Chile. Presos Políticos, Presos Sociales

Chi­le. Pre­sos Polí­ti­cos, Pre­sos Sociales

Por Andrés Bian­que Squa­drac­ci, Resu­men Lati­no­ame­ri­cano, 19 agos­to 2020.

Habi­ta­ción Oscura.Tiempos amar­gos o una tar­de cual­quie­ra en detención.

De madru­ga­da, repen­ti­na­men­te la noche se des­pier­ta den­tro de mí. Ella tiem­bla sin razón apa­ren­te.
Escu­cho toser los insec­tos con­tra la ven­ta­na.
La llu­via dibu­ja las líneas de sus manos sobre los vidrios.

Alguien sollo­za a lo lejos. Alguien gime en algún lugar. No es el llan­to de uno, sino de varios.
Llan­to y que­ji­do atra­vie­san las pare­des. Son pája­ros sin alas, son abe­jas de abdó­me­nes rotos.
Son perros con mor­di­das en el cuello.

Sor­bo a sor­bo voy sin­tien­do el col­mi­llo en mi pro­pio cuello.

Alguien ha amor­da­za­do los insec­tos, la llu­via reza en silen­cio.
El mie­do acam­pa sobre los pechos. La res­pi­ra­ción tar­ta­mu­dea los nom­bres.
Pue­do ver, aún con los ojos cerra­dos. Pue­do oír, aún con la almoha­da como escu­do.
Alguien llo­ra deba­jo de mi cama.

Todos los gri­tos y lamen­tos me pare­cen igua­les, no dis­tin­go cul­pa­bles de ino­cen­tes, hom­bres de muje­res.
Me levan­to. De rodi­llas inten­to con­te­ner el tren de mí alien­to.
El piso gol­pea los puños, la pared azo­ta las fren­tes, el techo abo­fe­tea las mejillas.

Los pre­jui­cios susu­rran que no inter­ven­ga, pero el acen­to del dolor, habla más cla­ro que cual­quier dia­lec­to.
Miro deba­jo de la cama.
Acu­rru­ca­do como un feto, con la cara ven­ci­da, me mira un ser humano mar­chi­to.
Se me rom­pe el dique de los ojos. Ten­go pena, pero tam­bién ten­go miedo.

El dolor sigue aullan­do. Los gri­tos son puña­les. Los minu­tos son esta­cas.
El edi­fi­cio com­ple­to está llo­ran­do.
Pien­so en mi vecino que es un niño. Me des­pre­cio por no ser mejor, por no ser fuer­te como él.
Ni siquie­ra pue­do hacer­me car­go de mí mis­mo.
El pul­so de los segun­dos per­fo­ra todo, excep­to los barrotes.

Alguien llo­ra deba­jo de mi cama.

Jun­to fuer­zas que no ten­go, pro­nun­cio su nom­bre con mis ojos, me tra­go el des­con­sue­lo de su poe­sía y con lo poco que me que­da de amor, le extien­do mis manos rotas.
Sale a duras penas, arras­trán­do­se. Tie­ne el pelo lleno de pol­vo, los hara­pos le cuel­gan. Los ojos le gri­tan, los tie­ne hin­cha­dos de san­gre piso­tea­da.
Lo aco­mo­do en la cama y le son­río llorando.

La piel desolla­da de los días, flo­ta en el aire.

Mien­tras tan­to, la habi­ta­ción se lle­na de fan­tas­mas, de caras pega­das a las pare­des, de nom­bres de síla­bas muer­tas col­gan­do des­de el techo. Y muge el dolor de dece­nas en un solo mugi­do que hier­ve los cuer­pos ence­rra­dos.
Y él aprie­ta mi mano y yo pien­so en ahor­car­lo, en ter­mi­nar esa tor­tu­ra que lo devora.

Aquí estás muer­to hace rato, pero toma días entenderlo.

No entien­do cómo pesan tan­to las cade­nas invi­si­bles ó los esla­bo­nes quí­mi­cos de sus rece­tas.
Pien­so en cuán­to pesan los gri­tos, en cómo dia­blos foto­gra­fiar los more­to­nes del pen­sa­mien­to.
Cómo, des­pués de meses, aún man­ten­go la que­ma­du­ra de las esposas.

Soy la derro­ta, soy los perdedores.

Vara­do a la ori­lla del infierno, con el más­til roto, con mi ban­de­ra usa­da como alfom­bra.
No soy más que otra rata de cloa­ca. Cor­ta­do por las estrías del piso que se adhie­ren a mi cara.
La trin­che­ra de los con­cep­tos está des­cuar­ti­za­da, los sue­ños embal­sa­ma­dos de horror.

La expo­si­ción del sufri­mien­to no se detie­ne, está en su apo­geo.
Flo­re­ce una mesa inmen­sa que rodea la cel­da. A lo lar­go y ancho, un bufé guber­na­men­tal de dolo­res y tris­te­zas para ele­gir. Esto recién comienza.

Alguien llo­ra sobre mí cama.

Me le que­do miran­do. Me aho­go en sus ojos. Poco a poco sus fac­cio­nes van des­apa­re­cien­do, se van trans­for­man­do en una pin­tu­ra de mar­ti­rios. Su ros­tro es el ros­tro de muchos. La cara anó­ni­ma de un raci­mo de per­so­nas tor­tu­ra­das, en este cemen­te­rio de zom­bies derro­ta­dos, en esta lata de mari­po­sas con­ver­ti­das en gusanos.

Los lepro­sos del sis­te­ma. Los náu­fra­gos de cari­cias. Los huér­fa­nos de besos y abrazos.

Éste es el infierno me digo. Epi­cen­tro de una pla­cen­ta dise­ña­da para arran­car la vida.
Un horno sofis­ti­ca­do, con­fec­cio­na­do para que­mar la bri­sa inter­na.
Deten­ción, incu­ba­do­ra del dolor.
Fábri­ca de luná­ti­cos. Archi­pié­la­go de tem­blo­res.
Pur­ga­to­rio de tajos. Taller de la desgracia.

Aquí no nece­si­tas morir­te, para que te entie­rren vivo.
Dios hace fila en la entra­da y espe­ra como todos los demás.

Tú vie­ja, tú fría, tú hipó­cri­ta jus­ti­cia.
Ven a dis­fru­tar de tu mata­de­ro disi­mu­la­do.
Tu basu­re­ro para putas y pillos. Tu com­pa­ñía de humi­lla­cio­nes.
Tu fra­ca­sa­do mode­lo escon­di­do en un sótano de car­ne derro­ta­da.
Ven a fir­mar nue­va­men­te, tor­tu­ra como cas­ti­go sobre la fren­te de alguien.
Ven a col­gar tus diplo­mas sobre la espal­da de los perdedores.

Silen­tes ver­du­gos de los días.

Anto­lo­gía de arro­gan­tes insen­si­bles. Paya­sos del com­por­ta­mien­to ade­cua­do.
Pro­mo­to­res del sui­ci­dio y la locu­ra. Parien­tes del car­ni­ce­ro. Her­ma­nos del ver­du­go.
Pará­si­tos del dolor. Fun­cio­na­rios del escar­nio.
Ven, por favor, com­par­te un tiem­po con nosotros.

La idea cen­tral es poner­te de rodi­llas, des­pués ellos te ense­ña­rán a cami­nar.
La idea es que no hables con nadie, que apren­das a res­pon­der con un sí o con un no.
Bus­can­do des­hu­ma­ni­zar­te, pre­pa­rar­te para las far­sas jurí­di­cas que ven­drán.
Se olvi­dan que la humi­lla­ción cons­tan­te pro­du­ce o espan­ta­pá­ja­ros o mons­truos.
Y obvia­men­te la idea cen­tral es tener espan­ta­pá­ja­ros como súb­di­tos.
Los mons­truos que sobran, lega­li­zan y jus­ti­fi­can el engra­na­je sinies­tro de su trabajo.

Alguien llo­ra sobre las camas.

Los gemi­dos per­fo­ran todo.
Las cuca­ra­chas hacen sonar sus man­dí­bu­las azu­les y ver­des con­tra los oídos.
Las pesa­di­llas son bui­tres que se ali­men­tan del can­san­cio de sus víc­ti­mas.
La huma­ni­dad cuel­ga de un gan­cho alto o ago­ni­za en un sub­te­rrá­neo, ocul­ta de mira­das y cuestionamientos.

La humi­lla­ción cons­tan­te pro­du­ce o espan­ta­pá­ja­ros o monstruos.

El eco de los gri­tos pue­de durar meses. Las cam­pa­na­das inter­nas dura­rán años.
¿Qué son estas líneas más que una pie­dre­ci­lla arro­ja­da con­tra tu ven­ta­na?
Mien­tras lees estos tra­zos, hay de quie­nes llo­ran en este mis­mo ins­tan­te deba­jo de sus camas.
¿Los oyes?

Me que­do dor­mi­do hacién­do­le cari­ño en su pelo.
Lue­go ven­drán las pira­ñas dis­fra­za­das de del­fi­nes, con sus son­ri­sas de mani­quíes baratos.

Gol­pean a mi puer­ta. Una voz de whisky me des­pier­ta.
Estoy en medio de mi cel­da.
Aho­ra entien­do que lo de ano­che fue el cie­lo, si lo com­pa­ro con lo que se vie­ne.
Bien­ve­ni­do a nues­tra sociedad.

Habi­ta­ción Clara.

Ais­la­mien­to des­de la pers­pec­ti­va de un pájaro.

Escu­cho la risa de un pája­ro detrás de la ven­ta­na. Sus ojos bri­llan de iro­nía.
Me apun­ta con sus alas y se va.

El tiem­po da vuel­tas en un carru­sel de caba­llos muer­tos. No sé qué hora es.
Mi vis­ta empeo­ra, los días se vuel­ven borro­sos. Qui­zás es lunes, tal vez es vier­nes.
Las jor­na­das son pren­sa de mano anó­ni­ma que estru­ja sin nin­gún remor­di­mien­to.
Pier­do la noción del tiem­po. No sé si es mayo o agosto.

Escu­cho carre­ras, gri­tos y mal­di­cio­nes.
Gol­pes, por­ta­zos e insultos.

No quie­ro comer su comi­da. No ten­go ham­bre, no quie­ro hacer nada.
Estoy vacío, soy un muñe­co sin fac­cio­nes. Una más­ca­ra acrí­li­ca tira­da al sol.
La luz me que­ma la cara, la llu­via me cor­ta las pupi­las.
Comien­zo a tar­ta­mu­dear. Me due­le cons­tan­te­men­te la cabe­za.
Algo me fal­ta, algo me sobra.

Apa­re­cen ara­ñas en el piso. Sé que son topos en mis pen­sa­mien­tos.
Un perro ras­gu­ña cons­tan­te­men­te mi puer­ta. Bus­ca algo.
Miro mis dedos ensan­gren­ta­dos y entien­do que el perro soy yo.

Alguien con­ver­sa den­tro de mi cabe­za. No sé quién es.
La ima­gen de raí­ces en mis pies pegán­do­se al sue­lo, me ate­rro­ri­za.
Camino una y otra vez. Soy un pén­du­lo que osci­la entre el dolor y el dolor.
Soy un estu­che en mí mis­mo. Soy un capa­ra­zón vacío.

Cie­rro los ojos y escu­cho el mar den­tro de mí.
Afo­nía de epís­to­las. Ausen­cia de acor­des huma­nos.
Mi cuer­po pare­ce el de alguien en coma, de alguien con un derra­me o tem­blor cerebral.

Soy un libro de agua sin pala­bras, sólo refle­jos.
Soy un cor­te que san­gra hacia aden­tro.
Bus­co dón­de ahor­car­me, dón­de cor­tar­me las venas y teñir el piso de ver­sos.
¿Será posi­ble ahor­car­se con las pro­pias manos?

Aquí no exis­ten los epí­lo­gos, todo es intro­duc­ción al dolor.

Un día, una sema­na, un mes. No sé dón­de estoy. No ten­go cla­ro quién soy.
El tiem­po pier­de la noción de mí.
Hago un bar­co con la som­bra de mis manos more­tea­das.
Jue­go, armo y des­ar­mo un ver­so en for­ma de puzzle.

Y en un momen­to, siguien­do vues­tro ejem­plo, me lleno de ren­cor. Odio esta socie­dad que me odia.
Qui­sie­ra ase­si­nar­lo todo. Ver­du­gos y miro­nes. Insí­pi­dos e insen­si­bles.
Popu­la­cho de inge­nuos e imbé­ci­les que sal­van cacho­rros y osos pan­das por el mun­do, pero aquí, suben el volu­men de sus mule­tas tele­vi­si­vas, para no escu­char el llan­to en sus pro­pias casas.

La ven­ta­na es el vidrio de mi ataúd. Afue­ra des­fi­lan gen­tes de todos los colo­res.
Les gri­to, quie­ro que sepan que vivi­mos. Los lla­mo, quie­ro que sepan que esta­mos.
Vivo en la cima de una ata­la­ya, no nos ven. Vivo en un sótano, no nos oyen.

Me ten­so como la cuer­da de un vio­lín, que no es capaz de pro­nun­ciar el gri­to en su pro­pio pecho.
Me hun­do en mí mis­mo. La habi­ta­ción es un remo­lino que gira en su pro­pio eje que soy yo.
Con mi silen­cio de coral, con mis ojos a media asta, llo­ro como no sabía, se podía llo­rar.
Con mi tras­pa­ren­cia de ané­mo­na empie­zo a dudar de mi pro­pia existencia.

¿Y si yo fue­ra un espec­tro enca­de­na­do a esta ergás­tu­la infinita?

Les gri­to a mis pier­nas que se cal­men. No me obe­de­cen, no me entien­den.
Les hago cari­ño, les pido que no llo­ren, pero insis­ten. Nada fun­cio­na. Las dejo tiri­tar.
Les sigue mi mano dere­cha gol­pean­do un tam­bor inexis­ten­te.
El tic en mis pár­pa­dos es un telé­gra­fo de temblores.

Me due­le el invierno que lle­vo den­tro.
Me due­le la res­pi­ra­ción cons­tan­te del silen­cio.
Me due­le la sies­ta de la san­gre, el letar­go de la car­ne.
Me due­le estar solo y no poder hablar con nadie.
Me due­le estar escu­chan­do gri­tos y ala­ri­dos a cada instante.

Aci­dez de som­bras se repi­te en mi pecho.

Las arte­rias de mis bra­zos son enre­da­de­ras que tapi­zan este cie­lo.
Se va des­cas­ca­ran­do la pared, se des­ho­ja. Van cayen­do hojas que se tiñen del color de mi té.
Sé que son irrea­les, pero pue­do sen­tir su peso muer­to en la pal­ma muer­ta de mi mano.
Mis lágri­mas son cor­te­jo de péta­los fune­ra­rios, por­que me doy cuen­ta que mi cere­bro, en su impo­ten­cia, inten­ta hacer­me cari­ño con una ilu­sión ópti­ca com­pa­si­va.
Todo me hace llorar.

Sigo escu­chan­do gri­tos y los gri­tos son invi­si­bles. No dejan mar­cas exter­nas, he ahí la valen­tía y des­ca­ro de estos ser­vi­do­res públicos.

Las cel­das son espejos.

Somos lirios que arden inin­te­rrum­pi­da­men­te has­ta el ano­che­cer.
De día, can­de­la­bro de hue­sos tira­dos bajo la luz arti­fi­cial de una lám­pa­ra que sólo invo­ca espi­nas.
Somos taja­da de luz tira­da sobre el piso, reba­na­das de auto­es­ti­ma sal­pi­can­do las pare­des.
Miga­jas de ala­bas­tro has­ta con­ver­tir­nos en lápi­das vivien­tes, en losas andantes.

Tú vie­ja, tú fría, tú hipó­cri­ta, tú silen­te.
Fabri­can­tes de esqui­zo­fré­ni­cos. Repre­sen­tan­tes de la úlce­ra.
Jar­di­ne­ros de canas y arru­gas en este inver­na­de­ro de cru­ces rotas.

Se me vie­ne una impo­ten­cia de ver­sos, se me atra­gan­ta la plu­ma, me tiem­blan las fra­ses pen­san­do que no son lo sufi­cien­te­men­te cla­ras y me due­le mi medio­cri­dad narra­ti­va, de no ser capaz de mos­trar­te todo el horror del encie­rro.
Tam­po­co pue­do decir lo que sien­to, por­que me pon­drán en un lugar peor que este.
Soy cobar­de por­que no digo nada con­tra ellos. No recla­mo para que no me qui­ten la media hora de paseo en una jau­la más ancha de la que habi­to. Me aver­güen­zo de mí mis­mo.
Estoy des­trui­do y vivo asus­ta­do. Espe­ran­do qué nue­vo daño me echa­rán enci­ma. Soy cobar­de­men­te egoís­ta. No soy el héroe que ima­gi­né.
Eres el ver­so que me fal­ta, el poe­ma aban­do­na­do en un tacho de basura.

Aquí exis­te la inmor­ta­li­dad, prin­ci­pal­men­te por­que se mue­re todos los días.
Te matan, pero sólo un poco.

El infierno soy yo, éste es mi rei­no.
El deco­ra­do y el títu­lo me fue­ron impuestos.

La idea prin­ci­pal es rom­per­te. Cuan­do inten­tan armar­te de vuel­ta, siem­pre sobran o fal­tan piezas.

La idea cen­tral es que tie­nen que macha­car pri­me­ro la car­ne. Enve­ne­nar­te para que cier­tos juris­tas pue­dan relu­cir sus cua­tro corri­das de dien­tes. Su edu­ca­ción les impi­de liti­gar en igual­dad de con­di­cio­nes.
Si un suje­to te encie­rra en su sótano, le lla­ma­mos psi­có­pa­ta. Aquí le lla­man fis­cal.
Psi­co­pa­to­lo­gía jurí­di­ca al alcan­ce de todos.

El abu­sa­dor inten­ta con­se­guir a tra­vés de bru­ta­li­dad y cruel­dad, lo que sólo el amor alcan­za a tra­vés del respeto.

Una per­so­na sana, no tor­tu­ra a otra per­so­na.
Una socie­dad sana, no tortura.

La som­bra del atar­de­cer vie­ne devo­ran­do edi­fi­cios y tam­bién mi cuar­to en lla­mas.
Una angus­tia indes­crip­ti­ble me patea el estó­ma­go.
Atar­de­cer, pró­lo­go de penurias.

Uno de mis veci­nos falle­ció de un ata­que al cora­zón. Una muer­te natu­ral.
No hay cul­pa­bles, ni responsables.

Habi­ta­ción Gris.

Obvio que due­le cuan­do abren la puer­ta. Due­le escu­char la frac­tu­ra de las cos­ti­llas, reme­cien­do toda la cel­da que lle­va­mos dentro.

Aquí ter­mi­nan las calles y comien­za el ron­qui­do de los mar­ti­llos.
Aquí no exis­ten las car­tas, ni las lla­ma­das, ni los lápi­ces. Nadie te habla, nadie te mira a los ojos.

Se abren y cie­rran acce­sos. Es un labe­rin­to para ratas, que con­clu­ye en epí­lo­go de puer­tas abier­tas que te espe­ran, para lue­go cerrarse.

Es el mis­mo dolor, sólo que en otra parte.

Los muros son gigan­tes. Una cla­ra­bo­ya peque­ña, son­ríe por entre­me­dio de los ladri­llos.
Un ven­ta­nal a tu espal­da, des­de don­de te obser­van los cen­ti­ne­las.
Una cáma­ra en la esqui­na, espía tus gestos.

La brú­ju­la de la incer­ti­dum­bre, jamás cam­bia de norte.

Las pare­des y el piso son hojas de un libro de des­gra­cias. Exudan tris­te­za, hue­len a des­con­sue­lo.
Están lle­nas de escu­pi­ta­jos, de flui­dos diver­sos de apa­rien­cia asque­ro­sa.
Es una car­to­gra­fía de cica­tri­ces, un man­tel de mal­di­cio­nes, de súpli­cas, de fechas anti­guas arru­ga­das de tiem­po.
En medio del habi­tácu­lo, una alcan­ta­ri­lla vomi­ta olo­res nauseabundos.

Esce­na­rio de coli­llas y almoha­das de nico­ti­na como pal­co, te observan.

Aquí no hay relo­jes, nada que indi­que dón­de estás.
Des­pués de un momen­to, el tiem­po te absor­be y comien­za a rumiar tu exis­ten­cia.
Des­de las altu­ras, un car­ce­le­ro son­ríe, mien­tras dis­fru­ta de su café.
Debe ser todo un espec­tácu­lo, con­tem­plar este acua­rio de ratas mari­nas, en esta vasi­ja de cemen­to, sin agua.

Las man­chas en el sue­lo son núme­ros cianóticos.

Esta jau­la está pres­cri­ta de acuer­do a la jerar­quía social que per­te­nez­cas.
Por­que aquí en este país, exis­ten dis­tin­tos tipos de jus­ti­cia.
Una jus­ti­cia para ricos, otra para pobres.
Una jus­ti­cia para muje­res, otra para hom­bres.
Una jus­ti­cia para extran­je­ros, otra para los due­ños de casa.

El color gris domi­na todo. Esto es un ceni­ce­ro humano, una urna. Sobras de un incen­dio de som­bras líqui­das.
Un pan­tano de con­cre­to que se tra­ga per­so­nas, que se nutre de nom­bres.
Aquí es don­de el humo toma for­ma huma­na, don­de la nie­bla se esconde.

Somos el bicho den­tro de la caja, el gri­llo de pier­nas cortadas.

Resul­ta iró­ni­co, tan­to ade­lan­to tec­no­ló­gi­co para ter­mi­nar ence­rra­do igual que siglos atrás.
Defi­ni­ti­va­men­te, en la inti­mi­dad, algu­nos se han con­ver­ti­do en lo que odian.
Son muy dis­tin­tos al amor públi­co de sus dis­cur­sos.
El tor­tu­ra­dor con­tem­po­rá­neo no se man­cha de san­gre, nada que le arrui­ne el smo­king en sus galas.
La muti­la­ción psi­co­ló­gi­ca, la ampu­tación emo­cio­nal; ¿bus­ca que sea­mos una copia de su bitá­co­ra inter­na?
¿Un cal­co de sus traumas?

Sin que uno se de cuen­ta, los pies comien­zas a dibu­jar rec­tán­gu­los en la jau­la.
Te tra­tan como a un ani­mal, ter­mi­nas com­por­tán­do­te como un ani­mal.
Esto es un iglú en medio del averno, una cava bus­can­do que el veneno fer­men­te.
Jau­la, sucur­sal de la Inqui­si­ción, aus­pi­cia­da por el era­rio público.

En tér­mi­nos de evo­lu­ción social, éste es el resul­ta­do his­tó­ri­co de la nación.

Tú vie­ja, ven a escu­char esta ópe­ra de fan­tas­mas de len­guas cor­ta­das.
Tú fría, ven a son­reír con este cir­co de paya­sos sin ojos.
Tú silen­te, ven a mar­car­nos el núme­ro de tus zapa­tos en las fren­tes.
Tú hipó­cri­ta, ven a enti­biar tu pan con el sus­pi­ro agó­ni­co de estas ramas secas.

Aquí estás solo. Tu amo, due­ño y señor, son los car­ce­le­ros.
Quie­nes debe­rían visi­tar esta maz­mo­rra, están ocu­pa­dos cazan­do sus­crip­cio­nes o votos en las calles.
Aquí se vive entre parén­te­sis. Aquí las autop­sias son dia­rias.
Aquí se pro­mue­ve la lobo­to­mía del silen­cio. La tre­pa­na­ción de la autoestima.

Somos esta­lac­ti­tas inver­ti­das, san­gran­do hacia el cie­lo. Somos la sobra de la nie­ve eva­po­ra­da.
Somos lo que se escon­de deba­jo de las alfom­bras. Somos un puña­do de are­na en la boca del viento.

Y zum­ba un ladri­do cons­tan­te, en este pára­mo de perros enve­ne­na­dos.
Y me due­le todo y me sien­to solo, derro­ta­do. Ni siquie­ra el aulli­do de otras jau­las me acom­pa­ña.
Y me pre­gun­to con rabia, ¿dón­de están los filó­so­fos? ¿Dón­de están los escri­to­res? ¿Dón­de están los jus­tos? ¿Dón­de están? ¿Dón­de están?

Que alguien me rega­le una pala­bra, que me hable. Una son­ri­sa, una limos­na de amor.

Se me cae el mun­do sobre los hom­bros y la caí­da es bru­tal, ahí entien­do cabal­men­te lo insig­ni­fi­can­te que soy en con­tra de ellos.
Las cuchi­lla­das de plo­mo des­nu­dan la fra­gi­li­dad de este anda­mio de car­ne, flo­res y hue­sos.
Cai­go de rodi­llas, una vez más, como una gár­go­la petri­fi­ca­da de dolor.
Soy nenú­far en medio de un char­co de san­gre tras­pa­ren­te.
Soy un ancla oxi­da­da, en medio de un arre­ci­fe de res­tos humanos.

Me han hecho un insul­to. Me han hecho una blas­fe­mia. Mira lo que han hecho de mí.

Las lágri­mas me que­man los ojos, me tiem­blan las manos, el ven­da­je de los nom­bres se va cayen­do.
Me veo par­tir y no pue­do dete­ner­me.
Voy des­cen­dien­do pel­da­ño a pel­da­ño, decre­to a decre­to, en las vís­ce­ras de esta caver­na buro­crá­ti­ca y maca­bra.
Por­que aquí en esta escue­la del odio, se apren­de a odiar. Aquí se cul­ti­va el ren­cor, la humi­lla­ción, las arca­das. Por­que el odio es su ali­men­to. La amar­gu­ra engra­sa las bisa­gras de sus gri­lle­tes, no el amor.

Aquí la idea es des­truir por des­truir, sim­ple­men­te por­que algu­nos se han con­ver­ti­do en lo que odian.
Por­que sus sala­rios están hechos de hipo­cre­sía y abusos.

Pero me rebe­lo en con­tra de sus ense­ñan­zas. No seré dis­cí­pu­lo de sus baje­zas, alumno de sus des­pre­cios.
Arro­di­lla­do, renun­cio a mi orgu­llo, me inclino y beso el sue­lo por don­de pasa­ron mis her­ma­nos y her­ma­nas.
Me tra­go el vómi­to que ofre­cen y levan­to este raci­mo de ver­sos pobres, pero lim­pios, pero hones­tos. Dia­me­tral­men­te dis­tin­tos a la doc­tri­na de cau­sas judi­cia­les tur­bias y sus tor­tu­ras escondidas.

Aquí en estas líneas van nues­tros ojos. Míra­nos.
Aquí en estas fra­ses van nues­tras voces cen­su­ra­das. Escú­cha­nos.
Me levan­to y se levan­tan den­tro de mí, todos los que por aquí pasa­ron, todos los que pasarán.

Las ceni­zas tam­bién que­man. Estos recor­tes del horror son imá­ge­nes de una muer­te tran­si­to­ria.
La poe­sía es peren­ne, indes­truc­ti­ble. El láti­go y el cas­ti­go momen­tá­neos.
Pesa más un ver­so que un garro­te. Bri­lla más un beso que las meda­llas.
Tie­ne más filo una plu­ma que la espada.

Tú hipó­cri­ta, míra­te en el espe­jo de tus pro­pias palabras.

La ideo­lo­gía del vien­to comien­za a talar un bos­que de nubes, las asti­llas me lavan los cor­tes.
Flo­tan cor­cheas en la jau­la, lo úni­co dul­ce, en este mani­co­mio de ado­qui­nes piso­tea­dos.
Apa­re­cen insec­tos que son bemo­les azu­les en este réquiem de per­de­do­res.
La dinas­tía de los árbo­les des­em­pa­ca su equi­pa­je de mul­ti­tu­des, con­tra estos cien días de polvo.

Otra vez, sin pala­bras o avi­sos, se abre un aba­ni­co de puer­tas.
Ha ter­mi­na­do la pau­sa nece­sa­ria para poder con­ti­nuar la otra tor­tu­ra.
Te están espe­ran­do, te lle­van a otra col­me­na de tor­men­tos. Esto es un deja vu permanente.

Me deten­go en el umbral de mi cel­da y me veo recos­ta­do sobre la cama, miran­do hacia la pared.
Aho­ra entien­do que nun­ca pude salir.

Obvio que due­le cuan­do cie­rran la puer­ta. Todo vuel­ve a comenzar.

(Frag­men­to-adap­ta­ción)

Andrés Bian­que Squadracci.

PD: Gra­cias por haber lle­ga­do has­ta aquí, muchas gracias.

fuen­te: Opal Prensa

Itu­rria /​Fuen­te

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