Ring, Ring!, suena el despertador. Son las siete de la mañana. Esa infernal máquina nos llama para que salgamos de nuestro plácido submundo. Algo de nuestra naturaleza nos hace resistir en la cama. Lo cortamos y volvemos a la placidez… ¡Ring, Ring!… ya es inevitable: otro día más de trabajo.
Esa es una sensación que no es nueva. Con el trabajo ya hay mal rollo desde que el gorila de barba blanca nos echó a patadas del Edén, y nos dijo aquello de: «te ganarás el pan con el sudor de la frente». Todo un castigo divino. Desde entonces, hasta ahora, incluso se han llegado a santificar a vagos redomados como San Isidro Labrador, cuyo milagro consiste en que unos ángeles le reemplacen en el arado, o como apunta el genial Paul Lafargue, con el ejemplo de Jehová que «después de seis días de trabajo se entregó al reposo por toda la eternidad».
La reflexión en torno al trabajo siempre ha estado instalada en el sentido común: ¿trabajamos para vivir o vivimos para trabajar?, o ya en un estado de conciencia mayor, ¿para quién trabajamos? No ya solamente a través de la jornada laboral legal, sino de todas las formas de trabajo cotidianas que producen valores de uso. También la reflexión sobre la organización del trabajo nos evidencia las potencialidades que tiene un hipotético sistema económico dónde el reparto del trabajo y la tecnología estuvieran al servicio de la emancipación los trabajadores, y por ende, de la humanización de la división del trabajo, de la erradicación del paro y de la liberación de tiempo para el esparcimiento. Aquí y ahora, incómodo está todo el mundo, tanto el parado como el currante en ejercicio. Ni se vive, ni nos deja vivir. Para completar el círculo, las reformas estructurales para “incentivar el trabajo” se realizan siempre retirando la protección social y no mejorando las condiciones laborales y salariales. El capital inventiva a latigazos.
Clásicos del hedonismo utópico como Epicuro, el monje Rebeláis, Tomás Moro, Fournier o Lessing, se preguntaron sobre estas cuestiones. Posteriormente Marx, y especialmente su yerno Lafargue, introdujeron nuevas variables para señalar que la emancipación no sólo vendría de la supresión de los explotados y los explotadores, sino de la creación de las condiciones necesarias para que el ser humano tuviera una fértil vida espiritual. Más allá de quitarle el tiempo al trabajo para dárselo al ocio, se trata de quitar tiempo a lo monótono para dárselo a lo creativo. Bob Black, desde un anarquismo de nuevo cuño, apuntaba lapidariamente a que «si haces trabajo aburrido, estúpido y monótono, lo más probable es que tú mismo acabarás siendo aburrido, estúpido y monótono». Por eso, como diría la “camiseta”, si el trabajo fuera tan valioso, se lo quedarían los ricos.
El estrés laboral que impone el sistema capitalista es incompatible con la autodeterminación de nuestro reloj biológico y nuestra salud. A partir de aquí surge un divertido y productivo debate que nos pide un respiro para reflexionar sobre la inercia de la normalidad entre madrugón y madrugón. Nos pide una reflexión sobre qué tipo de sociedad construimos o, mejor dicho, nos tienen construida para despilfarrar tantas energías y ser tan infelices. Ya en ambientes más vanguardistas, este debate tiene una arista negativa: hay una cierto tufo pequeñoburgués. La ideas del “no trabajo” en la izquierda están instaladas en la intelectualidad universitaria, cuyos portadores suelen ser estudiantes de izquierda radical que en muchos casos quieren seguir viviendo como en casa de sus padres: subvencionados y sin dar palo al agua. Naturalmente consumir sus vidas entre los casilleros de Excel o entre las buenas caras forzadas de la atención al público, es para ellos casi tan atroz como poner ladrillos. En esa medida conviene tener una vigilancia autocrítica, sin llegar al latigazo judeocristiano. Es humano, pero tiene varias objeciones.
El militante de izquierdas tiene que saber realizar todo tipo de trabajos con eficacia. Eso no es contradictorio con que la pereza consciente pueda ser utilizada contra el capital como un acto de sabotaje (dependerá si implica falta de compañerismo y si realmente es un acto de “autovalorización obrera” en términos del antiguo Negri), pero la pereza como actitud ante la vida, lleva a la dejadez, al individualismo y a la ineficacia en la acción militante. Hay, además, algo inevitable: mientras que los funcionarios de la represión tengan toda una jornada laboral remunerada para hacernos la vida imposible, nosotros y nosotras tendremos que trabajar muy duro (con su cuota de sacrificios y su doble jornada), tanto para ganarnos nuestro pan, como para luchar por un mundo emancipado.
El hedonismo individualista no ejerce contrapoder al capitalismo (sino Berlusconi sería un revolucionario); en todo caso le da motivos para sacar nuevos productos al mercado, ya sea del legal o del negro. La militancia no debe ser un calvario, tenemos nuestras alegrías en el camino de la lucha. También nuestro vitalismo nos ayuda a convivir con los necesarios sacrificios, pero lo cierto es que tal y como observamos en Grecia, cuando la lucha de clases está en la calle: el horno no está para bollos de batucadas o de mani-fiesta-acciones. A la hora de la verdad todo esto desaparece y se esconde, para dar paso a la quintaesencia de la vida: la pasión revolucionaria. Esa es la sensación más vitalista del ser humano. En palabras del Che: «el revolucionario es el escalón más alto de la especie humana».
Así pues, prepárense para trabajar lo menos posible para su capitalista y lo máximo posible por la revolución. Con todo, nos lo pasaremos bomba. Si no tiene suficiente paciencia revolucionaria hasta la sociedad socialista. Al próximo ¡ring, ring!. No se lo piense dos veces. Rompa usted el despertador.
SIETE HISTORIAS SOBRE EL TRABAJO
1ª.- Origen de la disciplina en el trabajo asalariado
Marx nos da una pista, en la acumulación originaria capitalista, «la población rural, expropiada por la violencia, expulsada de sus tierras y reducida al vagabundaje, fue obligada a someterse, mediante una legislación terrorista a fuerza de latigazos, hierros candentes y tormentos, a la disciplina que requería el sistema del trabajo asalariado». Se necesitaron tres siglos (XVI al XVIII), para establecer la jornada laboral. Hoy en día persiste el miedo a no tener empleo o a sabotearlo, entre otras cosas, porque nuestra supervivencia va en ello y porque nos lo inculcan en las escuelas.
No obstante, el grupo Krisis (1999), nos matiza: «las antiguas sociedades agrarias eran cualquier cosa, menos paradisíacas. Pero la coerción monstruosa de la invasión de la sociedad del trabajo fue vivida, por la mayoría, como un empeoramiento». «Lo que en la falsa conciencia del mundo moderno aparece inventado como una calamitosa Edad Media de oscuridad y plaga, fue, en realidad, el terror de la propia historia». Añaden que se trabajaba menos horas, había más cultura de ocio y una mayor “lentitud relativa” de la vida.
2ª.- Del catolicismo rentista a la ética protestante del trabajo
Paul Lafargue con su El derecho a la Pereza (1883) dispara un torpedo contra la moral cristiana por engañar a los pobres con la maldición terrenal del trabajo. Las católicas clases altas nunca predicaron con el ejemplo. Su Iglesia establecía que el trabajo para ellas era embrutecedor pero para el populacho tenía un valor redentor.
El espíritu aristocrático (¡qué trabajen los esclavos!) estuvo presente también en la Grecia Clásica y el Imperio Romano. ¡Y cómo no!, el debate también está presente con la emergencia de la clase dominante capitalista: frente a la rentista burguesía católica, que prefería comer bien y descansar tranquila, Max Weber defendió que el protestantismo fue la argamasa del capitalismo, por ahorrador y competitivo.
3ª.- Subsunción del trabajo al capital
El economista David Anisi en Creadores de Escasez (1995) nos sentencia, que además de la muerte, todos los seres humanos «partimos de una igualdad: el día tiene 24 horas para todos. Técnicamente el tiempo es algo “improducible”. Sólo el ejercicio del poder, al apropiarnos de tiempo de los demás, puede acrecentarlo». Es decir, explotando.
Marx con El Capital (1867) visibiliza que la maquinaria no es más que trabajo muerto y que el capital para rentabilizarse necesita vampirizar plusvalía: aquella parte del valor producido durante la jornada laboral que excede del valor de la mercancía fuerza de trabajo. Así lo ha demostrado el capital, en su historia y en la actual crisis, que su voracidad por plusvalía es insaciable. En lo que concierne al común de los mortales parece lógico que si trabajar nos gusta poco, “trabajar para el inglés” menos.
4ª.- Emancipación capitalista del trabajo
‘Explotar’ también puede ser visto como una forma de emancipación individualista y excluyente en el seno del sistema capitalista. Al fin y al cabo el que pasa de ser asalariado a pequeño burgués (ya sea empleador o especulador) pretende administrar su propio tiempo y enriquecerse del tiempo de los demás. Ocurre lo mismo en las relaciones patriarcales de sofá y mando a distancia. Entonces, ¿la lucha de clases es la lucha por el monopolio de la ociosidad? Sí y no, porque también ahora existen ejecutivos millonarios tan adictos al trabajo como a la cocaína, droga que se mueve como pez en el agua de la hiperactividad capitalista.
Tal y como afirma el grupo Krisis (Manifiesto contra el Trabajo, 1999): «Ninguna casta vivió, en toda la historia, una vida tan miserable y no libre como los acosados ejecutivos de Microsoft, Daimler-Chrysler o Sony. Cualquier señor medieval habría despreciado profundamente a estas personas». Sin embargo los hay también ricos que insatisfechos con el «éxito» de la sociedad capitalista, acaban entregándose a las virtudes dionisiacas que ofrecen las cloacas de ese gigantesco prostíbulo llamado capitalismo. Ahí están nuestros demonios mediterráneos: los Berlusconis, Borbones o los de la Gürtel, tan envidiados en las tascas obreras.
5ª.- Postcapitalismo: Trabajo limitado, emancipado o convertido en juego
Para unos el trabajo al ser un mal ‑Bob Black- debe sustituirse por un juego productivo, otros lo consideran un mal necesario a limitar a tres horas diarias ‑Paul Lafargue- para evitar llegar al punto de saturación, y los hay que como el Che Guevara defienden un trabajo emancipado, moralmente gratificante, como el trabajo voluntario. El menos conciliable es Bob Black (La abolición del trabajo), cercano a las tesis de Nietzsche en su texto “Contra los Apologistas del trabajo” (1881) en el que este último afirma: “se comprende ahora muy bien, al contemplar el espectáculo del trabajo —es decir, esa actividad ardua que se extiende de la noche a la mañana, que no hay mejor policía, pues sirve de freno a cada uno de nosotros y contribuye a que se detenga el desenvolvimiento de la razón, de los apetitos y de los deseos de independencia”.
Si fuera posible la síntesis entre los tres primeros (Black, Lafargue y Guevara), dibujaríamos una organización social dónde fuera posible la administración propia del tiempo o, al menos, la redistribución equitativa de los excedentes de tiempo. Por otro lado habría que subordinar la actividad productiva a la elevación de nuestra autoestima en la medida que se contribuye a la sociedad. Ante tanto discurso de moda de sobreconsumo de las clases populares, desde la perspectiva del decrecimiento, en una sociedad capitalista que precariza el trabajo, que obliga vaciar la mayoría de los salarios en las viviendas y que sus planes de ajuste anticrisis abogan por la austeridad y la reducción de salarios: mucho antes que el consumo, tenemos que hablar del trabajo y de su inserción en las relaciones sociales de producción.
6ª.- Escaqueo socialista o vaguería explotadora
El marxismo y el socialismo real han sido criticado al mismo tiempo tanto por crear «ejércitos de obreros» que trabajan sin parar, como por generar una sociedad subvencionada con inventivos a la holgazanería, que muchos ven como un elemento de calidad de vida y otros como un despilfarro de capacidades de trabajo que condena al subdesarrollo (aquí es dónde el Partido Comunista Cuba hinca el diente del debate sobre la vía caribeña al socialismo).
El filosofó alemán Boris Groys, que vivió en la URSS, afirma que «en los países comunistas te podías escaquear [del trabajo] con facilidad. En cambio nadie puede escapar de las redes del mercado porque dependes del dinero que te proporciona para vivir. Si de verdad a alguien le liberas de sus obligaciones, se va a dormir. La verdadera libertad es no trabajar”. Esta cita está recogida en un Manifiesto contra la Eficiencia (Fernando Esteve, 2009) en el cual se afirma que la competencia entre trabajadores es incompatible con la libertad, por eso muchos aspiran a ser funcionario.
Entonces, ¿es posible una sociedad donde todos seamos vagos? A priori parece claramente inviable, además, el perfil subversivo que pudiera tener en el capitalismo, en el socialismo se borra, para convertirse en un ejercicio de explotación contra la sociedad que sí trabaja. No obstante, el avance tecnológico (con una finalidad humanista) junto con el reparto socialista del trabajo, vendría a ayudar a reducir la jornada de trabajo hasta las tres horas que sugería Lafargue. Para Paul, la máquina es el Dios que liberará a la clase obrera. En realidad el debate es más complejo, porque no existe neutralidad de clase en la tecnología. En ese sentido, con los cambios de relaciones sociales, nuestros científicos sociales y laborales, tendrán que inventar maquinaria y organizar el trabajo ex proceso al servicio de la emancipación y el bienestar de los trabajadores.
Para ser justos con la posición de los clásicos, éstos denunciaban que el trabajo en el capitalismo es sólo un medio para satisfacer necesidades externas a él mismo, en contraste con el socialismo donde el trabajo se convertiría en la primera necesidad vital, una vez despojado su carácter esclavista y siendo sustituido por el pleno desarrollo individual físico y espiritual como condición del desarrollo de toda la sociedad. Lo cierto es que para que «haya calidad de vida, debe haber calidad de vida laboral» (Lázaro González, “La Ciencia del Trabajo en el Socialismo”, Universidad de la Habana, 2006). Y eso es una mala noticia para el que no quiera dar palo al agua: hace falta que exista una vida laboral productiva, breve y humana, lo más breve y humana posible, pero que contribuya a la riqueza social. Para ello el marxismo propone que en un periodo de transición la retribución laboral (única forma social de remuneración) vaya en función del esfuerzo, dentro de un marco de igualdad y de cobertura de necesidades sociales básicas.
7ª.- Peculiaridades mediterráneas
La vorágine capitalista lleva a deteriorar, en nuestro caso, la cultura gastronómica mediterránea y la vida social en general. El estrés, la lógica del lucro y el escaso tiempo de ‘no trabajo’ pervierte la demanda social, ya de por sí teledirigida por el poder, como son los trenes de alta velocidad, los Burger King o la tele basura. El capitalismo arrasa con los espacios públicos y lo privatiza todo, eso afecta a la convivencia social en la calle. Ahora si levantan la mano al botellón es porque, antes del negocio, está el orden social y su pacificación por la vía narcótica.
No es extraño que en países mediterráneos como Italia o España se asiente el neorruralismo, que en su versi��n más radical, llamado Movimiento Slow, manifiesta: «La prisa es el motor de todas nuestras acciones y la cinética de grand prix envuelve nuestra vida acelerándola, economizando cada segundo, rindiendo culto a una velocidad que no nos hace ser mejores». No es menos extraño que el propio Lafargue se le hiciera la boca agua con las fiestas españolas de «tirar la casa por la ventana», en alusión a los banquetes celebrados durante varios días tras la guerra de independencia.
En cualquier caso, sigan leyendo a clásicos como Paul Lafargue para desidiotizarnos, tener gusto, como él, por saborear la vida y por cambiar la Historia. Debemos estar agradecidos a Paul por la introducción del marxismo en tierras ibéricas y haber admirado nuestras comidas, sobremesas y siestas. Murió de una pieza, tal y como había vivido. «Antes de que la implacable vejez» matara a todos sus «placeres y energías», Lafargue (y su compañera Laura Marx) decidieron quitarse de en medio. Sólo cometieron un error imperdonable: se suicidaron 6 años antes de la revolución bolchevique. Vivir el asalto de los cielos, bien hubiese merecido toda esa gozosa inyección de ácido cianhídrico que se aplicaron en 1911, tras ir al cine y comer unos pasteles. No obstante, en el cielo observarían que sus amigos los bolcheviques habían detenido al Dios de la maldición del trabajo y de la explotación. En todo caso, se durmieron para que ningún maldito despertador “les jodiera” el sueño de la emancipación.
* Pablo G.V. es economista y militante de Iniciativa Comunista.
La Haine