El fallo del Tribunal Constitucional español contra el Estatut de Catalunya ‑un texto previamente «cepillado» por el Parlamento español, conviene no olvidarlo- tiene la virtud de poner blanco sobre negro el espíritu real de la transición postfranquista. Un espíritu que poco tiene que ver con el que nos quisieron vender entonces, y durante las tres décadas siguientes, tanto desde el españolismo seudofederalista como desde los nacionalismos «moderados» vasco y catalán.
Aquella transición se diseñó para evitar que gran parte de la ciudadanía vasca y de la catalana continuaran poniendo en cuestión la estructura de la «España una e indisoluble»; para evitar que quienes abogaban por la ruptura con ese modelo impuesto por 40 años de cruenta dictadura lograran aunar las fuerzas necesarias para construir marcos jurídico-políticos diferentes.
Por ello, quienes hoy analizan el fallo desde la crítica al propio órgano jurisdiccional no hacen sino consolidar el esquema de que éste es un marco legítimo en el que un tribunal español está capacitado para decidir si Catalunya es una nación o no. Aunque los integrantes del TC fueran las doce personas más justas del planeta, ¿quién las habría habilitado para decidir sobre la voluntad de las ciudadanas y ciudadanos de Catalunya? O pongamos el ejemplo al revés: si los doce miembros del TC fueran catalanes, ¿debería prevalecer su opinión sobre la del conjunto de la nación catalana? A la primera pregunta, los nacionalistas españoles responderán que la decisión corresponde al «conjunto de los españoles» y que el TC representa a esa comunidad «una e indisoluble»; a la segunda, cualquier demócrata responderá que lo que decide la ciudadanía en referéndum no puede ser revocado por un puñado de magistrados.
Es primordial que desde Euskal Herria se entienda que lo importante en este caso no es que el árbitro estuviera comprado, sino que la voluntad de las ciudadanas y ciudadanos de Catalunya debe materializarse ‑con todas las letras y todas las consecuencias- aunque sea inconstitucional.