Por Redacción PorCausa /Público, Resumen Latinoamericano, 03 de julio de 2020.
Moussa nació en Mali, se crió en Senegal y vivió los efectos de la industria antimigratoria en su propia piel. La historia de este migrante continuó, pudo esquivar algunas barreras. Otras muchas se quedaron en el camino.
Cuando en 2018 Moussa decidió emprender el viaje hacia Europa sabía que el trayecto no sería fácil, pero nunca imaginó que tendría que librar una batalla a vida o muerte para superar los escollos de la Industria del Control Migratorio (ICM), repartidos a lo largo de más de 3.000 kilómetros, desde Dakar (Senegal) hasta Andalucía, donde reside actualmente. Moussa pide que no conste su nombre real en este reportaje debido a que no tiene papeles y vive con miedo a ser deportado. En España, más de 600.000 personas en situación irregular conviven con ese temor.
La inmigración irregular representa el 4,5% del total de extranjeros que llegan a España, sin embargo el modelo migratorio actual despliega la práctica totalidad de su capacidad financiera (nueve de cada diez euros, según la base de datos elaborada por porCausa) y política en este subgrupo, al igual que la mayoría de coberturas informativas sobre migraciones. Los miles de millones de euros puestos a disposición de la ICM convierten la ruta migratoria hacia el norte en una carrera de obstáculos, sin alternativa ni vías legales, muchas veces con consecuencias irreversibles: desde 2014, más de 20.000 personas han perdido la vida en el Mediterráneo.
Moussa nació en Mali, se crió en Senegal y vivió los efectos del negocio antimigratorio en su propia piel. La historia de este migrante continuó, mientras otras se quedaron en el camino. Su odisea no se equipara a la de los 15 migrantes que murieron ahogados en el Tarajal (Ceuta) mientras la Guardia Civil les disparaba proyectiles de goma, o a la de los nueve subsaharianos condenados por el salto a la valla en un juicio sin plenas garantías y sin pruebas en su contra, o a la de Mame Mbaye, un vendedor ambulante de origen senegalés y vecino de Lavapiés (Madrid), que llevaba 13 años en España sin que se le concedieran los papeles (la ley estipula que al acreditar tres años de estancia en territorio español se otorgue arraigo y permiso de residencia), y murió tras una persecución policial.
Tras una década de trabajo (desde los 13 hasta los 22 años) en una mina de oro propiedad de una multinacional canadiense, cuando los ahorros se lo permitieron, Moussa migró a Dakar, capital de Senegal, para estudiar filología inglesa. Quería ser traductor, como su tío. Moussa asegura que no quería emigrar, pero decidió irse porque aspiraba a un futuro digno y “en África las condiciones para tener éxito son muy difíciles”. Estudiar una carrera no era/es garantía de alcanzar una vida digna en su país. Abandonó los estudios y compró un billete de avión a Casablanca, capital económica de Marruecos. Desechó la idea de migrar por tierra porque sabía que era la opción más peligrosa. Tenía 25 años.
En apenas unas horas, Moussa hizo un trayecto que a otras personas les lleva años. Tanto en su Mali natal, país azotado por la guerra desde 2012, como en el Senegal que le vio crecer, España y la Unión Europea cuentan con efectivos militares, policiales equipados con la última tecnología y cuyo cometido es impedir la salida de migrantes.
En la región también hay desplegados un número indefinido de agentes secretos del CNI, a menudo encubiertos con identidad de cooperante, que cuentan con acceso a los fondos reservados del Estado para sobornar a los pasantes e impedir que fleten cayucos. Actualmente la frontera terrestre y marítima de Senegal y Mauritania es uno de los puntos del extranjero que más guardias civiles, policías nacionales y agentes del CNI concentran.
Desde 2006, los helicópteros y patrulleras de la Guardia Civil peinan el litoral africano desde Marruecos hasta Senegal. Sin saberlo, en un simple trayecto de avión, Moussa sobrevoló los sistemas de tecnología punta antimigratoria y otros obstáculos financiados con dinero público que la ICM opera desde Senegal hasta Marruecos.
El verano en que Moussa emprendió camino al norte, la UE transfirió 140 millones a Marruecos para lograr que el régimen controlara con más contundencia a los migrantes que aguardan en montes y ciudades de la corta norte del país vecino. España puso 40 millones de euros en esa transferencia, realizada a través de la Fundación Internacional y para Iberoamérica de Administración y Políticas Públicas (FIIAPP).
Una parte del dinero se destinó a comprar 750 vehículos, drones, escáneres, radares y otros dispositivos para reforzar el control fronterizo. Siete de cada diez jóvenes marroquíes expresan deseos de migrar, según el barómetro de la BBC, empujados por su deseo de prosperar y las dificultades que representan la miseria, la corrupción y la represión que viven en su país.
Tras aterrizar en Casablanca, Moussa tomó un autobús a Rabat y después un tren, y seis horas después llegó a Nador, a apenas unos kilómetros de distancia de Melilla, de España, de Europa. Entre ambas ciudades se erige el monte Gurugú, en el que muchos migrantes aprovechan el abrigo de la vegetación para curarse las heridas del trayecto y esperar antes de retomar el camino.
Algunos pueden pagar las cifras desorbitadas que piden las mafias de las pateras (a menudo, el precio supera los 2.000 euros por persona), mientras que otros directamente intentan saltar la doble valla y el foso marroquí, y después la triple valla de Melilla, una de las fronteras más reforzadas del mundo.
“En el Gurugú vi cosas horribles”, asegura Moussa. Recuerda las graves heridas de otros migrantes, consecuencia de la represión desmedida que ejerce contra ellos la Gendarmería marroquí, equipada con vehículos, material antidisturbios, tecnología de las empresas del negocio antimigratorio, comprada con dinero de España y Europa en el marco de la política de externalización del control fronterizo.
Moussa no lo sabía, pero desde la distancia, la Guardia Civil observa las faldas del Gurugú a través del Centinela, un vehículo especial equipado con cámara térmica que permite ver las hogueras con que los migrantes resisten el frío de la noche. Los agentes se refieren a estas cámaras como Sophie, que es como se llama el modelo de cámaras térmicas de Thales, y coincide con el nombre de la macrooperación militar de la Unión Europea para combatir la inmigración irregular en el Atlántico. Sí es fácil ver, desde el Gurugú, el helicóptero de la Guardia Civil, también equipado con cámaras térmicas, que peina e ilumina el perímetro fronterizo melillense desde el aire.
Moussa pagó casi 1.500 euros por subir a una lancha de goma. Un viernes por la mañana, tras pasar la noche en vela y tras una hora asfixiante a bordo de un auto-mafia hasta la playa, sin provisiones y sin avisar a ningún amigo o familiar, Moussa zarpó junto a otras 56 personas, llevando consigo un chaleco salvavidas por el que pagó el equivalente a 20 euros, una manzana y una botella de agua.
“Pensé que llegaríamos a España esa misma noche, era un novato”. La patera se quedó sin gasolina y quedó a la deriva. Asegura que pidieron auxilio a varios barcos, incluido un carguero y un crucero, “pero nadie paró a ayudarnos”. Indra y otras empresas armamentísticas presumen de que su tecnología permite localizar un trozo de madera de apenas un metro cuadrado en cualquier punto del Estrecho. En este caso, los 383,9 millones que ese año España otorgó a la ICM para vigilancia marítima, SIVE y salvamento, y el multitudinario despliegue de la Operación Indalo, no sirvieron para localizarles.
Al segundo día de naufragio, con la ayuda de una pequeña brújula y las luces de la costa, dieron la vuelta y regresaron a la costa de Nador desde la que habían partido. Aunque hubiesen llegado a aguas españolas, la Guardia Civil podría haberlos entregado a la gendarmería marroquí en lo que se conoce como devolución en caliente en el mar, expulsiones colectivas contrarias al derecho internacional.
Moussa perdió el conocimiento, pero recuerda que el agua entraba en la patera y que los bebés a bordo no paraban de llorar. “Mi único pensamiento era que iba a morir en el agua sin que mi madre supiera que estaba ahí”, recuerda.
El único a bordo con un teléfono móvil era Moussa, y esa fue su salvación: en el Gurugú había conseguido el número de Helena Maleno, activista española radicada en Tánger, conocida por sus llamadas a los servicios de rescate cuando hay vidas en peligro en el mar. Tras poner en aviso a Maleno, las llamadas de esta activista a las autoridades lograron movilizar un helicóptero y un barco de Salvamento Marítimo, que horas después les llevaron hasta Melilla. Los 56 ocupantes desembarcaron al grito de boza (victoria) en el enclave español, pero Moussa no sabía lo que esa palabra significaba. Tiempo después, Moussa supo que Marruecos se había negado a rescatarles.
Tras desembarcar en el puerto de Melilla, Moussa y las otras 53 personas fueron ingresadas en el CETI, donde pasó tres meses y conoció en primera persona el estado de insalubridad y hacinamiento del centro de detención de migrantes más grande y caro de España. Si hubiera sido menor de edad, habría terminado en La Purísima, un centro de menores extranjeros con condiciones más precarias que las del propio CETI e innumerables denuncias por malos tratos, hasta el punto de que decenas de niños prefieren la calle.
Moussa descubrió en el CETI de la existencia del derecho a protección internacional y pidió asilo. Ese año, 54.000 personas solicitaron protección en España, pero solo 2.895 la obtuvieron. En agosto, mientras el Estado tramitaba la petición de Moussa, las autoridades le trasladaron a un centro de acogida en Murcia y le concedieron la llamada tarjeta roja, un documento provisional y no válido para trabajar, que acredita que la Oficina de Asilo y Refugio está estudiando si concede o no asilo al portador. Incluso los trámites de extranjería brindan beneficios a las multinacionales de la ICM: por ejemplo, El Corte Inglés se encarga del mantenimiento de las máquinas que expiden visados, mientras que el Estado subcontrata (sin informar sobre las condiciones) a la multinacional BLS International Services para tramitar las solicitudes de visados desde el extranjero.
La admisión a trámite de su solicitud de asilo libró a Moussa de una posible devolución exprés a Marruecos o de ser encerrado en uno de los siete CIEs repartidos por la geografía española. Numerosas organizaciones sin ánimo de lucro se refieren a estos centros como “cárceles para pobres”. A menudo, los extranjeros privados de libertad en los CIEs organizan protestas para denunciar su sobrecapacidad, las malas condiciones higiénicas (son habituales las plagas, por ejemplo) y la violencia desmedida que ejercen los cuerpos de seguridad en su interior.
El último amotinamiento reseñable tuvo lugar a comienzos del estado de alarma, cuando los internos en los CIE del Aluche se rebelaron ante el hacinamiento y la falta de medios para protegerse del coronavirus. Finalmente, Interior accedió a cerrar todos los CIEs y, ante la imposibilidad de deportar a sus inquilinos por el cierre de fronteras, puso en libertad a aquellos que llevaban los casi dos meses como máximo que pueden permanecer recluidos, tal y como adelantó Público.
Los sucesivos gobiernos han asegurado que los CIE no son centros penitenciarios, aunque a veces el mismo Gobierno directamente utiliza cárceles para el ingreso de extranjeros. Un ejemplo reciente es el de la cárcel de Archidona, reconvertida en CIE a finales de 2017, y cerrada en enero de 2018, tras la muerte del argelino Mohamed Bouderbala en su celda en circunstancias extrañas. El Gobierno de España permite que los periodistas entren en las cárceles, pero no en los CIE.
“Volvería a migrar por todo lo que aprendí y crecí, pero no lo haría si supiese lo que había”, asegura Moussa. El despliegue económico, militar y tecnológico de la ICM contrasta con la debilidad de los sistemas de acogida e integración españoles. Nada más llegar a Murcia, Moussa empezó a estudiar la ESO por cuenta propia —“aunque había empezado una carrera universitaria en Senegal, esa documentación no me valía en España”, explica — , pero para sobrevivir sin ayuda ni papeles necesitaba un empleo, así que decidió buscar trabajo. Encontró un puesto sin contrato como encargado de una finca en Sevilla. “[El dueño] me dijo que me pagaba por trabajar, no por estudiar”, relata. No tuvo posibilidad de compatibilizar. Allí fue donde recibió la noticia un año después: España denegaba su solicitud de asilo y había una orden de expulsión con su nombre.
Ahora todas sus esperanzas para “seguir estudiando y poner tener un buen trabajo y una vida honrada” están puestas en el arraigo: si resiste viviendo en clandestinidad hasta mediados de 2021, podrá acreditar que lleva tres años en España y quizás optar a un permiso de residencia. “Me quedan un año y 20 días”, explica Moussa. Si la Policía le identifica en ese tiempo, podría ser detenido y expulsado por la fuerza, igual que Mody Cissoko, joven maliense de 23 años y uno de los últimos migrantes deportados por España antes de que el Gobierno decretase el estado de alarma por coronavirus.
En la madrugada del 20 de enero, él y otros 45 internos del CIE de las Palmas (Canarias) fueron informados de que serían deportados al día siguiente a Mauritania en un vuelo coordinado por Frontex. No entendieron lo que pasaba. Cissoko llevaba 54 días en una celda junto a otros cinco migrantes. Él y otros internos explicaron que huían de la guerra, pero ni la abogada de oficio, ni el intérprete (que no hablaba su idioma), ni los agentes que les custodiaban les explicaron que podían pedir asilo. Ningún migrante opuso resistencia, pero todos viajaron con las muñecas atadas. Desde 2003, España y Mauritania cuentan con un acuerdo para realizar deportaciones exprés en el que no constan mecanismos para asegurar la vida e integridad del deportado.
Tras aterrizar en Nuadibú (Mauritania), Cissoko fue entregado a las autoridades de ese país. Pasó tres días encerrado sin comer ni beber, hasta que los agentes mauritanos le subieron a un coche y le abandonaron en Gogui, la frontera con Mali, un país sumido en la violencia en el que 350.000 personas ya se han visto obligadas a abandonar su hogar. Preguntado al respecto, el ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, aseguró: “No van a Mali, sino a Mauritania”.
A finales de marzo, en medio del secretismo habitual que envuelve estas operaciones, Interior organizó otro vuelo para deportar a 15 personas del CIE de Aluche (Madrid) a Mauritania. Los policías que debían custodiar a los deportados se quejaron de estar deportando a personas en plena crisis del coronavirus, sin material sanitario de protección y sin saber el estado de salud de los migrantes, que antes de la pandemia estuvieron en cuarentena por un brote de tuberculosis en el CIE. La presión de los agentes surtió efecto y el Gobierno suspendió el vuelo.
*Ninguna de estas empresas privadas e instituciones públicas respondieron a las preguntas de esta investigación: Ministerio del Interior, Ministerio de Defensa, Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones, Ministerio de Transportes, Indra, Everis, Acciona, Babcock, Evelop, Swiftair, Air Europa, Amper, El Corte Inglés, ACS, Ferrovial, Eulen y Telefónica.
Fuente: Kaosenlared.