Por Vocesenlucha, Resumen Latinoamericano, 5 mayo 2020
“Ningún hecho
social, humano o espiritual, tiene tanta importancia en el mundo moderno como
el hecho técnico. Sin embargo, no hay otro peor conocido”. Así comienza Jacques
Ellul su ensayo La edad de la técnica.
Observando la realidad podemos hacernos una idea de cómo continúa la historia. Miles
de episodios truculentos han conformado eso que hemos querido llamar la obediencia global a las leyes del capital,
algo que se ha profundizado con la llegada del Covid-19, resultando un desastre
monumental mírese por donde se mire.
Insertados en estas
circunstancias ¿cómo se puede volver a soñar? ¿Habrá que elevar la mirada hacia
los cerros? Expliquémonos.
Los últimos años de
la década de los 70 sirven para dibujar en el imaginario colectivo la idea de
que el progreso (el hecho técnico del mundo moderno) nos deparará un futuro
mejor. Miles de padres y madres, de todo el mundo, abandonan su modesta vida en
el campo buscando prosperar en las ciudades. El secreto se llama “sacrificarse
lo suficiente”. Acá y allá, empieza el trabajo informal sin derecho a la pereza.
En Colombia ‑lugar desde donde escribimos estas líneas‑, la cosa se agudiza en
la década de los 90, cuando comienza a engrosarse la cifra de personas forzadas
al desplazamiento interno, que hoy llega a casi 8 millones. La guerra venía de
tiempo atrás, pero la soberbia de un Estado fiel al sueño norteamericano, arrasa
los territorios utilizando la maquinaria de “lo monstruoso”[1],
como lo llamaría Günther Anders. El Plan Colombia, dirigido por el Departamento
de Defensa de EEUU, con la excusa de la lucha contra el narcotráfico se vale
del paramilitarismo para sus intereses geoestratégicos. El terror se instala en
los cuerpos condenándolos a engrosar los cinturones empobrecidos de las ciudades.
En Bogotá, crece exponencialmente la población y los cerros son sobrepoblados
por quienes tienen que empezar de cero.
Hoy, millones de lucecitas, distribuidas desordenadamente en una ciudad “patas pa’arriba”, serpentean en la noche mientras los estómagos rugen acobardando el sueño. En Los Laureles, uno de los siete barrios que componen el territorio de Alto Fucha en la localidad de San Cristóbal, situada en los Cerros Orientales de Bogotá, más de doscientas familias no han comido. Esa cosa conocida como Coronavirus radicaliza las lógicas de un orden caótico. “El futuro es incierto, ¿quién podría imaginar algo así? Aquí en los barrios nos ha pillado de sorpresa, y si no sales a trabajar no entra el ingreso” relata Luz Miriam, habitante del barrio.
Las cacerolas vacías, símbolo de memoria y organización, se reactivan por decisión colectiva en las poblaciones más vulnerables. Altavoz de la indignación desde las movilizaciones del pasado 21 de noviembre de 2019, las cacerolas vuelven a sonar en plena crisis del Covid-19. Los barrios gritan: “¡Existimos!”, “hay niños y adultos mayores”, “¡No hemos comido!”, “¡Las ollas están peladas!”. Todos los días hay protestas. La organización comunitaria es muy fuerte, pero no puede contener el desastre provocado por esta crisis. “Ayer una vecina preparó un sancocho comunitario, invitó a un promedio de 50 personas a comer” nos cuenta Don Fran, presidente de la Junta de Acción Comunal del barrio La Cecilia, “el vecino ayuda al vecino, una nueva modalidad. La solidaridad es grande, pero no será suficiente. Además, no se han congelado los pagos de los servicios públicos, ni el impuesto de los carros. Las familias no lo van a poder soportar”. Desde la calle y con la olla en la mano hacen un llamado al Estado, a la señora alcaldesa para que lleguen las ayudas prometidas.
En el territorio Alto
Fucha habitan aproximadamente 5200 personas, distribuidas en unas 2300 familias
que pertenecen a Aguasclaras, Gran Colombia, Manila, Montecarlo, El Pilar, La
Cecilia y Los Laureles. Y aunque cada barrio tiene una historia, todas hablan
de organización y pelea para llevar agua, luz y servicios a las casas. La
mayoría vive del trabajo diario, y ahora de la solidaridad de algunos donantes.
“El rebusque”, que va desde la venta ambulante de cualquier producto en las
calles, hasta el reciclaje de cartón pasando por trabajos temporales de todo
tipo, arman el espectro de la economía informal precarizada que alimenta los
estómagos de estos barrios. Otra parte de los pobladores la conforman obreros
asalariados de la construcción y las manufacturas, precisamente los sectores de
la economía que en estos días regresan escalonadamente a la actividad. “Vamos a
tener que salir en algún momento, pero ¿vamos a salir a qué, a salvar la
economía o a organizarnos y pelear?”, se pregunta Iván, del Colectivo Huertopia en Los Laureles. Una
vuelta por el territorio deja ver multitud de trapos rojos colgados en las
casas. “La familia que no tiene qué comer pone un trapo rojo en su puerta o
ventana para que la gente sepa. Es una señal de alarma”, continúa Iván. “Hace
unos días repartimos 90 truchas arcoíris que pescamos. Este territorio tiene
una riqueza enorme. Los bosques, el agua, fíjense que el río Fucha no está
contaminado. Quizás por eso, el Estado, que durante 40 años estuvo ausente y no
nos ayudó ni un poquito, aparece en 2015 para quedarse con el territorio y
echarnos encima dos megaproyectos. Aquí quienes hemos dado y seguimos dando la
pelea somos nosotros, los barrios se han construido con el sudor de la gente”.
La riqueza natural del territorio seduce los ojos inversionistas. Estos barrios permanecieron en la ilegalidad hasta 2015, cuando se regulariza el territorio precisamente para ponerlo en venta. Los servicios públicos se convierten en un negocio. Nada en comparación con los proyectos de ecoturismo internacional que se vienen encima. Uno es un plan maquiavélico de especulación inmobiliaria que se concreta en un emplazamiento hotelero que acompaña el llamado “Sendero de las mariposas”, una propuesta de 105 kilómetros de paseo turístico por los Cerros Orientales de Bogotá cuyo estudio, afirma Fran, ha utilizado los fondos de Fondiger. “Una plata que debería haber sido destinada para la mitigación de riesgos en varios barrios que lo necesitan”. Además de uso indebido de los recursos, el sendero implica la reubicación de muchos habitantes de La Cecilia. Algo que desde La Comisión de Defensa del Territorio Alto Fucha no van a permitir. El otro proyecto ya está aprobado: el Parque Lineal río Fucha, que consiste en colocar unas alamedas por la orilla del rio con miradores hacia los cerros. “Cualquier día lo ejecutan” dicen las palabras de quien lleva 23 años en el barrio y no está dispuesto a marcharse aún consciente de que ser líder social y no dejarse cooptar por una multinacional supone asumir el riesgo de ser asesinado. Fran llegó a fines de los 90 desde los campos de Boyacá. “Soy de raza campesina”.
La situación de
lucha permanente que reivindica un territorio digno para quienes lo habitan y
no para los planes usureros de grandes empresarios, se suma al actual escenario
donde “las necesidades son muchas y las promesas que nos llegan de la
televisión mentira”. Nadie, ni la alcaldía ni el distrito ni el Estado, les ha
tirado una libra de arroz. Iván, desde su visión de respeto y cuidado a la vida
y al medio ambiente, manda un mensaje: “Nosotros le decimos a la alcaldesa
Claudia López que los 223 mil millones de pesos para el “Sendero de las
mariposas´ los ponga al servicio de las comunidades. ¿No dice que se trata de
salvar a la gente? Salvemos a la gente y luego pensemos qué economía
necesitamos para vivir”.
“Tengo 80 años,
pero no lo vuelvo a repetir”, afirma con humor Don Humberto, quien hace 6 años compró
una tierrita en el barrio “para refugiarme acá, es un sitio fantástico, río,
montaña, aire fresco,… pero no puedo tolerar que haya injusticia”. Para
Humberto ese es el verdadero virus, “que lo agarra a uno hasta el final”. Este octogenario tiene una larga trayectoria
de lucha intentando cambiar el país. “Me salvé de la muerte en muchas ocasiones
por pura intuición”. Al llegar a Alto Fucha, se involucró en la vida
organizativa junto a los jóvenes. “Yo soy el más viejo de la gente organizada
en el barrio”. ¿La mayoría de la gente allá sobrevive del trabajo informal?, le
preguntamos. “Sí, y se supone que yo soy uno de ellos, aunque mi trabajo es el
menos informal”. Lógica respuesta, para quien se dedica a darle forma a las
cosas. Don Humberto es artesano escultor. El pasado año construyó una obra que
se ha convertido en un emblema en Los Laureles, la escultura de la Diosa Fucha.
La piedra, como metáfora del barrio, fue tallada con trabajo colectivo,
“participó mucha gente”. Lo de diosa no
es cosa de don Humberto, sino de la comunidad, “por nuestra cultura cristiana”.
Sin embargo, Humberto rescata constantemente la memoria indígena en el
territorio. “Para ellos todo era diferente, tenían una relación directa con la
naturaleza”. Los cronistas españoles, cuenta, durante la colonización,
tradujeron el nombre del río Fucha de distintas formas, desde río de la zorra hasta río más frío de Bogotá, “pero
investigando uno descubre que Fucha quiere decir niña, mujer, vida”. Al pueblo Muisca, los invasores españoles lo
llamaban los moscas. “Tenía una connotación política, para desaparecerlos”. Al
escuchar esta historia es difícil no hacer una analogía con la situación de
exclusión e invisibilización que viven hoy los territorios del sur de Bogotá.
¿Existe una intención política?
Mientras los
proyectos capitalistas pretenden instalarse desplazando a las comunidades, el
sistema de salud en la zona es precario, sin apenas infraestructuras ni
cobertura, lo que les deja desprotegidos ante un agravamiento de esta crisis
sanitaria. Para don Humberto, “se vienen tiempos de mayor control. Esto es una
nueva variedad del fascismo”, afirma respecto a la creciente militarización de
la vida.
Nos preguntamos ¿por
qué la ausencia de atención y cuidado a estos barrios? Si tendrá que ver con esa
organización que ha sobrevivido en el relevo generacional y que del salón
comunal pasó a levantar en 2012 La casa
de la lluvia de las ideas. Un lugar “autogestionado y autoconstruido” con
materiales autóctonos, visitada por delegaciones del mundo entero, donde se
reúnen las artes, las esperanzas y las ideas. Nos preguntamos si esta falta de
atención en un momento como este tendrá que ver con la resistencia que ofrecen
los vecinos y vecinas organizadas en la Comisión de Defensa del Territorio. O con
la acción del Colectivo Huertopía que siembra horizontes de agroecología, eso
sí para la vida, no para el negocio.
Las comunidades
reclaman la responsabilidad de las instituciones oficiales, pero saben que no
pueden depender de ellas, entre otras cosas porque nunca lo han hecho. “No se
trata de andar mendigando ayudas. Necesitamos proyectos serios para la
población. Pero también necesitamos construir alternativas propias, desde la
comunidad. Esto se va a poner peor, debemos construir desde lo que somos:
campesinos”, afirma Iván. Esa identidad campesina reclama la necesidad de la
siembra y la soberanía agroalimentaria ante una realidad incierta. De ahí
proyectos de autogestión como Huertopía, que nace “tomando lotes de familias
desplazadas y los convertimos en huertas”. ¿Cuál es la utopía de Alto Fucha?,
preguntamos: “ser un ecoterritorio sustentable”, contesta este Trabajador
Social hoy desempleado.
El maestro Humberto
no es capaz de pedir limosna. “La dignidad no me lo permite”. Por eso cree
firmemente en la sabia transformadora de la comunidad, un concepto que tiene,
dice, dos acepciones: “la liberal, que gira entorno a un interés, y la
humanista, que es la nuestra, donde comunidad es territorio, cultura y
perspectivas”. ¿Perspectivas? “Sí, hacia dónde dirigir los esfuerzos”,
responde. Hace una pausa y continúa: “Nosotros no creemos en el crédito, eso
solo sirve para amarrar a la gente a los bancos, y es una forma de fortalecer
este Estado decrépito. Las 60 personas más poderosas del mundo desarrollan así
poder y control. Por eso andan verracos con los indígenas, porque ellos no se
doblegan”. Para el sabio artesano la clave está en encontrar métodos de trabajo
colectivo. “Una persona puede cambiar muchas cosas, pero la sociedad la
cambiamos entre todos”.
A principios de año
las mujeres del territorio conformaron La
red de economía popular Alto Fucha, una manera de aportar los saberes de
cada cual en beneficio del colectivo. Producen productos en sus casas, desde
pantuflas a insumos de huerta. Porque en los cerros, aún a pesar de las muchas
contradicciones que se viven, prevalece por encima de todo el sentido de la
comunidad. Una pulsión que se expresa en la necesidad de buscar conjuntamente
la manera de sobrevivir y hacer más habitable el espacio que se ocupa. Un
ejemplo es el que nos relata Luz Miriam. “Cuando llegué al barrio en 1994 tanto
el agua como la luz eran de contrabando, me tocaba lavar en el río, con mis
vecinas. Juntas pensamos la manera para llevar el agua a los hogares. No fue
fácil, hubo quien ponía zancadillas, pero finalmente lo logramos”. Lo lograron, ¿por qué no podrían volver a
hacerlo? Desde un horizonte de construcción de vida digna ¿por qué no podrían
ganar a los megaproyectos? La única manera, y lo sabe el sistema capitalista,
es maltratarlos de tal modo que olviden quiénes son. En estos tiempos “el hecho
social, humano y espiritual” son los únicos que pueden salvarnos de la
monstruosidad del hecho técnico y la obediencia al capital. Por eso las
pobladoras y pobladores de Alto Fucha toman las calles. Temen al virus tanto
como cualquiera, pero no soportarán con los brazos cruzados el hambre ni la
pobreza al que quieren someterlos. Como canta CazoMizo, el grupo de hip-hop del
barrio, “desde que aquí vivimos construimos un tejido basado en la hermandad,
la fuerza de nuestro territorio es solidaridad”. En esos cerros, junto a la
virgen de la Roca a la que cada quince días la señora Rosita lleva flores por
salvar la vida de su marido hace ya sesenta años, habitan espíritus inquietos,
que se resisten al olvido, que saben que son de los imprescindibles.
Bogotá, 4 de mayo de 2020
Vocesenlucha. Comunicación
popular. Pueblos América Latina, el Caribe y Estado español
[1] Anders Günther. Nosotros los
hijos de Eichmann. Barcelona, Paídos, 1988.