Por Gabriel Sivinian, Resumen Latinoamericano 19 de junio de 2020
Denunciamos en estas líneas la función de un lenguaje colonialista y, aun cediendo por un momento a su utilización, impugnamos la narración que favorece a los opresores del pueblo de Palestina, en su propio campo.
«¡Qué libro tan maravilloso podría escribirse narrando la vida y las aventuras de una palabra!
Louis Lambert, Honoré de Balzac
La decisión del Gobierno Nacional de adoptar la definición de antisemitismo aprobada por la Alianza Internacional para el Recuerdo del Holocausto (IHRA) ha generado diversas expresiones de repudio entre instituciones, colectivos y personas solidarias con el pueblo de Palestina y la sociedad en su conjunto.
En lo meramente personal, entre otras reacciones, motivó la búsqueda y el repaso de lejanas notas de la primera clase de un Seminario sobre la Nakba, en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires (UBA), allá por el año 2009.
En ellas registré por primera vez lo que escucharía en tantas otras clases inaugurales, conferencias, foros y entrevistas: las minuciosas definiciones que el Maestro Saad Chedid, desde su Cátedra de Estudios Palestinos “Edward Said”, realizaba sobre los conceptos de hebreo, judaita, israelita, judío, semita, sionista, israelí, kázaro; y luego cananeo, fenicio, púnico, púrpura, sarraceno, árabe, palestino, entre tantos otros.
Recuerdo que una vez concluido el análisis etimológico y semántico de las palabras a utilizar, el Profesor Saad enunciaba uno de los objetivos principales del curso: el estudio de “la cuestión israelí-palestina” desde una perspectiva descolonizadora.
Estimulando la participación estudiantil, el Maestro advertía sobre la imposición europea de las acepciones dominantes en el lenguaje y señalaba a los asistentes sobre los constructos del discurso orientalista que pesaban‑y pesan-sobre el pueblo palestino.
De allí que resultara ineludible su referencia al intelectual palestino Edward Said y la necesidad del retorno a la filología; lo que abría paso a las anécdotas compartidas con su entrañable amigo y el compromiso asumido de perpetuar su legado.
“El lenguaje es constituido por y a la vez constituye las estructuras del pensamiento” definía el Profesor Saad. Por ello, la importancia que le asignaba desde la primera clase, presentación, encuentro, exposición o contacto; y su prioridad, si tenía la posibilidad de iniciar la alocución.
De mención obligatoria era el documento “Proyecto Israel 2009. Diccionario de lenguaje global”, destinado al Gobierno y el pueblo estadounidense, que tenía por objetivo “explicar cómo debía hablarse de Israel para victimizarlo, aunque sea agresor”.
De más está señalar su lamentable vigencia.
La trampa de la palabra semita
Las manifestaciones de rechazo a la definición de la IHRA procedieron de distintos estamentos y de notables personalidades de la sociedad argentina.
Lúcidamente, denunciaron la posibilidad de que una decisión presentada como un compromiso con los derechos humanos, la igualdad y la no-discriminación pueda transformarse en un instrumento de hostigamiento y persecución para silenciar las críticas hacia el Estado de Israel, recurrente violador del Sistema de Derecho Internacional Público y de los Derechos Humanos y el sionismo, la ideología xenófoba que lo sustenta.
Razones que respalden tal advertencia no faltan. Los ejemplos citados en la definición del IHRA asimilan la percepción y valoración de las prácticas de ese Estado y su doctrina a las categorías de judío y semita, estableciendo una sinonimia inadecuada e inaceptable.
El paso siguiente consiste en el desplazamiento semántico, caracterizando las expresiones condenatorias a los actos del Estado y a su ideología, como juicios de valor hacia grupos y personas que profesan una religión específica, recrean una cultura particular o hablan una lengua determinada, que remite a los pueblos del Medio Oriente.
De esta forma, se despliega el chantaje retórico que busca obstruir el debate racional, excluyendo del campo discursivo las voces que articulan la solidaridad con el pueblo palestino.
Tal estratagema queda al descubierto en cada una de las declaraciones de repudio aludidas.
Sin embargo, y este el pretendido aporte de las presentes líneas, otra trampa retórica permanece vigente, y aún reforzada por los propios adherentes a la lucha del pueblo de Palestina y la sociedad en general.
Resulta coincidente en la mayoría de los escritos la referencia al acto discriminatorio “que consiste en caracterizar como semitas solo a los judíos, excluyendo a los árabes de ese colectivo”.
Por citar solo algunos ejemplos: la referencia a que lo semítico no se circunscribe a lo hebreo; la aclaración de que la mayoría de los actuales semitas conforman los pueblos árabes y sus diásporas; la acusación que de esta manera se despoja a los árabes de su origen y de su cultura; la afirmación de que el antisemitismo es un acto de repulsión a todos los pueblos del Medio Oriente; y podríamos continuar.
¿Cuál es la impugnación recurrente? Que los árabes también son semitas.
¡Y es en ese «también» donde está la trampa!
El engaño que queda oculto
Las teorías evolucionistas europeas del siglo XIX sostenían una tesis supremacista basada en trasladar los métodos clasificatorios de los animales a las ‘razas humanas’. Estas heredarían caracteres innatos, condicionantes de sus culturas. La filología, ciencia en construcción desde fines del siglo XVIII, se conformó en el marco de ese paradigma. Desde la disciplina se enunciaba la existencia de predisposiciones de tipo psicológico que delimitaban el desarrollo de las lenguas.
En ese contexto, la palabra semita fue propuesta en 1781 por el historiador alemán August Ludwig Von Schlözer para referir a las lenguas de los pueblos del llamado Oriente Próximo y norte-este de África. Un siglo después, el filólogo francés Ernest Renán basándose en la gramática comparada y en una nueva clasificación en familias, atribuyó un carácter “inacabado y monstruoso” a las lenguas semíticas. Desde su mirada orientalista las opuso a las lenguas indoeuropeas, máxima expresión del progreso del espíritu humano. Esta proposición se extendía al conjunto de la cultura de los pueblos, contribuyendo a legitimar la “misión civilizatoria” y las conquistas europeas en curso.
La categorización de los pueblos por una filología racista, que resignificó términos bíblicos al servicio del despliegue imperial, debe objetarse como parte de la descolonización del saber.
Sin embargo, no puede ignorarse que las palabras adquieren el significado que las sociedades consienten y su deconstrucción-si fuese necesaria-requiere de una lucha de largo alcance en el campo de lo simbólico.
Entonces-cediendo solo por un instante ante el criterio colonialista de la ciencia europea decimonónica-si la clasificación de los pueblos respondiera al origen de sus lenguas, en tanto manifestación de sus culturas, ¿cuál sería el lugar que le correspondería a las víctimas de la Shoah (objetamos el término holocausto por su origen sacrificial), al estamento dominante que gestó, dirige y es preponderante en el Estado de Israel y a la mayoría de la comunidad argentino-judía y sus principales dirigentes?
Todos ellos provienen de comunidades judías de Alemania, Austria, Hungría, República Checa, Eslovaquia, Polonia, Ucrania, Rusia, los países bálticos y balcánicos, en Europa Central y Oriental.
Esto es- siguiendo los patrones colonialistas-se trata de colectividadesde pueblos indoeuropeos; fundamentalmente asquenazíes (de lengua eslava y germánica). La categorización puede extenderse a los sefaradíes (itálico hablantes), aunque aquí, una mirada eurocéntrica ligada al modelo ario es problemática de aplicar.
Entonces nos preguntamos: ¿cuál es el sentido de calificar a las expresiones de odio intenso o antipatía hacia estas comunidades judías-no semitas-como actos de antisemitismo y no de judeofobia?
Más aún, ¿por qué el sionismo valida desde sus comienzos la falacia sobre el carácter semítico de las citadas comunidades; siendo que se trata de un argumento utilizado por sectores segregacionistas en su contra?
El objetivo resulta claro: los europeos que han concebido y dirigido-durante más de un siglo- el proyecto sionista de conquista y colonización de Palestina por medio de la expulsión de su población originaria y la implantación demográfica foránea se autodefinen hacia el/aceptan la definición exterior de semitas para presentar la ocupación como “el retorno del Pueblo de Israel a la Tierra de la que fuera deportado hace siglos”.
En definitiva, la engañosa asunción de la “condición de semitas” responde a una falaz construcción ideológica que es central en la historiografía sionista: “los judíos fueron forzados al exilio y están regresando a su tierra natal, usurpada por los conquistadores árabes”.
Así, un conjunto de comunidades que tenía diferentes lugares de residencia, lenguas y culturas, formadas durante un extenso período de proselitismo religioso y vinculadas por una distintiva fe-que cultivaba al hebreo como lengua litúrgica (en ese sentido, símil al latín de los católicos romanos)-se transforman en una nación tenaz y resistente: el pueblo raza desarraigado de su Patria en Canaán.
A modo de cierre
Tal vez no falte quien conciba el análisis precedente como un mero ejercicio semántico; un escrito de tintes academicistas; un texto impertinente hacia quienes, en su derecho, se autoperciben miembros de pueblos definidos como semíticos. Nada más alejado de ello.
Recordando una vez más al Profesor Chedid, una de las frases que gustaba reiterar en sus clases era la siguiente: “el que nomina domina y el que domina nomina”.
Desde tiempos de los primitivos humanos el lenguaje ha cumplido la función de congregar y de comunicar a los pares; aunque en manos de los poderosos tiene la capacidad de obstaculizar el entendimiento y servir a la opresión.
La colonialidad del saber consiste en la construcción de conocimientos que reproducen los regímenes coloniales de pensamiento. Se trata de un ejercicio de poder y control sobre las ideas que, en muchas ocasiones, no logra percibirse.
Si un Estado, grupo o persona logra imponer los significados legítimos de las palabras y esconde las relaciones de fuerza que permiten esa imposición, ese significado “se naturaliza”.
Cuando los ideólogos sionistas se apropian del término semita y quienes lo objetan exclaman; “¡los árabes también son semitas!”, otorgan, con esa expresión, el carácter de tales al conjunto de invasores de Palestina y validan, en forma involuntaria, el punto de partida de la narración del retorno al lugar al cual jamás pertenecieron.
Una vez instalados, los ocupantes caracterizan como apropiadores a los habitantes ancestrales que, perversamente, están siendo expulsados por los primeros.
Esto que sucede con el término semita se reitera con tantos otros. Y el objetivo es el mismo: otorgar al Estado de Israel y a quienes son apólogos de sus crímenes el estatuto ontológico de víctimas.
Hemos denunciado la función de un lenguaje colonialista y, aun cediendo por un momento a su utilización, impugnamos la narración que favorece a los opresores del pueblo de Palestina, en su propio campo.
Por lo tanto, ¡llamemos a la judeofobia por su nombre!
En Memoria del Maestro Saad Chedid y al servicio del debate con los compañeros, colegas y amigos, estas líneas.
Nota: Gabriel Sivinian es Licenciado y Profesor de Sociología (UBA), investigador, docente y director de la Cátedra Libre de Estudios Palestinos Edward Said (FILO:UBA).