En estos días se encienden en mí las magníficas horas catalanas en que nos reuníamos con Lluis Llac ‑mi querido y viejo amigo- para cantar unidos al abuelo Siset «L“estaca». «¿No ves ‑le decíamos a Siset- la estaca a la que estamos todos atados?». Aquella hermosa canción finalizaba con el llamamiento al combate por la libertad: «Si estirem tots, ella caurá y molt de temps no pot durar/Segúr que tomba, tomba, tomba, ben corcada deu ser ja./ Si jo estiro fort per aquí i tu l´estires fort per allá/segur que tomba, tomba, tomba/i ens podrem alliberar». No hace falta la traducción. Si acaso subrayar eso de «ben corcada deu ser ja», es decir, «bien carcomida debe estar ya» la estaca.
Pero, desgraciadamente, sigue estando ahí la estaca, menos «corcada» de lo que creíamos. La canción a la libertad dio la vuelta al mundo. La entonaban las multitudes antifascistas, que creían, con la ingenuidad de todos los pueblos, que era llegado el momento de la justicia y de la libertad. Eras inmensas aquellas multitudes. ¡Qué falta nos haces otra vez, Lluis, porque el fascismo sigue ahí! Como en el cuento de Monterroso, tan espléndido por breve: «Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí». Ahora estamos despertando de la ilusión desmentida y comprobamos que el dinosaurio sigue instalado en la realidad. ¿Mas donde están las multitudes que festoneaban la calle de esperanza? Multitudes unidas con un fuerte lazo solidario.
La gran huelga del Metro de Madrid ha desnudado una multitud de cosas. La principal se refiere a la reticencia de muchos ciudadanos del común, que han leído la huelga como una agresión a su comodidad y no como una arriesgada oposición obrera a la política antisocial del Gobierno Aguirre. El sistema ha calado las almas de un modo que tardaremos en superar. El paradigma del ciudadano hace años que no es ya el trabajador honrado que lucha contra la servidumbre, sino el que ha logrado encaramarse sobre la gran pirámide de los explotados y se exhibe en la cúspide.
Deberíamos volver con urgencia al lenguaje claro y vulgar. Sí, deberíamos hablar otra vez de los explotados y de la explotación. La capacidad del sistema para contaminarnos con un lenguaje vicioso ha sido inmensa. Una gran parte de la ciudadanía parece huir de sí misma para contemplar con arrobo las grandes cumbres de la extorsión y la violencia moral y física. Al menos, contemplarlas con esa frase letal del «esto es lo que hay». La razón inventada de los dominadores se ha convertido en la razón única y esencial: la razón inevitable.
Se habla de las huelgas poderosas como de huelgas «salvajes», entendiendo por salvaje lo que está lejos de la razón dominante. La presidenta de la Comunidad de Madrid halaga a las masas inertes diciendo que han sido «tomadas como rehénes de los huelguistas». ¡Un secuestro! La huelga ha sido un secuestro para la Sra. Aguirre. Y solicita, con absoluto cinismo, que se endurezca aún más la legislación contra este tipo de protestas. España, clama, «necesita una ley de huelga que no se ha hecho en el país en treinta años de democracia». Más Policía, más jueces, más represión, más pensamiento único. En ningún momento admite la presidenta de la Comunidad de Madrid que merced a las huelgas, regadas con la sangre de los huelguistas en tantos casos, surgió el llamado estado del bienestar, que ahora yace en ruinas. Es más, no dice la Sra. Aguirre que gracias a los duros movimientos sociales, cuando estaban aún alimentados por el espíritu de clase, la misma burguesía hubo de mejorar sus métodos de producción y su lenguaje social, lo que, dicho sea de paso, le permitió redondear sus arcas. Ahora quiere la Sra. Aguirre, en un rapto de democracia urgente y selecta, una democracia olímpica, que los trabajadores se entreguen ya sin condiciones en nombre nada menos que de la patria.
Y tras ella no solamente están los socialistas desleales a su memoria y su política fundacional o los comunistas que han convertido la autocrítica en una confesión falseada, sino los mismos sindicatos estatales ‑parte activa y furtiva del Estado son con evidencia- que se han convertido en lubricante para que penetre con suavidad la injusticia generaliza.
Sí, hay que volver al viejo lenguaje que utilizaron nuestros abuelos para enseñarnos que la dignidad humana no puede envolverse en los folios de un catecismo social pervertido. Ese lenguaje que vuelvo a escuchar en Euskadi, en una parte renaciente de Catalunya, en el París de los grandes recuerdos revolucionarios, en lo que queda del espartaquismo alemán, en los países que no quieren ya vivir en un tercerismo criminal. Ahí hay que escarbar para retornar al presente las raíces de la lucha de clases. Porque las clases existen aún-¿pero no lo ves, abuelo Sisé?- con una evidencia más descarnada y dramática.
Empecemos por renacer algunos conceptos que tratan de devolvernos a la democracia y a la libertad. No temamos a que la huelga sea calificada de «salvaje», que para un trabajador equivale a huelga con todas sus consecuencias. Ni nos tornemos temerosos ante la utilización de la legalidad como medida justa de todas las cosas. Hay que discutir la entraña de esa legalidad ¿Pues de qué legalidad nos hablan? ¿De esa legalidad monstruosa en cuya construcción están ahora empeñados los «okupas» del Estado? ¿De esa legalidad que impedirá radicalmente que la izquierda patriótica vasca no sólo pueda ser vetada electoralmente antes de los comicios sino después que las urnas hayan decidido? ¿Cómo es posible que los partidos que disponen del Parlamento puedan hablar de ilegitimidad por «contaminación» de una lista votada ya; de examen microscópico de los electos para dictaminar la llamada «incompatibilidad sobrevenida», argumentada escandalosamente por quienes manejan la legalidad como si fuera «l’estaca»?
¿Pero a dónde ha llegado la voluntad fascista triunfante en las últimas guerras y encovada en las instituciones más elevadas? Hablan de que la ilegalización actuaría si esa izquierda nacionalista volviera a las andadas. ¿Qué es volver a las andadas? ¿Pedir poder y libertad? ¿Acaso sostener la aspiración política a la independencia? Las frases restallan como un látigo de siete colas. Los negros inquisidores entrarán en las almas por ver si son benditas o nefandas. Guardias, más guardias. Leyes, más leyes. Jueces, más jueces. El muro de Berlín sirve para tapar los siniestros muros que se multiplican en el mundo.
A muchos ha dejado de importarnos el Derecho, si es el Derecho de ellos. De importarnos los tribunales, si son los tribunales de ellos. No importan siquiera los trabajadores, si son los que han aceptado el catecismo de la jerarquía. No importan las leyes de la dictadura exprimida en el vaso de la democracia de ellos para convertirla en un aguado zumo de libertad. Lo he leído en un envase legal: «Este producto tiene un 14% de fruta y no contiene azúcar». Nada de azúcar que alimenta las neuronas. Las cosas han de ser de régimen. Una democracia de régimen ¿Pero de qué régimen? Ahí está la cuestión.
¿Por qué ese horror ante las huelgas salvajes? Quieren huelguistas con zapatillas de seda, que se extasíen ante las noticias de mayor lectura. Por ejemplo, que Cristiano Ronaldo ha tenido un niño de madre desconocida. Figura en primer lugar en las audiencias o las lecturas.
Ha cambiado mucho el mundo. Antes, cuando aún no se había inventado el ADN, existían hijos de padre desconocido. Normalmente acababan en un orfanato y se les imponía el nombre de Expósito, para dejar las cosas claras. Ahí estaba la contaminación. Ahora existen los hijos de madre desconocida. Son hijos de parto salvaje. Su padre es Zeus.