Por Alejandro Muñoz Garzón. Resumen Latinoamericano, 07 de junio de 2020.
Los caminos polvorientos de los departamentos de Putumayo, Caquetá, Nariño y Cauca, entre otros, conducen a plantaciones ocultas de coca, marihuana o amapola que todos los lugareños saben dónde quedan pero a la hora de declarar ante un juez se les olvida.
Por allí mismo he visto subastar la vida de los seres humanos de la manera más triste y miserable, en medio de un silencio cómplice como la misma jungla donde se pierde el delito sin dejar rastro.
Por esas
carreteras que los ingenieros modernos llaman de penetración y los
campesinos llaman “la destapada” he tenido la oportunidad de encontrarme
no una, ni dos, sino muchas veces, mujeres mendigando a la vera del
camino, cargando a sus espaldas en manteles o cobijas algunas
pertenencias, electrodomésticos, ropa y utensilios de cocina, tan bien
acomodados que incluso pueden instalar allí cómodamente envueltos niños
recién nacidos, que parecieran ser parte del conocimiento que llevará la
sopa que preparan en cualquier caño entre piedras y que sirven en hojas
para aligerar la marcha.
Siempre salen a eso de las cinco de la
tarde y no hablan con todos los que paran en sus improvisados retenes
para los que utilizan cuerdas adornadas de flores, lazos con un
cartelito escrito a mano o simplemente una rama tenida por dos niños
semidesnudos y sucios, los que ponen un tarrito, una bolsa o un sombrero
para recoger la limosna que lanza desde la ventana el afanado conductor
que se detiene y amablemente accede a ayudarlos, y los que no hacen
caso al retén, muchas veces ocasionan que los niños tengan que “volar»
despavoridos ante el peligro de ser arrastrados por la rama o el cordel
que sostienen para estas prácticas del rebusque, llamado hoy en la
internet «emprendimiento social”.
Los jefes de aquellos retenes
son en su gran mayoría mujeres pertenecientes a grupos indígenas de esas
regiones, que cuando son interrogadas por personas foráneas
inmediatamente suben al estribo del carro visitante y entablan
conversaciones de rápidos negocios al detal:
– Le vendo un niño. Bien barato para que lo lleve ya…
– ¿Un niño? ¿Cuánto vale?
–
Eso depende, si lo quiere crecido, caminando y hablando le vale 15 mil
pesos, Si lo quiere solo caminando le vale 10 mil y si lo quiere recién
nacido le vale 5 mil…
– ¿Y los documentos del niño que le compro?
– (Risas chillonas)… Por eso se lo doy barato, para que Usted le consiga los papeles.
– ¿Y dónde están los padres de esos niños?
– Yo que voy a saber. Únicamente soy su mamá y tengo que venderlos, no me queda de otra.
– ¿Y no le da pesar vender sus hijos?
– No. Yo puedo tener más y ellos me pueden buscar, ellos saben donde hacerlo…
Esta
pequeña pero contundente y fría entrevista que me acababa de dar una
madre indígena que estaba vendiendo a sus hijos como quien vende pollos
en una feria de pueblo, la hice sin dar crédito a lo que escuchaba de la
joven y curtida madre a pocas horas de Puerto Leguízamo y pensé que era
algo excepcional en mi vida.
Unos meses después cruzando el río
Fragua del Caquetá y pasando a tierras del municipio de Rosas en el
Cauca, una mujer ataviada a la usanza guambiana nos abordó mientras nos
refrescábamos en un riachuelo y me hizo el siguiente comentario:
– El señor no necesita un niño, yo se lo puedo vender …
– Yo no necesito un niño. ¿Yo qué hago con él?
– Eso no interesa, Usted se lo puede llevar y después mira qué lo pone a hacer.
– ¿Cómo se le ocurre eso? ¿No le duele vender un hijo como si fuera un perro?
– No se enoje conmigo señor, yo solo le pido que me ayude. Cómpreme un niño, ¿sí?
– Yo con gusto le ayudo con unos pesos, pero no me dé ningún niño…
– Yo no puedo tenerlo, esa plata que usted me da se acaba y yo no puedo mantener el niño…
– ¿Será que el niño que Usted me piensa vender no es suyo?… ¿Por eso su afán al venderlo?
– No señor. Yo soy la madre. Se lo juro. Sólo tengo afán de venderlo…
Después
de aquella experiencia, el tema de la venta de niños al detal en
aquellas tierras donde reina la ley del silencio, me preocupó y la
comenté con algunos colonos y trabajadores de esas regiones, donde el
tema es tan común y rutinario que realmente a nadie le interesa y como
es tan normal, las autoridades lugareñas poco y nada saben o ponen
atención a esas ventas, ya que las consideran como acciones clandestinas
e intermitentes muy difíciles y costosas de seguir y procesar.
En el Caquetá tuve oportunidad de hablar del tema con un inspector de policía sobre la venta de menores:
–
Es difícil detectarlos pues lo hacen en lugares lejanos y los que
compran no denuncian y los que denuncian, cuando llegamos los vendedores
se han ido, o simplemente han dejado el bebé abandonado y debemos
iniciar el proceso ante el ICBF o Derechos Humanos.
– ¿Es el hambre y la pobreza la que causa esa venta de menores?
–
No, ni el hambre, ni la pobreza. Son factores culturales de los
indígenas que aborrecen según sus creencias niños procreados entre
mujeres indígenas y hombres blancos; razón por la cual, la mujer india
para no perder su espacio dentro de su comunidad, sale a vender o
regalar dichas crías por el temor de ser desheredadas o expropiadas de
sus pertenencias y logros dentro de un grupo u organización indígena, de
donde en el peor de los casos pueden ser expulsadas y desterradas luego
de castigos crueles como marcarlas por infieles, según sus creencias.
Seguramente
que estas ventas de seres humanos al detal a la orilla de carreteras
colombianas, son bien aprovechadas por reducidores de menores o
comerciantes extranjeros en esas zonas privilegiadas por el petróleo,
oro y otras riquezas de exportación, que aprovechan el negocio para
sacar también dividendos en la trata de niños sin que absolutamente
nadie sospeche, o se dé por enterado de cómo funciona realmente tan
jugoso negocio.
Por mi parte y debo ser sincero, después de
confirmar que algunas mujeres indígenas al sur del país venden sus hijos
producto de relaciones con colonos, blancos u hombres no aceptados por
los taitas de ellas, el tema aunque con mucha tristeza fue apagándose en
mi preocupación, hasta hace unos meses cuando llegué a un céntrico
hotel de Bogotá, donde una mujer dialogaba con una joven que cargaba un
niño envuelto en sus brazos, quien después de ser regañada corrió al
portal del transmilenio y se perdió de vista entre la multitud.
Entonces pregunté a la enojada mujer que ingresaba conmigo al hotel:
– Perdón Señora: ¿qué era lo que quería la muchacha del bebé?
– ¿Qué tal la descarada?. Me quería vender el bebé. Que cuánto podía darle…
– ¿Era una indígena?
Le
pregunté recordando afanado mis experiencias pasadas al sur del país a
tiempo que la mujer me contestó enfática y malhumorada:
– Era una venezolana desesperada y confundida, yo le di dos mil pesos, la regañé y se fue llorando muy rápido.
Solo
espero que durante y después de la pandemia y el encierro, las decenas
de jóvenes embarazadas abandonadas por sus compañeros, sean atendidas y
orientadas para que no se conviertan en presa fácil de organizaciones
reducidoras o traficantes de menores, algunos de los cuales utilizan a
los recién nacidos para comercializar y traficar órganos humanos.
Es
difícil pensar que en medio de semejante crisis, después de la
cuarentena, con los niveles de desempleo más altos registrados hasta el
momento; igual que la pobreza, la falta de oportunidades y garantías
para tantos desprotegidos sociales y con una altísima tasa de padres
abandónicos, dejemos de escuchar preguntas como:
– ¿Me compra un bebé? Le tengo de 5, 10 y 15 mil pesos…
Fuente: La nueva prensa
Gráfica del artículo: «Perfil maternal».
Es una obra donde el artista «Eduardo Kingman Riofrío» pone de manifiesto el amor de una madre indígena hacia su hijo o hija. Foto: Evelyn @Evelyn57971873