Nación Mapu­che. Rán­quil, un epi­so­dio olvi­da­do de la his­to­ria de Chile

Mario Agui­rre Mon­tal­do, Resu­men Lati­no­ame­ri­cano, 1 de julio de 2020.-

Con moti­vo 86° del ani­ver­sa­rio del glo­rio­so Levan­ta­mien­to de Rán­quil, com­par­ti­mos un docu­men­to de gran valor his­tó­ri­co para la defen­sa de este suce­so en el camino de la revo­lu­ción en nues­tro país, hecho que expre­só la deci­sión de lucha revo­lu­cio­na­ria de obre­ros, cam­pe­si­nos pobres y mapu­che por la con­quis­ta de la tie­rra. «Rán­quil entre la san­gre y la espe­ran­za». Entre­vis­ta a Ismael Car­ter y Eme­li­na Sagre­do se publi­có en la Revis­ta Ramo­na, el 4 de abril de 1972. Este docu­men­to se ha publi­ca­do aho­ra por pri­me­ra vez en for­ma­to digi­tal en el por­tal El Pue­blo (www​.elpue​blo​.cl) trans­cri­to a par­tir del ejem­plar de la revis­ta que se encuen­tra en la Sala de Micro­for­ma­tos de la Biblio­te­ca Nacio­nal.

IMAGEN DE LA PRIMERA PÁGINA DE LA CRÓNICA. FOTOGRAFÍA DE ISMAEL CARTER, HÉROE DEL COMBATE DEL PUENTE RÁNQUIL.

Me lla­mo Ismael Cár­ter. Ten­go 71 años. Vivo En Rán­quil. Noso­tros, los del lugar, afir­ma­mos la pala­bra en la letra ‘a’: Rán­quil. Los de afue­ra, los que no cono­cen, afir­man la pala­bra don­de no se usa. Así que no se les olvi­de. Rán­quil. Algu­nos creen que es un case­río. No, es un lugar cor­di­lle­rano de la pro­vin­cia de Malle­co. Cerros bos­co­sos, sel­va vir­gen, ríos y que­bra­das, y mucha nieve.

El Bío Bío baja dia­go­nal­men­te de sur a nor­te. Varias leguas más al inte­rior, el río Rán­quil es ape­nas un arro­yo de aguas esca­sas. Un poco más gran­de que el Mapo­cho. Hay peque­ños valle­ci­tos que sir­ven para algu­nos plan­tíos. Los luga­res tie­nen nom­bres boni­tos: Qui­llay­me, Tro­llo, Rán­quil. Hay algu­nos fun­dos que han per­te­ne­ci­do siem­pre a los ricos del lugar, que aca­pa­ran las mejo­res tie­rras. Nitri­to, Hua­lla­lí, Los Guin­dos… Aquí ocu­rrie­ron, hace 38 años, los suce­sos de Rán­quil. Yo tam­bién andu­ve meti­do. Y soy el úni­co sobreviviente.

LAS BUENAS TIERRAS

Mi nom­bre es Eme­li­na Sagre­do. Tenía 33 años en aque­llos tiem­pos. Éra­mos más de 200 hijue­le­ros los que ape­nas sobre­vi­vía­mos en aque­llas tie­rras pobres. Fue enton­ces cuan­do el gobierno nos entre­gó unos terre­nos bos­co­sos. Tuvi­mos que abrir­los a gol­pes de hacha. Des­pe­ja­mos las tie­rras y las sem­bra­mos con cariño.

Fue un año de bue­nas cose­chas, el tri­go, la alfal­fa y el arroz se die­ron como nun­ca. Fal­ta­ron sacos para guar­dar tan­to grano. Nun­ca había­mos vis­to plan­tíos y semen­te­ras tan bro­ta­do­ras. Los pas­tos cre­cían altos y jugo­sos, ya que eran tie­rras nue­ve­ci­tas. Y las ove­jas parían de a tres, y tenía­mos aves.

Enton­ces, cuan­do las tie­rras empe­za­ron a pro­du­cir nos des­alo­ja­ron. El cul­pa­ble fue Gon­za­lo Buns­ter. Era el due­ño de toda la región. No podía estar tran­qui­lo con estas tie­rri­tas nue­vas en manos de noso­tros. Y empe­zó a mover influen­cias en la capi­tal. Y el Car­ni­ce­ro de La Mone­da le dio en el gus­to. Todo pasó a poder de los Bunster.

LAS TIERRAS MALAS

Ismael Car­ter: Allá que­dó todo nues­tro tra­ba­jo. El bos­que tala­do y roza­do. El terreno empa­re­ja­do, des­pie­dra­do, ara­do, pica­do, hor­ne­rea­do y abo­na­do. Había­mos pre­pa­ra­do la tie­rra para muchos años de cul­ti­vo y no nos deja­ban ter­mi­nar ni el pri­me­ro. Y par­ti­mos para arri­ba, a unos pedre­ga­les des­ha­bi­ta­do. Eran tie­rra pobres, duras, roco­sas. Les lla­ma­mos “El Mata­de­ro”. Era a media­dos de abril y empe­za­ban a caer las pri­me­ras nieves.

Sufri­mos mucho. El frío mor­día fuer­te, el dia­bla­zo. Íba­mos a estar ente­rra­dos en la nie­ve has­ta sep­tiem­bre. Los pas­tos que traía­mos se empe­za­ron a ago­tar. Los ani­ma­les enfla­que­cían. Enton­ces empe­za­mos a tra­ba­jar la tie­rra mon­ta­ño­sa. Era dura como el demo­nio. Los ara­dos no entra­ban. Los bue­yes se lle­ga­ban a des­yun­gar tirando.

Las pro­vi­sio­nes esca­sea­ban. Empe­za­mos a pasar ham­bre. Enton­ces subimos al mon­te. Por allá cre­ce un árbol. Noso­tros le lla­ma­mos pehuén. Las gen­tes sabi­das lo men­tan Pino Arau­cano. Es un gran árbol. Da unos fur­tos, los piño­nes. Era lo úni­co que tenía­mos para comer. Y la pes­ca del sal­món también.

UN LUCHADOR.

Rocart Her­mo­si­lla: Juan Lei­va Tapia era de estos luga­res. Como la mayo­ría de noso­tros, hijo del valle del Bío Bío. Su padre era un hom­bre rico. Tenía más de dos mil ove­jas. Un fun­do ente­ro tenía. Salió estu­dio­so de chi­qui­llo y su padre lo man­dó a estu­diar a San­tia­go. De allá se vino como pro­fe­sor de Cas­te­llano. Y ya en ese enton­ces, has­ta don­de yo sé, venía de comu­nis­ta tam­bién. Empe­zó a orga­ni­zar­nos. El fue mi pro­fe­sor. De las letras y de las cosas polí­ti­cas. Jun­to con otras fami­lias, los Lagos, los Sagre­do, San­tia­go Torres y otros, fun­da­mos la orga­ni­za­ción. Le pusi­mos “Sin­di­ca­to Agrí­co­la Lonquimay”.

Des­de mucho antes había­mos con­ver­sa­do entre noso­tros. “¿Por qué no nos entre­gan las tie­rras?”… Des­de niño había escu­cha­do aque­llo de que la tie­rra debía ser del que la tra­ba­ja. Y yo pen­sa­ba igual.

ALGUNOS COMBATIENTES DEL LEVANTAMIENTO. ENTRE ELLOS APARECE EMELINA SAGREDO.

LOS PRIMEROS COMBATES

Eme­li­na Sagre­do: Deci­di­mos bajar y recon­quis­tar las tie­rras. Eran nues­tras, siem­pre habían sido nues­tras, de nues­tros ante­pa­sa­dos mapu­ches. La voz se exten­dió por toda la región. Y nos empe­za­mos a reu­nir en “El Mata­de­ro”. Mi her­mano Simón era uno de los más entusiastas.

A algu­nos que venía de aba­jo se les enre­da­ron algu­nos novi­llos de los ricos en los lazos. Mien­tras car­neá­ba­mos entre foga­tas, pla­neá­ba­mos el zar­pa­zo. Hom­bres, muje­res, vie­jos, niños. Enton­ces lle­ga­ron un par de pacos del retén de Hua­lla­lí. Eran un par de cara­jos abu­sa­do­res. Ya los cono­cía­mos bien. Comen­za­ron a pro­vo­car, a echar­nos los caba­llos encima.

Enton­ces nues­tros hom­bres reac­cio­na­ron. Yo vi cuan­do los baja­ron a peñas­ca­zos de los caba­llos. Entre varios los apre­sa­ron y se los lle­va­ron lejos… ¡Dios sabe cómo los mata­ron, finalmente!

EN EL PUENTE RANQUIL

Ismael Car­ter: Y nos toma­mos las tie­rras. Con­tá­ba­mos con dos cara­bi­nas Win­ches­ter, media doce­na de esco­pe­tas de caza. Esas eran todas nues­tras armas. Los demás está­ba­mos ape­ra­dos de palos, aza­do­nes, hor­que­tas. Lei­va, Simón Sagre­do y los otros diri­gen­tes dis­tri­bu­ye­ron a los 200 hombres.

A mi me encar­ga­ron cui­dar, jun­to a otros 80 com­pa­ñe­ros, la ribe­ra sur del río Rán­quil, fren­te al puen­te de tron­cos. Debía­mos vigi­lar el movi­mien­to de tro­pas, enviar men­sa­jes. Y si lle­ga­ra el momen­to, pelear a muer­te para no dejar­los pasar. Al otro lado espe­ra­ba el grue­so de nues­tra gen­te. Era el día de San Pedro, 29 de junio de 1934.

A las cua­tro de la tar­de apa­re­cie­ron los pacos. Venían a caba­llo, dis­per­sos por el camino. Noso­tros tam­bién está­ba­mos mon­ta­dos, ocul­tos entre unos mato­rra­les. Al ver­los venir, con los rifles en posi­ción de com­ba­te, algu­nos de los nues­tros se dis­per­sa­ron. Los aler­ta­ron y empe­zó una llu­via de balas de com­ba­te. Al lado mío cayó muer­to José Figue­roa. Yo lo úni­co que sen­tía era rabia. No tenía­mos una sola arma de fue­go. Solo tenía en mis manos un palo grue­so. Enton­ces yo gri­té: -“¡A ellos com­pa­ñe­ros!”-. Espo­lea­mos nues­tros caba­llos y car­ga­mos de frente.

LOS QUE VAN QUEDANDO EN EL CAMINO

En vida me lla­mé Rocart Her­mo­si­lla. Ese nom­bre fue un capri­cho de mi padre. Una vez lle­gó al pue­blo un comer­cian­te fran­cés de ape­lli­do Rocart. A mi tai­ta le gus­tó como sona­ba y así le puso al pri­mer hijo que tuvo. Ese hijo fui yo. Y así viví 35 años has­ta que vino lo de Ránquil.

Mien­tras los demás se reu­nían en Paso Paz, en Paso Cara­co­les, en el puen­te y otros luga­res, yo debí cui­dar la reti­ra­da. Arma­do de una vie­ja cara­bi­na, me enfren­té solo al tenien­te Cabre­ra y a 11 cara­bi­ne­ros. Pelié horas y horas. Al final se me aca­ba­ron las balas y me acri­bi­lla­ron a bala­zos mien­tras espe­ra­ba de pie, con las manos aba­jo. Mi cadá­ver estu­vo quin­ce días sin ser levantado.

A veces, cuan­do se revi­ven estos hechos, algu­nos com­pa­ñe­ros se acuer­dan de mí. Con gra­ti­tud y cari­ño. Yo tam­bién los recuerdo.

LA LARGA MARCHA

Cle­men­ti­na Sagre­do: Murie­ron más de cien. En el puen­te Rán­quil fue el encuen­tro más impor­tan­te. Des­pués vinie­ron una per­se­cu­ción y una car­ni­ce­ría que no ter­mi­na­ban nun­ca. Murie­ron ocho hom­bres de mi fami­lia. A José Rosa­rio, mi her­mano mayor, le cor­ta­ron las ore­jas, la nariz…, lo cas­tra­ron. Y a cien­tos de noso­tros nos lle­va­ron ama­rra­dos has­ta Temu­co, a pie por la nie­ve. Éra­mos una lar­ga y fan­tas­mal pro­ce­sión, oscu­ra y cruel.

Yo esta­ba emba­ra­za­da de tres o cua­tro meses. En los des­can­sos me ama­rra­ban a los pos­tes del camino. En una para­da, uno de los pacos se me acer­có y gri­tó: -“¡Esta yegua debe estar pre­ña­da. Miren como le sale espu­ma por la boca!”-. A muchos los saca­ban de la colum­na de pre­sos y par­tían con los pacos. Se des­pe­dían de noso­tros con una mira­da tris­te. A la hora, los pacos vol­vían solos. Des­pués de ase­si­nar­los fría­men­te lo echa­ban al Bío-Bío.

UNA LARGA AGONÍA

Ismael Car­ter: Me diri­gí en línea rec­ta hacia ellos, blan­dien­do el garro­te. A medio camino, cuan­do esta­ba a menos de cin­cuen­ta metros, reci­bí un gol­pe terri­ble en el pecho. Lue­go, semi­in­cons­cien­te, sen­tí otros dolo­res en dis­tin­tas par­tes. Había reci­bi­do cin­co bala­zos. Uno me des­tro­zó el bra­zo dere­cho. Otro me atra­ve­só la cla­ví­cu­la. Otro la pier­na derecha.

Me des­ma­yé, pero no sol­té las cri­nes del caba­llo. La bes­tia vol­vió al galo­pe a mi ran­cho. Eso me sal­vó. Varias leguas corrí así, desan­grán­do­me. En mi casa esta­ban mi mujer, Mar­ta Vene­gas y nues­tros cua­tro hijos peque­ños. La mayor­ci­ta ten­dría unos 3 años.

Enton­ces mi mujer me cui­dó. Estu­ve tres meses sin ser vis­to por un doc­tor. Ella subía al mon­te a bus­car plan­tas medi­ci­na­les y así me fue sanan­do. Con pura agüi­ta de mati­co y otras yer­bas. El hue­so del bra­zo lo tenía roto en mil peda­zos. Las pun­tas me rom­pían la piel y se aso­ma­ban. Se me pudrió ente­ro. Que­dé bal­da­do para el res­to de mi vida, com­pa­ñe­ro. Ten­go el bra­zo afir­ma­do en puras astillitas.

Pero ten­go otro dolor más sor­do. Mien­tras mi mujer anda­ba en los cerros bus­can­do medi­ci­na y piño­nes, en tres días se murie­ron tres de nues­tros hijos. El menor tenía un año y murió entre mis bra­zos heri­dos (llo­ra silen­cio­sa­men­te). Me que­dó la pura Ali­ci­ta. Per­do­ne si llo­ro. De ham­bre deben haber muer­to. O de una enfer­me­dad a la gar­gan­ta. No sé.

Los pacos, cuan­do me anda­ban bus­can­do, lle­ga­ron a mi casa. Me roba­ron tres caba­llos. Eran caba­llos de ban­di­do. Sin due­ños. Tam­bién tenía cua­tro vacas. Una se comie­ron ahí mis­mo. Las otras qui­zás qué se hicieron.

LA HUIDA

Eme­li­na Sagre­do: A mí me bus­ca­ban para matar­me. Todos los her­ma­nos Sagre­do debían morir. Enton­ces, con mis her­ma­nos Beni­to y Simón y los mucha­chos Fran­cis­co y Pablo Cis­ter­nas hui­mos hacia la cor­di­lle­ra. Hici­mos un hoyo entre unos mato­rra­les. Ahí pasa­mos varios días, acu­rru­ca­dos unos con­tra otros. Lo úni­co que comía­mos era hari­na tos­ta­da revuel­ta con nie­ve. Yo no sé como no nos mori­mos de frío.

Los niños Cis­ter­nas anda­ban sin ropas apro­pia­das. Para pro­te­ger­se del frío anda­ban con unos cue­ros de ani­ma­les. Por eso nos lle­na­mos de pio­jos. Los Cis­ter­nas enfer­ma­ron del pul­món. Al tiem­po los pilla­ron y al poco tiem­po murie­ron tísicos.

Noso­tros, mis her­ma­nos y yo, arran­ca­mos pa’ la Argen­ti­na. Cuan­do vine a pro­bar por fin algo calien­te, me que­mó el estó­ma­go como si me hubie­ra tra­ga­do una brasa.

SOLIDARIDAD CAMPESINA

María Soto: La pobre Eme­li­na Sagre­do anda­ba arran­can­do. Dicen que era de las más impor­tan­tes de la orga­ni­za­ción. Coci­na­ba para los revo­lu­cio­na­rios. Un día, huyen­do, lle­gó a mi casa. Le pres­té ayu­da como era mi deber y aquí se que­dó. A la hora lle­ga­ron los policías.

  • ¡Bue­nas, doña! ¿No se ha vis­to por estos lados a la Eme­li­na Sagredo?
  • Nooo, nadie se ha vis­to. Habrá muer­to por ahí, con estos fríos…

(y ella, escon­di­da entre el cer­co y las quil­chas, a dos metros de ellos.)

  • ¡No ve, doña! ¡Eso es para que todos uste­des escar­mien­ten! ¡No debían haber­se meti­do en las patas de los caballos!

Y ya la Eme­li­na decía después:

  • ¡Ah, si hubie­ra teni­do un arma en las manos! ¡Por dios que les hago los puntos!

LA MENTIRA HISTÓRICA

La bur­gue­sía de la épo­ca fue la que mono­po­li­zó la infor­ma­ción sobre la masa­cre. Y levan­tó una calum­nia his­tó­ri­ca que inclu­so ha sido reco­gi­da, tiem­po des­pués, por la pro­pia pren­sa de izquier­da. Se ase­gu­ró que un ter­cer cara­bi­ne­ro había sido eje­cu­ta­do por los cam­pe­si­nos en una sie­rra eléc­tri­ca. Lo que pre­ten­día era pre­sen­tar a los cam­pe­si­nos como bes­tias dañi­nas, san­gui­na­rias, sin sen­ti­mien­tos. Sin embar­go, en la zona nun­ca hubo ase­rra­de­ros. Toda la made­ra era tra­ba­ja­da a gol­pe de hacha.

Esta es una peque­ña par­te de la his­to­ria de Rán­quil. La fami­lia Sagre­do es la fami­lia Uri­be de la obra tea­tral “Los que van que­dan­do en el Camino”. Doña Eme­li­na es la pro­ta­go­nis­ta. El papel de ella en la obra lo inter­pre­ta Car­men Buns­ter, nie­ta de Gon­za­lo Buns­ter, el lati­fun­dis­ta de Lon­qui­may. El com­pa­ñe­ro Ismael Car­ter toda­vía vive en Rán­quil. La fami­lia Sagre­do se vino a San­tia­go y vive en el Para­de­ro 12 de San­ta Rosa. Que­dan cua­tro her­ma­nos vivos.

Mien­tras tan­to, la Cor­po­ra­ción de la Refor­ma Agra­ria se apres­ta a expro­piar los fun­dos Hua­lla­lí, El Bar­co y Los Guin­dos. Un total de 165.000 hec­tá­reas. Trein­ta y cua­tro años des­pués de la masa­cre se comien­za a hacer jus­ti­cia en Ránquil.-

Revis­ta Ramo­na, el 4 de abril de 1972

FUENTE: Wer­ken Rojo

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