Este latrocinio, al que eufemísticamente llamamos crisis, tiene un punto en común con «El retablo de Maese Pedro»: dos tramoyas que nos permiten conocer a los personajes que por ellas desfilan.
En la actual, asombra por su arrogancia el insaciable Pantagruel; acaparador obsesivo de bienes que no produce y de plusvalías inexistentes; tras haber esquilmado las arcas comunes, intenta engullir ahora las vidas y haciendas de los más frágiles. Siempre a su lado, Servilio: politicastro de voz engolada y apariencias de gobernante; pone a disposición del primero el poder que éste le cede y los recursos económicos que no le pertenecen; expoliador de un pueblo al que dice representar. Engrosan el cortejo los reverentes Si señor y Mande usted, personajes que medran con la recogida de boñigos que deja a su paso tan indigna comitiva; gestionando espacios privatizados, tramitando EREs y creando ETTs ganan mucho más que lo que jamás se imaginaron. Desfilan por el tabladillo Cándido y Lánguido, sindicalistas enfrascados en diálo- gos interclasistas mientras millones de personas son aherrojadas al paro; apagadores de la rabia que las escandalosas injusticias del sistema provocan. Fuera de la comitiva ‑y maldiciendo de ella- Quejumbroso, el pagano de la tragicomedia, se pasa la vida gimoteando de su mala suerte y sin mover un dedo por remediarla; cuando alguien le pregunta «y tú ¿que vas a hacer?», cambia la dirección de sus reproches, deslegitima la movilización social y descalifica a sus inductores.
El 12 de junio estuve muy cerca de otro escenario: la tarima desde la que seis sindicatos vascos anunciaron la convocatoria de huelga general. Me pareció detectar, envuelta en la lluvia pertinaz que nos acompañaba, una estrecha sintonía entre las centrales convocantes y la multitud allá presente. El lugar elegido para la proclama estaba cargado de connotaciones proletarias: la ría del Nervión, tan degradada un tiempo por la agresiva e incipiente industrialización decimonónica; los seis sindicatos asumían la herencia de otras peleas obreras y reactivaban la lucha de clases allá donde se había gestado el sindicalismo fabril vasco.
El anuncio, fiel a la realidad actual, recogía la demanda de la mayoría social: la que ve mermados sus derechos pero mantiene intacta su dignidad; la Euskal Herria combativa que sigue plantando cara al despotismo capitalista para frenar sus desmedidas ambiciones. Aquella fusión entusiasta de sindicatos y sociedad estaba también cargada de futuro. Era la apuesta de quienes no creen en las bondades neoliberales y aspiran a una sociedad más justa; saben que la huelga general no es una revolución, pero sigue siendo una herramienta obrera para modificar la correlación de fuerzas. En el horizonte vasco se están abriendo nuevas posibilidades que la clase obrera tiene que liderar; el cambio político-social es posible y la huelga general fungirá de comadrona.
La clase obrera vasca no pretende sentar cátedra ni aleccionar a nadie pero, con su clarividencia y decisión, se ha convertido en referente. «Una vez más ‑dice un compañero gallego- Euskal Herria es la estrella polar para todo el Estado».
Fuente: Gara