Si en ocasiones la realidad tailandesa ha estado ligada a determinados escándalos de turismo sexual y abusos de menores, la mayor parte de las noticias se centraban en difundir la imagen del “país de la sonrisa”, sustentada en la importante presencia del budismo y donde “la harmonía se impone gracias al la benevolencia del palacio real y a la generosidad de los grandes empresarios” La docilidad y la predisposición de las clases sociales más desfavorecidas completan ese cuadro idílico que se nos vende de Tailandia.
Sin embargo las cosas parecen que están cambiando y se está rompiendo ese supuesto pacto social que ha permitido que la mayoría de la población tailandesa haya sido apartada durante décadas de todos los centros de poder. “La exclusión social, la marginación económica y la privación de derechos políticos” han sido los verdaderos soportes de ese falso paraíso asiático.
Cada vez es más evidente el vacío que separa al mundo rural y a los más pobres de las ciudades de las élites del status quo que durante tanto tiempo han manejado las riendas políticas y económicas del país, y directamente relacionado con esa realidad objetiva, no debe extrañarnos que al mismo tiempo cada día que pasa aumenten también las voces y el número de tailandeses que rechazan las injusticias sobre las que se asienta el sistema.
Cuando a mediados de marzo se puso en marcha los primeros movimientos de esta última crisis eran muchos los que mostraban en Tailandia su rechazo a toda una serie de acontecimientos que ha venido condicionando la vida del país durante estos años. La toma claramente partidista del Tribunal Constitucional en 2001, el golpe de estado del 2006, la persecución posterior durante el 2008 de los partidos políticos ligados al depuesto Thaksin y de los gobiernos de éstos, han venido acumulando la frustración y la ira de esos amplios sectores tailandeses que claman por el final de un sistema que claramente no les representa.
Y si desde algunos medios occidentales se ha querido presentar los enfrentamientos como el posicionamiento de unos y otros en torno a la figura de Thaksin, lo cierto es que en las semanas que ha durado la ocupación de los distritos comerciales de Bangkok por parte de los denominados “camisas rojas”, las demandas habían superado claramente esas informaciones, y los eslóganes y pancartas apenas hacía ya referencia al exiliado político tailandés, y mostraban una apuesta decidida por superar el status quo de Tailandia.
El pacto social a la tailandesa estaba sustentado en cuatro sectores. El palacio real, donde una de las monarquía más ricas del mundo sigue amasando su fortuna a costa de la mayor parte de la población, y sobre todo gracias a su participación en la mayoría de los sectores económicos tailandeses y en las principales empresa de éstos; la clase empresarial, dispuesta a permitir en enriquecimiento real y de paso aumentar sus beneficios; el ejército, que asegura y respalda los privilegios reales y que si por ley deberían estar subordinados al poder civil, su sumisión al palacio es absoluta; y finalmente, las clases más desfavorecidas, que hasta hace poco se han mostrado dóciles y han permitido que los otros tres sectores sean los verdaderos beneficiarios de ese acuerdo no escrito.
En este diseño tailandés también han tenido su importancia los actores extranjeros. Los aliados occidentales de Tailandia han permitido esa realidad en pago a los servicios y apoyos que los dirigentes tailandeses les han venido prestando durante muchas décadas. El apoyo a EEUU durante los conflictos en Vietnam, Laos o Camboya; la brutal represión contra los movimientos progresistas del país, los desplazamientos de miles de personas para servir a las tropas extranjeras caracterizaron la política tailandesa durante la Guerra Fría.
Los sucesivos golpes de estado no fueron impedimento para que Bangkok acogiera cada vez más “personal de organizaciones internacionales, ONGs y agencias de prensa”, todos ellos manteniendo una misma política de respeto y tolerancia con los abusos del sistema y de la monarquía tailandesa. Los abusos sobre los derechos humanos de las minorías y de las fuerzas de izquierda, los golpes, la marginación social han sido parte de este sistema antidemocrático, y que ha contado con el aval occidental.
Esa conjunción de intereses de las élites locales y sus aliados extranjeros han convertido a Tailandia en un lugar donde los intereses coloniales en la región han salido reforzados, combinado además con un régimen cuasi feudal que ha mantenido postrada y dominada a la mayor parte de la población .Y como señala un analista local, todo ello para beneficio “de las élites dominantes, para confort de los extranjeros, de los representantes de empresas extranjeras, para el turismo sexual y para un aprensa servil, y sobre todo, a costa de la degradación de la mayoría de la sociedad tailandesa”.
Tras los acontecimientos de estas semanas las cosas han podido adquirir un rumbo muy diferente. Y a pesar de que para algunos se ha cerrado la crisis tailandesa, lo cierto es que como ya ha ocurrido en el pasado, las revueltas populares han sido aplastadas, pero tras cada derrota, las fuerzas que abogan por la transformación social en el país han surgido con más fuerza, con una mayor articulación organizativa y con mayor apoyo popular.
A día de hoy Tailandia es un país inmerso en importantes divisiones estructurales. La más que evidente división social (entre los que hasta ahora se han apropiado de todas las riquezas y los que han sido marginados de todo centro de poder y decisión), las divisiones entre el ejército (también dentro del mismo) y las fuerzas policiales (no hay que olvidar que Thaksin fue oficial de las mismas y que éstas siempre han sido consideradas por el ejército como de “segunda clase”), las divisiones regionales (la mayoría de fuerzas políticas se han creado en torno a apoyos locales, con importantes desequilibrios en su representación a nivel estatal), son algunas de las severas grietas que pueden hacer tambalear las estructuras tailandesas.
La polarización del país va en aumento y el futuro se presenta cada vez más incierto. El objetivo de las recientes protestas es el propio sistema, como ha señalado algún observador, nos encontramos “con una dura pugna entre lo viejo y lo nuevo”, entre mantener el status quo o lograr una profunda transformación que ponga fina a décadas de marginación contra la mayoría de tailandeses.
Las divisiones dentro del ejército, la sucesión del actual monarca (que no atraviesa por un buen estado de salud, lo que unido a su edad, da pie a conjeturas sobre su relevo, y cuyo hijo, candidato al mismo, no contaría con el apoyo que cuenta el actual rey), los movimientos secesionistas del sur, o la reacción de la oposición política “ilegalizada” y de los sectores populares tras la brutal represión gubernamental, son otros aspectos que colocan el futuro de Tailandia en una difícil tesitura y tal vez abra las puertas para la crisis definitiva del actual sistema tailandés.
Las imágenes y las noticias que durante el mes de mayo hemos recibido desde Tailandia han echado por tierra buena parte de la propaganda oficial sobre aquel país asiático y sobre toda un aserie de tópicos que buen aparte de la población en Occidente se ha venido forjando sobre el mismo.