Por Eric Nepomuceno. Resumen Latinoamericano, 30 de agosto de 2020.
Es natural, en Brasil y en cualquier país, que luego de asumir el mando de la nación el presidente electo se decepcione con los ‚límites que le imponen las leyes y la realidad. Lo común es que cuando aparecen sorpresas desagradables para el mandatario, éste busca hacer los cambios necesarios para adaptarse a la nueva circumstancia, negociando con el Congreso.
Eso es lo que suele ocurrir cuando se trata de un presidente normal y mínimamente equilibrado. El ultraderechista Jair Bolsonaro (foto) ya había esparcido, desde sus tres décadas como diputado, evidencias concretas de que normal para él era lo peor y más abyecto que existe en el Congreso, y que de equilibrado no tenía ni señal.
En lugar de demostrar sorpresa frente a las decepciones, la reacción de Bolsonaro fue una explosión clarísima de furia y odio, además de intentar superarlas a cómo fuese.
La más honda e irremediable de todas hasta ahora fue descubrir que, al contrario de lo que esperaba, la legislación no le permite a Bolsonaro ejercer el control directo y absoluto de las acciones de inteligencia y control de información.
Admirador confeso y defensor acérrimo de la dictadura que sofocó al país entre 1964 y 1985, esperaba tener en manos y a sus órdenes el sistema de monitoreo de los enemigos (la personalidad de Bolsonaro le impide admitir la existencia de opositores y adversarios: los que no comulgan estrictamente con su visión del mundo son “enemigos” y listo).
El ultraderechista llegó al colmo de admitir públicamente que recibía “informes confidenciales y confiables” de agentes de la policía, tanto la civil como la militar, de Río de Janeiro.
Se trata de algo absolutamente ilegal, pero para el aprendiz de genocida eso de ser legal o no es un detalle que en determinadas ocasiones no debe ser tomado en cuenta.
Bolsonaro supo que no podría ejercer control directo y total sobre los servicios de inteligencia del país en la etapa de transición, a fines de 2018. Pese al malestar en el equipo del presidente electo, la opción del jefe fue esperar asumir y entonces decidir qué hacer.
La sugerencia de su hijo Carlos, concejal en la ciudad de Río de Janeiro de influencia directa sobre el padre, fue crear “una ABIN paralela”, en referencia a la sigla de la Agencia Brasileña de Inteligencia.
Al papá presidente la idea le encantó. Pero fue firme e inmediatamente “desaconsejado” por los militares de los cuales se rodeó.
Entonces trató de asumir el control de la Policía Federal, que funciona en Brasil como una especie de FBI tropical, nombrando director general a alguien de su confianza personal: un comisario amigo de sus hijos, dos de los cuales están imputados en la Justicia por desvío de recursos públicos.
Fue otra vez “desaconsejado”, esta vez por alguien con menos peso que los generales que lo rodean: el entonces ministro de Justicia, Sergio Moro, el ex juez que manipuló burda e inmoralmente el juicio del ex presidente Lula da Silva, mandándolo a la cárcel en base a “convicciones”, sin prueba alguna, impidiéndole de disputar las presidenciales y ayudando Bolsonaro a hacerse elegir.
Resultado del embate: Moro renunció de forma estrepitosa, Bolsonaro nombró al amigo de los hijos y el nombramiento fue anulado por decisión del Supremo Tribunal Federal.
Esa secuencia de presiones y contra presiones fue conocida en Brasil. Lo que no se conocía hasta ahora es que desde mediados del año pasado, todavía con Moro como ministro, Bolsonaro creó nuevos servicios de control y espionaje a nombre, claro, de la “seguridad nacional”.
Moro no los implementó: la tarea le tocó al sucesor, André Mendonça (el mismo que al asumir se refirió a Bolsonaro como «mi profeta”).
El tema está bajo investigación en el Congreso y fue objeto de una medida drástica – otra más – de la corte suprema contra iniciativas de Bolsonaro: le prohibió al ministerio de Justicia armar informes sobre adversarios y críticos del gobierno. Claro que, tratándose del actual gobierno, es muy posible que los efectos de la prohibición sean escasos.
Ahora, el presidente lanzó una nueva medida: la ABIN fue reformulada. Más que análisis de información, sus funcionarios tienen como nueva tarea justamente buscar información.
En los primeros dieciocho meses de Bolsonaro los gastos por viáticos y pasajes de agentes de la ABIN crecieron un 550 por ciento (más de cinco veces) con respecto al mismo periodo de la frustrada presidenta Dilma Rousseff.
Por ley, la ABIN no puede ser operacional: su función es analizar informaciones colectadas por otros sectores del gobierno. Pero bueno, vale repetir: para el ultraderechista, ninguna ley será freno para sus obsesiones. Y las tiene de sobra.
Espiar a sus críticos y opositores para luego amenazarlos es solo una de ellas.
Fuente: Página 12