Por Anita Pouchard Serra. Resumen Latinoamericano, 7 de septiembre de 2020.
Como mujeres migrantes Ana, Juana, Andrea, Susana y Patricia participan, se organizan, discuten y sostienen la vida comunitaria en la villa 1−11−14. Ellas son los ojos y las manos en un barrio donde el Estado a veces no da abasto y, otras, está desconectado del territorio. “Lo que no hace el gobierno, lo hacemos nosotrxs”, dicen. Anita Pouchard Serra narra sus vidas, su militancia y muestra por qué, en medio de la pandemia, existir es existir políticamente.
Juana corre para llegar antes del mediodía a la esquina de la avenida Cobo y Curapaligüe, en el barrio porteño de Bajo Flores. Tiene 51 años, es promotora de salud de la organización Frente de Organizaciones en Lucha (FOL) y vive en la villa 1−11−14, la villa más poblada de la ciudad de Buenos Aires, desde que llegó de Perú hace 20 años. A las 12 hs en punto, vecinxs, organizaciones sociales, residentes y médicxs del Hospital Piñero organizaron un corte para denunciar la situación y la falta de recursos sanitarios en la zona ante la progresión del COVID 19. Nada nuevo. El virus solo resaltó las problemáticas pre-existentes y cotidianas de muchxs habitantes de los barrios populares de Buenos Aires en cuanto a vivienda, trabajo, salud. En otras palabras, en cuanto a sus derechos ciudadanos básicos.
La cuarentena nos pide resistir guardadxs en nuestras casas. Pero cuando se vuelven un lugar de peligro por la falta de agua o por las condiciones de hacinamiento, urge tomar de nuevo la calle, como se pueda: concentrando con distanciamiento social para denunciar sin ser denunciado.
No hay canales ni grandes medios de comunicación, solo vecinxs mirando desde la cola de la farmacia o de la verdulería. La avenida Cobo es una de estas fronteras que compone la ciudad, límites invisibles pero vívidos, por los que miramos desde el bondi o la vereda de enfrente, por los que nos ven mirar sin entender mucho.
—Ahí tendría que estar la policía, mira lo que están haciendo, en plena cuarentena. ¡Que vayan a laburar! ¡Hace 50 años que estoy en el barrio, son ladrones! — grita un señor de unos 70 años en la esquina de Puan y Cobo mientras mira de lejos la protesta.
—Esa crítica la hice en un momento, antes, desde afuera de la organización— dice Juana, y recuerda cuando desde su trabajo de limpieza en el microcentro veía a manifestantes cortar las calles. Al entrar al FOL, hace cuatro años, descubrió “lo que es movilizar para un reclamo, luchar por lxs demás, no solamente por nosotrxs dentro de la organización.”
Juana pertenece al comedor del FOL “Berta Cáceres”. Está sobre la avenida Francisco Cruz, que delimita el este de la Villa 1−11−14. Desde las 11:30 hs vecinxs del barrio armaron una fila que da vuelta a la manzana. Así sucede todos los días desde que empezó la cuarentena. Cien familias se inscribieron para recibir sus raciones de comida de lunes a viernes, otras cien quedaron en la lista de espera. Juana camina por la cola alcohol en mano, reparte información, conversa con lxs vecinxs, responde preguntas y trata de detectar situaciones de riesgo y casos potenciales.
En la puerta está Patricia, 43 años, responsable de que las personas que vienen a buscar sus raciones ingresen una por una. Llegó a Argentina desde Bolivia hace cuatro años. Su hermana vive en el barrio y participa del FOL, fue por ella que entró a la organización. Hoy incluso la representa en la campaña Migrar no es delito, que defiende y pelea por los derechos y la regularización de lxs migrantes. Todos los martes tiene que hacer horas comunitarias en el comedor, cumpliendo con las tareas que hagan falta para que la máquina solidaria funcione : cocinar, recibir mercadería, atender, entre otras. Desde que el COVID 19 entró al barrio, trabaja el doble o el triple para cubrir a sus compañeras que tuvieron que aislarse o que resultaron infectadas.
Una mujer desempleada, un joven que pide algo de comida, una familia que se acerca para llevarle algo a sus hijos. Patricia cuenta que siempre hay una compañera dispuesta a dividir su ración personal para compartir. Pero no solo se trata de dar, aclara, sino de explicar por qué esa comida llegó a su plato y qué hace la organización más allá del comedor y de esa vital entrega. Explicar que no es magia o punterismo, que es lucha y trabajo de hormiga desde mucho antes de la pandemia.
En estas colas hay familias que nunca habían pisado un comedor. Pero con los ahorros agotados y muchas dificultades para cobrar el IFE, no tuvieron otra opción. Según el relevamiento de Agenda Migrante 2020, un colectivo integrado entre otras organizaciones por Amnistía Internacional, el Centro de Estudios Legales y Sociales y la Campaña Migrar no es Delito; el 58% de las personas migrantes encuestadas en abril de 2020 se quedaron sin trabajo, sin fuente de ingreso y por ende sin comida.
—Antes nos trataban de vagos, de planeros —dice Ana, 35 años, referenta del FOL del sector de Riestra que llegó de Perú hace 10 años. Con la pandemia, vecinxs del barrio se dieron cuenta del valor de las organizaciones sociales en sus territorios. Y también que, de un día para otro, podemos estar en el lugar de aquel que prejuzgamos alguna vez. Pero lxs vecinxs no son los únicxs que se dieron cuenta. Como promotora de salud, Juana participa de las postas comunitarias del programa “El Estado en tu barrio”, donde se comparte información sobre el COVID 19 y se reparten barbijos, entre otras cosas. Como es un trabajo voluntario, Juana se niega a poner la pechera oficial del programa para conservar la de su organización, con una gran cruz roja en el pecho y la sigla “FOL”.
Mujeres como ella, provenientes de distintas organizaciones sociales, son los ojos y las manos en el barrio de un Estado que a veces no da abasto y otras está desconectado de las realidades al ras del suelo. Ana lo resume con precisión.
—Lo que no hace el Estado, lo hacemos nosotrxs.
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Pocas semanas antes de la pandemia, Ana y otras compañeras estaban por abrir el nuevo comedor, “Las guerreras del FOL”, en el sector Riestra de la villa 1−11−14. El trámite de habilitación para recibir alimentos y cocinarlos se suspendió por la crisis, pero ante la urgencia de atender las necesidades locales las militantes, históricas o recién llegadas, decidieron abrirlo gual. Es un cuarto amplio de paredes claras, una planta baja en el cruce de varios pasillos estrechos y oscuros, donde la “distancia social” resulta imposible. En una de las paredes, una pequeña ventana deja entrar una luz del día más simbólica que eficaz.
Como todavía no podían recibir las provisiones, las mujeres del comedor buscaron otra solución para poder ayudar. Hablaron con sus compañeras del “ Berta Cáceres”, separadas físicamente por 1,6 km, y lograron su apoyo. Para hacer llegar la comida atraviesan todo el barrio de lunes a viernes: el periplo empieza con una difícil caminata por los pasillos, con changos cuyas ruedas pelean contra el piso irregular de la villa, para luego saltar de puesto en puesto de Gendarmería.
—Evitamos ir por Perito Moreno, es más peligroso. Una vez robaron a las compañeras toda la carga y sus cosas personales —cuenta Andrea, una de las más jóvenes de la organización, que a pesar de no vivir más en el barrio sigue militando y colaborando. En “Cruz”, como le dicen al “Berta Cáceres”, se reparten los alimentos que les corresponden a las familias registradas en ambos espacios. Después, al mediodía, los entregan en formato de bolsones. No es un paseo, es una carrera. Tienen que ir rápido porque no hay tiempo. Rápido, porque dos changos de comida en época de pandemia es un tesoro que hay que cuidar. Las guardianes de esto no son más de cinco, de todas las edades, que empujan con sus propios brazos las raciones diarias para 100 personas.
Al cruzar por la manzana 2, Ana las saluda desde la puerta de su casa. A lo largo de sus ocho años en la organización vio como muchas compañeras crecieron como mujeres y se empoderaron. Ella misma lo hizo. Ahora vive en una casa con comedor y habitaciones para toda su familia: es la primera después de muchos años de alquilar un cuarto para compartir. MIentras se suma a la tarea colectiva, analiza cómo cambió su vida, desde su infancia en Perú a su temprana vida de pareja.
—Crecí con una mentalidad machista y no me daba cuenta: atender al hombre como un rey, hacerle caso a ellos.
Ana encontró en el movimiento su espacio de libertad, un espacio donde ayudó como delegada de género y desde la experiencia propia a otras compañeras. Con una sonrisa recuerda la timidez de algunas, y lo compara con cómo hoy toman la palabra, tanto en la organización como en sus propias casas. Mujeres migrantes como ella, que por distintas razones llegaron a la Argentina y hoy están al frente de la pandemia en la villa 1−11−14.
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Susana tiene 49 años y es una de las mujeres que participan en el comedor “Berta Caceres”. A mediados de 2001 quiso migrar desde Bolivia, su tierra natal, a Argentina. Pero por demoras en el trámite de sus documentos llegó recién en la primavera del 2002, en pleno caos político, social y económico. La pandemia no es la primera crisis que atraviesa en el país.
—¡Recolección! ¡Recolección de basura! ¡Recolección!
Su voz y la de sus compañeras de cuadrilla de limpieza resuenan en los pasillos de la manzana 1. Tres días a la semana, entre las 8 y las 10:30 hs, recorren la zona para recoger la basura y desinfectar los pasillos. Antes de salir se preparan en el obrador de un cuarto que alquilan a un restaurante de la avenida Perito Moreno. El ritual de vestimenta incluye pantalones de trabajo, guantes de protección, barbijos y lentes, al menos de sol, porque no les entregaron otro tipo de protección a pesar de prestar un servicio esencial que depende del gobierno. Antes de salir, guardan alcohol y lavandina para protegerse del virus y de la contaminación.
El 5 de junio, después del trabajo con su cuadrilla, Susana vuelve al comedor “Berta Cáceres” para hacer tareas de prensa, su otra actividad en la organización. Registra cada detalle, cada esfuerzo de sus compañerxs y lo comparte en las redes y los grupos de whatsapp. Este día es importante: un conjunto de organizaciones sociales instalaron siete ollas populares en el barrio para reclamar y visibilizar la situación de emergencia. El FOL participa en tres de ellas. Con sobras de bolsones, donaciones y parte de sus propias raciones, cocinan un plato caliente para lxs que no entran en los cupos de los comedores.
En cada olla cada persona tiene definida una tarea. Es una mecánica aceitada: una distribuye el pan, otra cuelga pancartas, las restantes sirven raciones de comida. Mientras, Susana se mueve entre lxs vecinxs y la estrecha vereda para buscar el mejor ángulo que registre a sus compañerxs. De pronto, no saca más fotos. Como trabajadora de la primera línea, como otras mujeres de las organizaciones populares, le avisan que quedó infectada por el virus. Susana va a tener que aislarse en la habitación de un hotel que puso a disposición el Estado para pacientes leves.
— Lo mejor que le puede pasar— dicen lxs vecinos. Es que ir al Hospital Piñero, que corresponde al barrio, es uno de los miedos más grandes de los habitantes de la 1−11−14.
Unas cuadras más allá, en la rotonda de Perito Moreno y Riestra, las “Guerreras del FOL” revuelven lo que queda de sus ollas populares, ollas que bancan la emergencia de su comunidad. Una ya está vacía: con el celular muestran las fotos de una cola interminable que se formó una hora antes. Mientras ríen y levantan sus pertenencias empujan su fiel chango que, así como con los bolsones, las hará recorrer torpemente las veredas de la avenida Varela hasta volver a su base, para limpiar, desinfectar y ordenar todo para el día siguiente.
En el camino las compañeras, una tras otra, se sientan y descansan. Sacan conclusiones de la actividad, discuten qué cosas para mejorar, qué quedó por hacer. Las más antiguas comparten experiencias y los modos de hacer con las más nuevas. Aunque otro tema está en boca de todas: las intervenciones de Horacio Rodríguez Larreta en la conferencia de prensa que día el presidente Alberto Fernández.
—Habló del barrio y de nosotrxs, pero dijo cualquier cosa— comenta una. Es que ninguna vio llegar los kits de limpieza que mencionó el Jefe de Gobierno. Saben perfectamente que las palabras ante una cámara difieren de las realidades en el barrio. La cobranza del IFE, por ejemplo, sigue siendo un tema de preocupación dentro de la comunidad. Según el decreto, migrantes con al menos dos años de residencia tenían derecho a cobrar los 10.000 pesos del subsidio excepcional. Sin embargo, a muchxs le rechazaron su pedido sin motivo entendible. Cada una comparte su experiencia administrativa, lo que escuchó por ahí o sabe a ver si, entre todas, logran resolver los problemas de su comunidad.
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Andrea despide a sus compañeras, sale del comedor y camina unas cuadras hasta la parada del 50 que está en la puerta del hospital Piñero. Reparte su tiempo entre el estudio, la militancia barrial, el taller de costura y la participación como delegada de la organización en la campaña Migrar no es delito. Antes de que llegue el colectivo cuenta que migró a Argentina de adolescente, por decisión de su familia. Cuando llegó no sabía mucho del país, la ruptura con su Bolivia natal fue dura. Su padre, que ya vivía en Buenos Aires, le aseguró que era como en cualquier parte del mundo, donde “hay gente mala y gente buena”.
Gente buena como “Abu Eva”, la abuela que Ana empezó a cuidar cuando llegó y que hoy todavía extraña. Entre cuidados y mates en su casa, la misma abuela le contó su historia, cómo su familia llegó en barco, cómo les dieron una tierra para que sembraran, como lxs extranjerxs que vinieron comenzaron a levantar el país.
—Ellos también fueron ayudados por el gobierno, no es que se hicieron ricos de la noche a la mañana. Porque el gobierno cedió una tierra para que puedan sembrar, les cedió animales para que puedan salir adelante acá en Argentina— remarca Ana, que empezó a documentarse sobre la historia Argentina y cómo se construyó este país. Una historia de la cual las personas migrantes fueron y son parte, como los padres de “Abu” ayer, y como Ana, Juana, Andrea, Susana y Patricia hoy.
*Este proyecto ha sido realizado gracias al apoyo del Pulitzer Center
Julio 2020
Fuente: Revistaanfibia.