Las palabras crisis, recesión, déficit, desempleo, deuda, inflación, estabilidad, ajuste presupuestario o reforma laboral se han convertido en vocablos habituales que penden sobre los ciudadanos como la espada en la cabeza de Damocles. Pertenecen al léxico más repetido en economía, una ciencia no exacta, que por su complejidad y subjetividad resulta complicada de entender cuando el ciudadano de a pie intenta indagar en ella y averiguar por qué ha perdido el trabajo, por qué su poder adquisitivo se encuentra por los suelos y por qué los derechos laborales están en peligro de extinción, mientras empresarios, bancos, multinacionales y los especuladores internacionales aumentan sus beneficios, acaparan el dinero público y disfrutan, con alegría y alevosía, de sus privilegios de rico. Es entonces cuando una tiene la sensación de que, en alguna parte de las intrincadas explicaciones económicas que ofrecen expertos, políticos y analistas, alguien ha dado un espectacular corte de mangas a la mayoría social y en especial a los trabajadores.
Acometer la tarea de internarse en el conocimiento y en los laberintos de la macroeconomía supone una labor como mínimo estresante, sobre todo cuando se realiza desde un nivel cero, es decir, desde el conocimiento básico que se necesita para poder administrar los recursos de un sueldo que se tambalea en una incertidumbre constante. Una vez roto el hielo de las primeras lecturas, el trabajo pierde su aureola elitista y baja a pie de calle. Es entonces, cuando los conceptos se recolocan en el lugar que corresponde y se empieza a entender lo que ya se sabía, que unos se quedan con todo y otros con nada. A esta sencilla conclusión los expertos y teóricos del capitalismo le llamarían demagogia o reducción simplista del problema. Los que de verdad sufren los reveses económicos le denominamos realidad.
La etimología del término «economía» indica que se trata de una palabra compuesta de origen griego que significa administrar la casa, el patrimonio. A partir de esa idea y años después de la caída del Antiguo Régimen, surgió el concepto de economía política que no es otra cosa que la teorización de cómo se debe realizar la administración y el reparto del patrimonio, de los recursos o de la riqueza existente en el mundo. Hasta la llegada del socialismo en el siglo XIX y la publicación de «El Capital», de Karl Marx, la idea única y predominante en los asuntos económicos fue favorecer y dar el control del sistema a una minoría sin tener en cuenta las necesidades y derechos de la mayoría.
Una vez que se le coge el tranquillo, adentrarse en el campo de la economía política y de sus diferentes análisis, teorías y escuelas puede ser apasionante. Resulta asombroso comprobar los vericuetos ideológicos y técnicos, empleados por la derecha y el gran capital para continuar manteniendo la riqueza y el poder en manos de unos pocos, estructurando con ello doctrinas irrefutables e inalcanzables, cuyo debate y acuerdo sólo se permiten en las élites económicas y políticas.
Sin embargo, de la misma forma que el pensamiento económico ha marcado y sigue marcando la evolución y el orden del mundo, también, puede ofrecer la posibilidad de cambiar la dirección del sistema, evidenciar las contradicciones capitalistas y proporcionar las herramientas adecuadas para virar el timón hacia una administración de los recursos mucho más equitativa con las mayorías, para lo cual es imprescindible, además de teorizar sobre la aplicación de políticas encaminadas a un reparto justo de la riqueza, luchar con ahínco y determinación para que eso suceda.
Dicen que la crisis es parte intrínseca del sistema capitalista y que, además, sirve para fortalecerlo. No albergo ninguna duda al respecto. Ejemplos en la historia, haberlos haylos. No es necesario recordar o analizar coyunturas pasadas para dar fe de esa afirmación. El presente, con su crisis actual, según dicen la más importante desde el crack de 1929, nos está ofreciendo, día tras día, el testimonio perfecto.
Los especuladores del capital, agrupados en poderosas entidades financieras, con un poder tiránico sobre la economía mundial, han desencadenado y globalizado una crisis a su medida, dejando a los trabajadores y a las clases más desfavorecidas al pie de los caballos. Y lo hacen después de abrir las puertas del consumismo y convencerles, a través del endeudamiento masivo, de que ser burgués tiene un atractivo asequible y, lo que es peor, duradero. Que la seguridad ayuda a defender lo que se tiene y que si son buenos, colaboran, aceptan trabajar más con menos salario y admiten que las veleidades del Estado de Bienestar de la socialdemocracia no son defendibles en esta coyuntura, recibirán un premio ¿Qué? No se sabe. Tal vez, olvidar el significado de la palabra dignidad y, así, acostumbrarse al miedo y aprender a matar la rebeldía sin remordimientos éticos.
En este momento, el Banco Mundial y el FMI, los que claman por una urgente reforma laboral a la baja, son continuadores del liberalismo emprendido por Adam Smith en el siglo XIX, cuyos principios modernizó la Escuela de Chicago, exponente claro del neoliberalismo actual, integrada por un grupo de prestigiosos economistas, liderados por el Nobel de Economía Milton Friedman para legitimar esta nueva fase de acumulación capitalista.
Tras la caída de la URSS, ambos organismos aparecen como la cara visible y oficial del capitalismo y de sus beneficiarios directos y como único modelo posible para todo el planeta globalizado. Han cogido con firmeza las riendas económicas de Europa, se han despojado de sus ropajes pseudodemocráticos y dirigen las políticas laborales y sociales de los gobiernos con el talante autoritario de quien se sabe seguro, fuerte y respaldado. Exista o no la crisis verdadera, sea o no un instrumento a favor de los intereses del capital, la realidad es que las medidas adoptadas para contrarrestarla pretenden acabar con los derechos laborales y sociales, conseguidos por los trabajadores a base de años de esfuerzo, sufrimiento y lucha. Con ello el capitalismo actual culminaría el objetivo de un plan en el que viene trabajando, cultural, social y económicamente, desde hace años. Un proyecto consensuado con las fuerzas políticas más conservadoras de Europa, con la socialdemocracia y, lo que es más grave, con el apoyo de una gran parte de la izquierda. Una agenda calculada que se inició en el Tratado de Maastricht en 1992, continuó en el de Lisboa en 2007 y ahora acelera sus mecanismos de crisis para desmantelar a toda prisa el Estado de Bienestar y abrir nuevos campos de negocio, privatizando servicios públicos como la sanidad, las pensiones o la educación y, de paso, retrotraer los derechos laborales a las condiciones del siglo XIX y eliminar las reivindicaciones de los trabajadores hasta convertirlos en agentes sumisos de su propia derrota.
Sin embargo, miremos la botella medio llena. Porque igual que el capitalismo se organiza, se estructura y desarrolla planteamientos ideológicos y económicos que le apuntalan y refundan para seguir en pie y mantener su hegemonía, los trabajadores también poseen unas teorías y un pensamiento económico capaz de enfrentarse y contradecir los desmanes del neoliberalismo no sólo desde la dialéctica, el debate o la retórica, sino también desde la acción y la unidad.
Una labor necesaria y urgente y en la que no se puede, ni se debe dar un paso atrás. Y menos en Euskal Herria, donde la reivindicación del derecho a decidir y la soberanía deben extenderse a una independencia económica en la que se articule un nuevo marco laboral que impulse y respete los derechos de los trabajadores.
Lo que está claro y evidente es que en la actual situación, nadie nos va a regalar nada. Ni España ni el capitalismo. Por lo tanto caminemos, actuemos, visualicemos en la mayoría sindical vasca que los trabajadores de Euskal Herria están vivos y dispuestos a defender sus derechos como pueblo y como clase. Al fin y al cabo la espada de Damocles sólo es una leyenda de Siracusa, contada por Cicerón sobre un tirano que lo tenía todo y no quería perder el poder.
Acometer la tarea de internarse en el conocimiento y en los laberintos de la macroeconomía supone una labor como mínimo estresante, sobre todo cuando se realiza desde un nivel cero, es decir, desde el conocimiento básico que se necesita para poder administrar los recursos de un sueldo que se tambalea en una incertidumbre constante. Una vez roto el hielo de las primeras lecturas, el trabajo pierde su aureola elitista y baja a pie de calle. Es entonces, cuando los conceptos se recolocan en el lugar que corresponde y se empieza a entender lo que ya se sabía, que unos se quedan con todo y otros con nada. A esta sencilla conclusión los expertos y teóricos del capitalismo le llamarían demagogia o reducción simplista del problema. Los que de verdad sufren los reveses económicos le denominamos realidad.
La etimología del término «economía» indica que se trata de una palabra compuesta de origen griego que significa administrar la casa, el patrimonio. A partir de esa idea y años después de la caída del Antiguo Régimen, surgió el concepto de economía política que no es otra cosa que la teorización de cómo se debe realizar la administración y el reparto del patrimonio, de los recursos o de la riqueza existente en el mundo. Hasta la llegada del socialismo en el siglo XIX y la publicación de «El Capital», de Karl Marx, la idea única y predominante en los asuntos económicos fue favorecer y dar el control del sistema a una minoría sin tener en cuenta las necesidades y derechos de la mayoría.
Una vez que se le coge el tranquillo, adentrarse en el campo de la economía política y de sus diferentes análisis, teorías y escuelas puede ser apasionante. Resulta asombroso comprobar los vericuetos ideológicos y técnicos, empleados por la derecha y el gran capital para continuar manteniendo la riqueza y el poder en manos de unos pocos, estructurando con ello doctrinas irrefutables e inalcanzables, cuyo debate y acuerdo sólo se permiten en las élites económicas y políticas.
Sin embargo, de la misma forma que el pensamiento económico ha marcado y sigue marcando la evolución y el orden del mundo, también, puede ofrecer la posibilidad de cambiar la dirección del sistema, evidenciar las contradicciones capitalistas y proporcionar las herramientas adecuadas para virar el timón hacia una administración de los recursos mucho más equitativa con las mayorías, para lo cual es imprescindible, además de teorizar sobre la aplicación de políticas encaminadas a un reparto justo de la riqueza, luchar con ahínco y determinación para que eso suceda.
Dicen que la crisis es parte intrínseca del sistema capitalista y que, además, sirve para fortalecerlo. No albergo ninguna duda al respecto. Ejemplos en la historia, haberlos haylos. No es necesario recordar o analizar coyunturas pasadas para dar fe de esa afirmación. El presente, con su crisis actual, según dicen la más importante desde el crack de 1929, nos está ofreciendo, día tras día, el testimonio perfecto.
Los especuladores del capital, agrupados en poderosas entidades financieras, con un poder tiránico sobre la economía mundial, han desencadenado y globalizado una crisis a su medida, dejando a los trabajadores y a las clases más desfavorecidas al pie de los caballos. Y lo hacen después de abrir las puertas del consumismo y convencerles, a través del endeudamiento masivo, de que ser burgués tiene un atractivo asequible y, lo que es peor, duradero. Que la seguridad ayuda a defender lo que se tiene y que si son buenos, colaboran, aceptan trabajar más con menos salario y admiten que las veleidades del Estado de Bienestar de la socialdemocracia no son defendibles en esta coyuntura, recibirán un premio ¿Qué? No se sabe. Tal vez, olvidar el significado de la palabra dignidad y, así, acostumbrarse al miedo y aprender a matar la rebeldía sin remordimientos éticos.
En este momento, el Banco Mundial y el FMI, los que claman por una urgente reforma laboral a la baja, son continuadores del liberalismo emprendido por Adam Smith en el siglo XIX, cuyos principios modernizó la Escuela de Chicago, exponente claro del neoliberalismo actual, integrada por un grupo de prestigiosos economistas, liderados por el Nobel de Economía Milton Friedman para legitimar esta nueva fase de acumulación capitalista.
Tras la caída de la URSS, ambos organismos aparecen como la cara visible y oficial del capitalismo y de sus beneficiarios directos y como único modelo posible para todo el planeta globalizado. Han cogido con firmeza las riendas económicas de Europa, se han despojado de sus ropajes pseudodemocráticos y dirigen las políticas laborales y sociales de los gobiernos con el talante autoritario de quien se sabe seguro, fuerte y respaldado. Exista o no la crisis verdadera, sea o no un instrumento a favor de los intereses del capital, la realidad es que las medidas adoptadas para contrarrestarla pretenden acabar con los derechos laborales y sociales, conseguidos por los trabajadores a base de años de esfuerzo, sufrimiento y lucha. Con ello el capitalismo actual culminaría el objetivo de un plan en el que viene trabajando, cultural, social y económicamente, desde hace años. Un proyecto consensuado con las fuerzas políticas más conservadoras de Europa, con la socialdemocracia y, lo que es más grave, con el apoyo de una gran parte de la izquierda. Una agenda calculada que se inició en el Tratado de Maastricht en 1992, continuó en el de Lisboa en 2007 y ahora acelera sus mecanismos de crisis para desmantelar a toda prisa el Estado de Bienestar y abrir nuevos campos de negocio, privatizando servicios públicos como la sanidad, las pensiones o la educación y, de paso, retrotraer los derechos laborales a las condiciones del siglo XIX y eliminar las reivindicaciones de los trabajadores hasta convertirlos en agentes sumisos de su propia derrota.
Sin embargo, miremos la botella medio llena. Porque igual que el capitalismo se organiza, se estructura y desarrolla planteamientos ideológicos y económicos que le apuntalan y refundan para seguir en pie y mantener su hegemonía, los trabajadores también poseen unas teorías y un pensamiento económico capaz de enfrentarse y contradecir los desmanes del neoliberalismo no sólo desde la dialéctica, el debate o la retórica, sino también desde la acción y la unidad.
Una labor necesaria y urgente y en la que no se puede, ni se debe dar un paso atrás. Y menos en Euskal Herria, donde la reivindicación del derecho a decidir y la soberanía deben extenderse a una independencia económica en la que se articule un nuevo marco laboral que impulse y respete los derechos de los trabajadores.
Lo que está claro y evidente es que en la actual situación, nadie nos va a regalar nada. Ni España ni el capitalismo. Por lo tanto caminemos, actuemos, visualicemos en la mayoría sindical vasca que los trabajadores de Euskal Herria están vivos y dispuestos a defender sus derechos como pueblo y como clase. Al fin y al cabo la espada de Damocles sólo es una leyenda de Siracusa, contada por Cicerón sobre un tirano que lo tenía todo y no quería perder el poder.