Cuba, Madelaine Sautié, Resumen Latinoamericano, 8 de junio del 2020
Con sensación de que «es aquí», «es a
mí» y «son los míos» llegaron a Italia hace poco más de dos meses para
poner sus manos sobre el dolor, y trocar en auxilio y sobrevida la
hecatombe en que el coronavirus ha pretendido convertir el ya maltrecho
equilibrio del mundo.
Si para ciertos seres es suficiente estar a salvo del mal, del cielo
como único techo, o del abismo que imponen las desidias sociales; si ser
dichosos se resume para ellos en bienestar propio y la desgracia ajena
no cuenta, no sucede así con los médicos cubanos. Los nuestros van
dejando un rastro de amor por donde pasan y llegan para fundar en los
desvalidos un verdor que invalida las trastadas de la suerte. Van allí
donde es más duro y necesario sanar, y están donde otros no enlodaron su
blanco atuendo.
Tienen el simple honor de ser los únicos que muchos de los
infortunados «nadies» vieron alguna vez, de haberles regalado el milagro
de la sobrevivencia, incluso cuando el mal que padecieran fuera
curable. Y tienen la bendita manía de mirar a los enfermos, de saberlos
escuchar aun en otro idioma, de tocarlos allí donde les duele, de
sorprender con el trato cercano y cálido, de reponer, cuando estaba
perdida, la esperanza de seguir con vida.
Los que, en especial, animan estas líneas, partieron a Lombardía en
días en que la pandemia había llegado hacía muy poco a nuestro país, y
Cuba miraba estupefacta las imágenes desoladoras de Italia y España que
mostraban los medios. Con muchas dudas, cargados de incertidumbre por
estar viviendo una escena inédita, aunque confiados en la eficiencia del
sistema de Salud cubano, la anécdota abatida y lejana de aquellas
tierras se hizo frecuente y dolía en el corazón nuestro.
Acostumbrados como estamos a saber que en aquellos sitios donde es
apremiante la asistencia sanitaria está Cuba, no nos tomó por sorpresa
que al llamado que hiciera la norteña región italiana, ante la escasez
de personal para combatir allí la covid-19, la Brigada Henry Reeve
–vencedora del ébola en tierras africanas, por solo hablar de sus más
recientes proezas– partiera a sofocar la muerte, con todo el amor en
ristre.
Cuando vecinos con destinos comunes «cerraron» sus puertas para
evitar la expansión del virus, las pisadas de los nuestros fueron firmes
y atomizaron, con la sencillez que les viene del suelo en que se
formaron, desprendimiento y altruismo.
Más allá de las cifras –36 doctores, 15 enfermeros y un especialista
en logística; unas 5 500 atenciones médicas, 3 668 de enfermería y 210
altas a cargo de nuestros profesionales por aquellos lares– hay una
huella de cuatro letras que no olvidarán jamás ni los socorridos ni el
mundo, aun cuando la vileza imperial insiste en desacreditar a nuestros
héroes reales, los que, a la usanza martiana, son buenos porque sí, y
porque allá adentro sienten como un gusto cuando se hace algún bien.
Dispersos por la geografía del orbe, más de 30 brigadas, con más de 2
500 profesionales de la Salud, combaten la pandemia de la covid-19. La
que regresa a su Patria hoy lo hace henchida de intensas experiencias en
las que importó más salvar a otros que arriesgar la vida.
No en balde voces internacionales piden por estos días, para la
brigada que besa al mundo, el Premio Nobel de la Paz. La propuesta está
por ver, pero hay otra que no hay modo de anular; la de la recompensa
que los distingue únicos, por ofrecer lo más grande que tiene su país:
la talla de su humanismo.
El premio del abrazo de su pueblo los espera.
Tomado de Granma (Colaboración de RC)