Concurrían los últimos años del dictador y, a pesar de que el régimen se mostraba más fiero y grave que nunca, al menos con los vascos, su memoria temblaba. Los artífices de la dictadura, no sólo el jefe, sino toda una corte de aduladores y, como decíamos entonces, «chupópteros», se habían pasado años y años calzando las sandalias al recuerdo de los suyos y prohibiendo sistemáticamente el de los demás.
Han pasado muchos años, pero las formas me vienen como flashes repetidos en las noticias de los últimos días: quiebra del menhir y el crónlech que notifica del centro geográfico de Euskal Herria, rotura de la placa que recuerda a un médico torturado y fallecido a continuación, limpieza a conciencia de símbolos españoles en Navarra que llevaban medio siglo comidos por la vegetación… la reacción tiene prisa en definir sus mitos, como si el mundo acabara mañana.
La memoria española de la última época franquista se estremecía y, en consecuencia, jugaba como si el sedimento social fuera cosa impositiva, es decir que con tres o cuatro flechazos iba a lograr un reconocimiento que no existía. Recuerdo que a las publicaciones sobre la verdad del bombardeo de Gernika, le siguió una convocatoria del Día de la Raza (española) en la villa vizcaína, presidida por el entonces príncipe J. C. Borbón. Poco después, Augusto Unceta, hoy víctima del terrorismo, le regaló a Franco la medalla de oro y brillantes de Gernika.
En esos estertores de la dictadura me llamó la atención, sobremanera, ese homenaje a los muertos y víctimas franquistas de los cuatro territorios vascos peninsulares que organizó Manuel Urbizu, alcalde de Zegama, intentando marcar su hábitat y, de paso, el de los demás. Meses antes de la muerte del innombrable, la inteligencia homenajeaba a los que consideró deberían pasar a la posteridad como símbolos del vasco-españolismo: Ramiro Maeztu y Víctor Pradera, ambos muertos por grupos republicanos en 1936.
En esta oleada de homenajes casi póstumos, hasta las cooperativas vascas, tan de la tierra, tan arraigadas con el entorno, distinguían a Licinio de la Fuente, ministro de trabajo de un Gobierno filo-fascista. Un grave error. Porque los homenajes, las reparaciones, eran humo. Debajo de toda esa capa de pompa y boato se encontraba el abismo. La sociedad vasca estaba hasta el gorro de falsos testimonios.
En febrero pasado se han cumplido 30 años, exactamente, de uno de los viajes más insólitos que he conocido en la historia de mi país. Tras las investigaciones de algunos aficionados a historiadores, ante la pasividad de los titulares, y junto a la iniciativa de familiares de victimas navarras de 1936, se organizó una partida de dos autobuses. Los promotores conocían el destino, pero no qué iba a suceder. Y el destino era uno de los lugares más tétricos de nuestros vecinos españoles, el llamado Valle de los Caídos, antes Cuelgamuros.
Resultó que en 1959 habían llegado al gran osario de la sierra madrileña 144 restos humanos, procedentes de Aberín, Arandigoien, Ayegui, Cadreita, Iruñea, Milagro, Murillo, Ribaforada y Tudela. Se trataba de sindicalistas y militantes republicanos que habían sido fusilados en 1936, de forma clandestina, y enterrados en fosas a la vera del camino.
En 1959, el ministerio de Gobernación español, predecesor del de Interior, cometió una de las mayores fechorías de las que se ha tenido conocimiento. Puesto que el mausoleo ideado por Franco no pudo rellenarse con los cadáveres de los combatientes franquistas, el régimen decidió que lo haría con los republicanos que había fusilado y escondido en las cunetas.
En 1980, las familias de los navarros afectados supieron de la tropelía y alquilaron los dos autobuses que les llevaron a Cuelgamuros. Volvieron con los restos de los suyos. En un acto insólito. Jamás alguien ha podido repetir aquella hazaña. Los restos estaban mezclados, pero no importaba. Recuperaban las esperanzas y las ilusiones, aunque también, no hay porque negarlo, las pesadillas.
Vivos y muertos regresaron como héroes. En la catalogación moderna, los expertos anuncian una y otra vez que verdad, justicia y reparación son los objetivos de la deuda de la sociedad con las víctimas. Los navarros que viajaron al Valle de los Caídos fueron víctimas, de la infamia y del Estado. No conocieron la verdad y además fueron engañados. La justicia pasó de lado, la de los fascistas fusiló a sus padres. Y reparación… ni una peseta, ni un euro. Es más, la búsqueda de los suyos les aligeró los bolsillos.
Pero tuvieron Reconocimiento Social. De lo que jamás hablan las ONG u organismos de derechos humanos. Algo intangible, que pertenece a la colectividad, pero que alivia penas y levanta admiraciones. Valió la pena. Reconocimiento a su sufrimiento, a sus idas y venidas, a su desasosiego, a las vejaciones que han sufrido durante años por parte de un Estado prepotente, alineado con los verdugos, insolente con las víctimas e insensible a cualquier atropello que ponga en entredicho la solidez democrática de sus instituciones.
En cambio, las víctimas de la República, como las del terrorismo, encontraron la verdad. Tuvieron su Causa General, inducida o falseada a veces, pero la vieron descrita al detalle. Hubo justicia, con muchos matices, porque a estas alturas sabemos de sobra que los que la impartieron eran parte del problema, actores interesados. Y, sobre todo, reparación. Antes, las víctimas recibían estancos, puestos en la Policía Municipal, prebendas de todo tipo. Desde hace unos años, otras víctimas han sido resarcidas con grandes cantidades económicas.
Pero no han tenido ese Reconocimiento Social que ahora buscan denodadamente desde las alturas, a golpe de porra si hace falta. Y ese Reconocimiento Social lo tienen otros que ellos, desde sus posiciones de Estado, deprecian eternamente, desde siempre y en todas las épocas, invariablemente.
Ahí surge el conflicto.
Y determinadas víctimas no tienen Reconocimiento Social porque la falta de credibilidad de su trayectoria o de quienes la apoyan no tiene bases sólidas. Así es imposible que surja espontáneamente un soporte social.
El último ejemplo es palmario. ¿Por qué agentes autonómicos retiran los carteles de recuerdo por Gladis del Estal, muerta hace 31 años por un guardia civil, agente del Estado? El objetivo es, evidentemente, limpiar la mancha del Estado, dejar inmaculada su actuación. Y genera justamente lo contrario. Ese sentimiento, como hace 30 ó 70 años, de que los aparatos del Estado hacen lo que les viene en gana, incluso niegan y esconden sus propios crímenes.
El ejemplo posterior quizás sirva para ilustrar mis impresiones a quienes tengan algunos años más. En el año 1942, un resistente vasco, médico de Gasteiz y de nombre Luis Álava, fue fusilado en Madrid. Había sido acusado de recoger información de los movimientos fascistas en el País Vasco y trasladarlos a los Aliados contra Hitler durante la Segunda Guerra mundial.
Aquel proceso fue el paradigma de dos sistemas enfrentados a muerte: el fascismo contra la democracia. La época de los campos crematorios. Las cunetas, la muerte a paladas. Luciano Conde-Pumpido era entonces magistrado. Tal y como aparece en la documentación recuperada del proceso del resistente, Conde-Pumpido firmó la sentencia a muerte de un compungido Luis Álava. Su nieto, Cándido, dirige la Fiscalía General del Estado. ¿Qué credibilidad tiene un Estado asentado en una historia semejante?
El recorrido de Emilio Álava, el hermano de Luis, fue diferente. Deportista de elite, en 1952 quedó segundo defendiendo los colores españoles en una de las competiciones de tiro en las Olimpiadas de Helsinki. Desde entonces honor y gloria. Un club deportista lleva su nombre en Gasteiz. Vayan a la hemeroteca de ABC y lean los piropos que le lanzan. Luis, en cambio, no tiene siquiera un nombre en el callejero gasteiztarra. Un Conde-Pumpido cortó sus alas.
En este magma ambiental e histórico, el Reconocimiento Social se ha convertido en la única respuesta que nos queda a infamias, tradiciones e injusticias. La verdad nos la robaron. En la justicia no podemos confiar, a nuestro pesar. Y la reparación ya la encontraremos. El reconocimiento al coraje, luchas y proyectos de tantas y tantos compañeros es nuestro valor añadido. Que es, precisamente, la identificación con su trayectoria.