Matías Bosch /Resumen Latinoamericano /15 de abril de 2020
“Guerra”, “enemigo”, “combatir”, “vencer”, “héroes”, “nación”. Palabras que resuenan en cada discurso sobre la pandemia de COVID-19, hablando como de un enfrentamiento e invasión, y cada quien ocupado en ser el o la mejor general en el campo de batalla. No importa el asiento que ocupen en la clase política o empresarial, todos acuden a la cita.
¿Guerra? Todavía nadie confirma que los virus sean seres vivos, mucho menos podrían desplegar una guerra. Y si la hubiera ¿De quiénes serían, desde cuándo y quiénes pondrían las bajas?
Guerra es que, entre 2018 y 2019, murieron 6612 niños y niñas menores de un año, y nadie apareció para proponer políticas, fiscalizar ni donar algo en serio para impedirlo. Un sistema hospitalario con apenas 360 unidades de cuidados intensivos y 582 ventiladores para 10 millones de habitantes, y provincias enteras que carecen de uno. Que la capital dominicana tenga cinco veces menos camas hospitalarias por cada 1000 habitantes que el promedio de Cuba, un país bloqueado hace casi 60 años.
Guerra es que gastemos más de un 6% del PIB en salud, pero de ese monto no más de 1.5% del PIB sea gasto de gobierno. Eso se traduce en un sistema precario, insuficiente, empobrecido; en la ausencia de un primer nivel de atención que haga cuidado y prevención integral; en salarios, condiciones laborales y equipamientos exiguos, mientras en el discurso de moda se les llame “héroes” y “heroínas” a sus trabajadores.
Guerra es un déficit habitacional de 1.4 millones de unidades, sea porque las familias carecen totalmente de vivienda o se encuentran hacinadas o en precariedad. Guerra es la violencia de género física, psicológica, económica y política, sin respuestas contundentes.
Guerra es que casi 900 mil hogares vivan con una dotación equivalente a 1500 pesos mensuales y a eso le llamemos “solidaridad”. Que el trabajo informal siga siendo el mayoritario. Que cuando sumamos trabajadores formales e informales (con datos de 2016 y 2017) el 60% tenga ingresos por debajo de la canasta familiar de la población más empobrecida. Ahora, y solo si su hogar califica, tal vez alcancen a un subsidio de entre 5000 y 8500 pesos para intentar que su familia sobreviva el mes, sin más alternativas.
Guerra es que la economía del país y la productividad de los trabajadores se hayan multiplicado, pero los salarios equivalgan sólo a un 30% de toda la riqueza producida y tengan menor poder adquisitivo que en 1999. Y así y todo los trabajadores y la población en general ‑quienes menos tienen- carguen con el 65% de los tributos. Guerra ha sido el endeudamiento de los hogares para mejorar su calidad de vida o simplemente llegar a fin de mes, con tasas de interés hasta del 60%.
Guerra es que mientras las zonas francas y el sector turismo han tenido privilegios tributarios por casi 30 mil millones de pesos (sólo en 2019), se les permita pagar salarios de hambre, bloquear la formación de sindicatos, negarse a la verdadera negociación colectiva y despedir empleados sin contemplaciones en plena crisis.
Guerra es que mientras casi 700 mil trabajadoras y trabajadores formales han sido suspendidos por sus empresas, a ningún “general” se le haya ocurrido que a las empresas grandes o con suficiente capacidad de pago y liquidez se les prohibiera suspender salarios o despedir empleados, y focalizar el pequeño subsidio FASE en la mayor cantidad posible de micro, pequeñas y medianas empresas, como en otras con reales limitaciones.
Guerra es que mientras faltan equipos y suplementos básicos para sanar enfermos, que los envejecientes no pueden vivir con dignidad, y cientos de miles de personas carecen de una cobertura de desempleo, las ARS y AFP hayan consumido ya cerca de 120 mil millones de pesos en utilidades y “gastos operacionales”, y a eso se le llame “seguridad social”.
No, la guerra no la ha hecho ningún virus, ya estaba aquí. Guerra y crisis permanente en las injusticias, en la falta de redistribución equitativa de la riqueza, de regulaciones justas para los poderosos, de derechos básicos garantizados; en el desfinanciamiento y la privatización de servicios fundamentales como la salud. En todo esto la Constitución ha sido “un pedazo de papel”.
La epidemia de COVID-19 lo que hace es recrudecer la epidemia de deshumanización y falta de solidaridad, y estallarnos a todos en la cara. Estamos aterrados ante un virus que no mira apellidos pero además ante una crisis de salud, económica y social con consecuencias imprevisibles.
Mientras tanto, quienes son responsables de todo, quienes han tenido y tienen poder, parece que no estaban cuando todo esto sucedía y la crisis no existía; se ven muy tranquilos y seguros en sus «cuarteles»; y creen que sin rendir cuentas ni comprometerse a cambiar nada de lo importante, apenas declamando palabras llamativas y repartiendo cosas, resolverán el asunto.