos pobres que se unían ante su estruc­tu­ral des­pro­tec­ción. Hoy, ya varias déca­das des­pués, son mucho más que gru­pos juve­ni­les: son «la repre­sen­ta­ción mis­ma del mal, el nue­vo demo­nio vio­len­to que aso­la el orden social, los res­pon­sa­bles del males­tar en Cen­troa­mé­ri­ca»…, al menos según las ver­sio­nes oficiales.

No cabe nin­gu­na duda que las maras son vio­len­tas; negar­lo sería absur­do. Más aún: son lla­ma­ti­va­men­te vio­len­tas, a veces con gra­dos de sadis­mo que sor­pren­de. No hay que per­der de vis­ta que la juven­tud es un momen­to difí­cil en la vida de todos los seres huma­nos, nun­ca fal­to de pro­ble­mas. El paso de la niñez a la adul­tez, en nin­gu­na cul­tu­ra y en nin­gún momen­to his­tó­ri­co, es tarea fácil. Pero en sí mis­mo, ese momen­to al que lla­ma­mos ado­les­cen­cia no se liga por fuer­za a la vio­len­cia. ¿Por qué habría de ligar­se? La vio­len­cia es una posi­bi­li­dad de la espe­cie huma­na en cual­quier cul­tu­ra, en cual­quier posi­ción social, en cual­quier edad. No es, en abso­lu­to, patri­mo­nio de los jóve­nes. De todos modos, algo ha ido suce­dien­do en los ima­gi­na­rios colec­ti­vos en estos últi­mos años, pues­to que hoy, al menos en estos paí­ses de los que esta­mos hablan­do, ser joven –según el dis­cur­so ofi­cial domi­nan­te– es muy fácil­men­te sinó­ni­mo de ser vio­len­to. Y ser joven de barria­das pobres es ya un estig­ma que con­de­na: según el difun­di­do pre­jui­cio que cir­cu­la, pro­ve­nir de allí es ya equi­va­len­te de vio­len­cia. La pobre­za, en vez de abor­dar­se como pro­ble­ma que toca a todos, se criminaliza.

A esta visión apo­ca­líp­ti­ca de la pobre­za como poten­cial­men­te sos­pe­cho­sa se une una vio­len­cia real por par­te de las maras que a veces sor­pren­de, por lo que la com­bi­na­ción de ambos ele­men­tos da un resul­ta­do fatal. De esa for­ma la mara pasó a estar pro­fun­da­men­te sata­ni­za­da: la mara pasó a ser la cau­sa del males­tar de estas eter­na­men­te (al menos para las gran­des mayo­rías) pro­ble­má­ti­cas socie­da­des. La mara –¡y no la pobre­za ni la impu­ni­dad cró­ni­cas!– apa­re­ce como el «gran pro­ble­ma nacio­nal» a resol­ver. No caben dudas que se jue­gan ahí agen­das fría­men­te cal­cu­la­das, dis­trac­to­res socia­les, cor­ti­nas de humo: ¿pue­den ser las pan­di­llas juve­ni­les vio­len­tas –que, a no dudar­lo, son vio­len­tas, eso está fue­ra de dis­cu­sión– el gran pro­ble­ma de estos paí­ses, en vez de enor­mes pobla­cio­nes por deba­jo de la línea de pobre­za? ¿Pue­den ser estos gru­pos juve­ni­les vio­len­tos la cau­sa de la impu­ni­dad rei­nan­te («los dere­chos huma­nos defien­den a los delin­cuen­tes», sue­le escu­char­se), o son ellos, en todo caso, su con­se­cuen­cia? Si fue posi­ble des­ar­ti­cu­lar movi­mien­tos revo­lu­cio­na­rios arma­dos ape­lan­do a gue­rras con­tra­in­sur­gen­tes que no temie­ron arra­sar pobla­dos ente­ros, tor­tu­rar, vio­lar y masa­crar para obte­ner una vic­to­ria en el plano mili­tar, ¿es posi­ble que real­men­te no se pue­dan des­ar­ti­cu­lar estas maras des­de el pun­to de vis­ta estric­ta­men­te poli­cía­co-mili­tar? ¿O aca­so con­vie­ne que haya maras? Pero, ¿a quién podría convenirle?

Los jóve­nes: entre pro­me­sa y peligro

Algu­nos años atrás la juven­tud –«divino teso­ro» por cier­to…, al menos, así se decía– era la semi­lla de espe­ran­za. Algo suce­dió con aque­lla pro­me­sa de la juven­tud como «futu­ro de la patria» para que haya pasa­do a ser aho­ra un «pro­ble­ma social». ¿Cómo se dio ese movi­mien­to? ¿Qué pasó con aque­lla visión, expre­sa­da en 1972 por Sal­va­dor Allen­de dicien­do que «ser joven y no ser revo­lu­cio­na­rio es una con­tra­dic­ción has­ta bio­ló­gi­ca», que se trans­for­mó en una juven­tud des­po­li­ti­za­da, des­in­for­ma­da, light? Y peor aún: si hue­le a pobre, pro­ve­nien­te de barrios pobres, ni hable­mos si está tatua­da: ¡peli­gro­sa! En los paí­ses cen­tro­ame­ri­ca­nos, de com­po­si­ción indí­ge­na en muy bue­na medi­da –cruel para­do­ja de la his­to­ria– la exclu­sión social está liga­da en rela­ción inver­sa­men­te pro­por­cio­nal a la blan­cu­ra de la piel. Si se vie­ne de barrios pobres –don­de en gene­ral asien­ta la pobla­ción menos «blan­ca»– la posi­bi­li­dad de ser un «poten­cial delin­cuen­te» se dis­pa­ra: «blan­co mane­jan­do un Mer­ce­des Benz: empre­sa­rio exi­to­so; negro o indio mane­jan­do un Mer­ce­des Benz: vehícu­lo robado».

Las pan­di­llas son algo muy típi­co de la ado­les­cen­cia: son los gru­pos de seme­jan­tes que le brin­dan iden­ti­dad y auto­afir­ma­ción a los seres huma­nos en un momen­to en que se están defi­nien­do sus pape­les socia­les, sus imá­ge­nes de sí mis­mo como adul­tos. Siem­pre han exis­ti­do; son, en defi­ni­ti­va, un meca­nis­mo nece­sa­rio en la cons­truc­ción psi­co­ló­gi­ca de la adul­tez. Qui­zá el tér­mino hoy por hoy goza de mala fama; casi inva­ria­ble­men­te se lo aso­cia a ban­da delic­ti­va. Pero de gru­po juve­nil a pan­di­lla delin­cuen­cial hay una gran diferencia.

En la géne­sis de cual­quier pan­di­lla se encuen­tra una suma­to­ria de ele­men­tos: nece­si­dad de per­te­nen­cia a un gru­po de sos­tén, la difi­cul­tad en su acce­so a los códi­gos del mun­do adul­to; en el caso de los gru­pos pobres de esas popu­lo­sas barria­das de cual­quier capi­tal cen­tro­ame­ri­ca­na se suma la fal­ta de pro­yec­to vital a lar­go pla­zo. Por supues­to, por razo­nes bas­tan­te obvias, esta fal­ta de pro­yec­to de lar­go alien­to es más fácil encon­trar­lo en los sec­to­res pobres que en los aco­mo­da­dos: jóve­nes que no hallan su inser­ción en el mun­do adul­to, que no ven pers­pec­ti­vas, que se sien­ten sin posi­bi­li­da­des para el día de maña­na, que a duras penas sobre­vi­ven el hoy, jóve­nes que des­de tem­pra­na edad viven un pro­ce­so de madu­ra­ción for­za­da, tra­ba­jan­do en lo que pue­dan en la mayo­ría de los casos, sin mayo­res estí­mu­los ni expec­ta­ti­vas de mejo­ra­mien­to a futu­ro, pue­den entrar muy fácil­men­te en la lógi­ca de la vio­len­cia pan­di­lle­ril. Una vez esta­ble­ci­dos en ella, por una suma­to­ria de moti­vos, se va tor­nan­do cada vez más difí­cil salir. La sub-cul­tu­ra atrae (cual­quie­ra que sea, y con más razón aún duran­te la ado­les­cen­cia, cuan­do se está en la bús­que­da de defi­nir identidades).

Cons­ti­tui­das las pan­di­llas juve­ni­les –que son jus­ta­men­te eso: pode­ro­sas sub-cul­tu­ras– es difí­cil tra­ba­jar en su modi­fi­ca­ción; la «mano dura» poli­cial-mili­tar no sir­ve. Por eso, con una visión amplia de la pro­ble­má­ti­ca juve­nil, o huma­na en su con­jun­to, es incon­du­cen­te plan­tear­se accio­nes repre­si­vas con­tra esos gru­pos como si eso sir­vie­ra para modi­fi­car algo. De lo que se tra­ta, por el con­tra­rio, es ver cómo inte­grar cada vez más a los jóve­nes en un mun­do que no le faci­li­ta las cosas. Es decir: crear un mun­do para todos y todas. O más aún: si se quie­re tra­ba­jar de ver­dad el pro­ble­ma, habría que par­tir por plan­tear­se dón­de están las cau­sas, y sobre ellas actuar. Y no son otras que la exclu­sión cró­ni­ca, la pobre­za, las asi­me­trías socia­les. Pero lo que vemos es que estos gru­pos, en vez de ser abor­da­dos en la lógi­ca de pobla­cio­nes en situa­ción de ries­go, son criminalizados.

Tan gran­de es esa cri­mi­na­li­za­ción, que eso lle­va a pen­sar que allí se jue­ga algo más que un dis­cur­so adul­to­cén­tri­co repre­si­vo y mora­lis­ta sobre jóve­nes en con­flic­to con la ley penal. ¿Por qué las maras son el nue­vo demo­nio? Por­que, defi­ni­ti­va­men­te, no lo son. ¿Hay algo más tras esa con­ti­nua prédica?

¿Una estra­te­gia de con­trol social?

Cuan­do un fenó­meno deter­mi­na­do pasa a tener un valor cul­tu­ral (mediá­ti­co en este caso) des­pro­por­cio­na­do con lo que repre­sen­ta en la reali­dad, por tan «lla­ma­ti­vo», jus­ta­men­te, pue­de estar indi­can­do algo. ¿Es creí­ble aca­so que gru­pos de jóve­nes con rela­ti­va­men­te esca­so arma­men­to y sin un pro­yec­to polí­ti­co alter­na­ti­vo se cons­ti­tu­yan en un pro­ble­ma de segu­ri­dad nacio­nal en varios paí­ses al mis­mo tiempo?

Hoy día el dis­cur­so ofi­cial que barre las dis­tin­tas nacio­nes cen­tro­ame­ri­ca­nas –y Washing­ton tam­bién par­ti­ci­pa en esta «preo­cu­pa­ción», para lo que impul­sa una ini­cia­ti­va regio­nal a nivel mili­tar cono­ci­da como Plan Méri­da (la répli­ca meso­ame­ri­ca­na del Plan Colom­bia)– pre­sen­ta a estas maras como un fla­ge­lo de pro­por­cio­nes apo­ca­líp­ti­cas. Defi­ni­ti­va­men­te el accio­nar de estos gru­pos es muy vio­len­to (lla­ma­ti­va­men­te vio­len­to, nos atre­ve­ría­mos a decir). En modo alguno, des­de nin­gún pun­to de vis­ta, se pue­de mini­mi­zar su poten­cial cri­mi­nal: matan, asal­tan, vio­lan, extor­sio­nan. Todo eso es un hecho. Aho­ra bien: la diná­mi­ca don­de todo eso se da abre suges­ti­vas preguntas.

Defi­ni­ti­va­men­te, para poder con­tes­tar­las a pro­fun­di­dad, debe­rían rea­li­zar­se inves­ti­ga­cio­nes muy minu­cio­sas que, dada la natu­ra­le­za de lo que está en jue­go, se tor­na muy difí­cil, cuan­do no impo­si­ble. Pero pue­den intuir­se cier­tas pers­pec­ti­vas que, al menos, dan idea de por dón­de se direc­cio­na la cuestión.

Por lo pron­to, y aun­que no se dis­pon­ga de datos con­cre­tos ter­mi­nan­tes, todo esto deja pre­gun­tas que per­mi­ten con­cluir algu­nas cosas:

• Las maras no son una alternativa/​afrenta/​contrapropuesta a los pode­res cons­ti­tui­dos, al Esta­do, a las fuer­zas con­ser­va­do­ras de las socie­da­des. No son sub­ver­si­vas, no sub­vier­ten nada, no pro­po­nen nin­gún cam­bio de nada. Qui­zá no son fun­cio­na­les en for­ma direc­ta a las gran­des empre­sas, pero sí son fun­cio­na­les para cier­tos pode­res (pode­res ocul­tos, para­le­los, gru­pos de poder que se mue­ven en las som­bras) que –todo así lo indi­ca­ría– las uti­li­zan. En defi­ni­ti­va, son fun­cio­na­les para el man­te­ni­mien­to sis­té­mi­co como un todo, por lo que esas gran­des empre­sas, si bien no se bene­fi­cian en modo direc­to, ter­mi­nan apro­ve­chan­do la misión final que cum­plen las maras, que no es otro que el man­te­ni­mien­to del sta­tu quo.

• No son delin­cuen­cia común. Es decir: aun­que delin­quen igual que cual­quier delin­cuen­te vio­lan­do las nor­ma­ti­vas lega­les exis­ten­tes, todo indi­ca que res­pon­de­rían a patro­nes cal­cu­la­da­men­te tra­za­dos que van más allá de las maras mis­mas. No sólo delin­quen sino que, esto es lo fun­da­men­tal, cons­ti­tu­yen un men­sa­je para las pobla­cio­nes. Esto lle­va­ría a pen­sar que hay pla­nes maes­tros, y hay quie­nes los trazan.

• Si bien son un fla­ge­lo –por­que, sin dudas, lo son – , no afec­tan la fun­cio­na­li­dad gene­ral del sis­te­ma eco­nó­mi­co-social. En todo caso, son un fla­ge­lo para los sec­to­res más pobres de la socie­dad, don­de se mue­ven como su espa­cio natu­ral: barria­das pobres de las gran­des urbes. Es decir: gol­pean en los sec­to­res que poten­cial­men­te más podrían algu­na vez levan­tar pro­tes­tas con­tra la estruc­tu­ra gene­ral de la socie­dad. Sin pre­sen­tar­se así, por supues­to, cum­plen un papel polí­ti­co. El men­sa­je, por tan­to, sería una adver­ten­cia, un lla­ma­do a estar­se quieto.

• No sólo desa­rro­llan acti­vi­da­des delic­ti­vas sino que, bási­ca­men­te, se cons­ti­tu­yen como meca­nis­mos de terror que sir­ven para man­te­ner des­or­ga­ni­za­das, silen­cia­das y en per­pe­tuo esta­do de zozo­bra a las gran­des mayo­rías popu­la­res urba­nas. En ese sen­ti­do, fun­cio­nan como un vir­tual «ejér­ci­to de ocupación».

��� Dis­po­nen de orga­ni­za­ción y logís­ti­ca (arma­men­to) que resul­ta un tan­to lla­ma­ti­va para joven­ci­tos de cor­ta edad; las estruc­tu­ras jerár­qui­cas con que se mue­ven tie­nen una estu­dia­da lógi­ca de cor­te mili­tar, todo lo cual lle­va a pen­sar que habría gru­pos intere­sa­dos en ese gra­do de ope­ra­ti­vi­dad. ¿Pue­den joven­ci­tos semi-anal­fa­be­tos, sin ideo­lo­gía de trans­for­ma­ción de nada, movi­dos por un super­fi­cial e inme­dia­tis­ta hedo­nis­mo sim­plis­ta, dis­po­ner de todo ese saber geren­cial y ese poder de movilización?

Por supues­to que no pode­mos res­pon­der aquí con exac­ti­tud todas estas dudas, por la caren­cia de datos pre­ci­sos al res­pec­to. Pero el sólo hecho de plan­tear­las y ver cómo los pode­res mediá­ti­cos bom­bar­dean en for­ma sis­te­má­ti­ca con men­sa­jes que poten­cian esa sen­sa­ción de inde­fen­sión de las gran­des mayo­rías, per­mi­te infe­rir que estas maras pue­den jugar un papel polí­ti­co que va muchí­si­mo más allá que lo que sabe cada uno de estos jóve­nes que actúa en ellas. Podría decir­se que hay en estas apre­cia­cio­nes una ópti­ca con­fa­bu­la­cio­nis­ta. Espe­ro que el dis­cur­so para­noi­co no me doble­gue, pues está cla­ro que todos estos patro­nes arri­ba men­cio­na­dos, más que res­pon­der a abs­tru­sos fun­da­men­ta­lis­mos que ven cons­pi­ra­cio­nes de la CIA en cada esqui­na, abren inte­rro­gan­tes que «lla­ma­ti­va­men­te» nin­gún medio de comu­ni­ca­ción con­tri­bu­ye a acla­rar sino, por el con­tra­rio, oscu­re­ce más aún día a día.

Se entre­mez­clan en todo este pro­ce­so varias lógi­cas: por un lado, efec­ti­va­men­te hay una bús­que­da psi­co­ló­gi­ca de estos jóve­nes en rela­ción a «fami­lias sus­ti­tu­tas», deseos de pro­ta­go­nis­mo, sen­sa­ción de poder; ele­men­tos que, sin dudas, la mara les con­fie­re (en mayor o menor medi­da, cual­quier joven par­ti­ci­pa de esas bús­que­das en cual­quier par­te que esté).

Pero ade­más, arti­cu­lán­do­se con ese nivel sub­je­ti­vo, todo indi­ca­ría que hay deter­mi­nan­tes polí­ti­co-ideo­ló­gi­cos en los pla­nes de acción de estos gru­pos que lle­van a pen­sar que, «curio­sa­men­te», allí don­de pue­de gene­rar­se la pro­tes­ta social, apa­re­cen las maras. Si las gran­des masas urba­nas empo­bre­ci­das no se bene­fi­cian con esto sino que, al con­tra­rio, viven en la per­ma­nen­te zozo­bra, mania­ta­dos, guar­dan­do un for­za­do silen­cio, ¿quién saca­rá pro­ve­cho de esto? Si pode­mos enten­der­las enton­ces como meca­nis­mos de con­trol social: ¿quién con­tro­la? Segu­ra­men­te los mis­mos pode­res que vie­nen con­tro­lan­do todo des­de hace un buen tiem­po; y sabe­mos que los pode­res no son nun­ca ni «bue­ni­tos», ni trans­pa­ren­tes. «El fin jus­ti­fi­ca los medios», se dijo hace mucho…, y no se equi­vo­ca­ba quien lo dijo, que fue alguien que sabía mucho de estas opa­ci­da­des del poder: Maquiavelo.

Insis­ti­mos: todas estas son hipó­te­sis. Pero la expe­rien­cia nos ense­ña que estos rim­bom­ban­tes hechos mediá­ti­cos –como la caí­da de las Torres Geme­las en Nue­va York con los avio­na­zos del 11 de sep­tiem­bre del 2001, el «fun­da­men­ta­lis­mo islá­mi­co» que es el nue­vo demo­nio para otra par­te del mun­do (el Medio Orien­te), el nar­co­trá­fi­co (que nos toca a los lati­no­ame­ri­ca­nos en bue­na medi­da), o en su momen­to, duran­te la Gue­rra Fría, el «comu­nis­mo inter­na­cio­nal» que abría supues­tas cabe­zas de pla­ya por todos lados – , fun­cio­nan como fan­tas­mas que sir­ven para ate­mo­ri­zar, y por tan­to: con­tro­lar. En cada país con petró­leo o agua dul­ce apa­re­ce suges­ti­va­men­te una célu­la de Al Qae­da que, por supues­to, jus­ti­fi­ca todo. ¿Se esta­rá repi­tien­do la mis­ma his­to­ria con esto de las maras? ¿Por qué el gran «pro­ble­ma nacio­nal» de los sufri­dos paí­ses de Cen­troa­mé­ri­ca son las maras y no la pobre­za y exclu­sión que las producen?

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