Juan Manuel Soria*/ Resumen Latinoamericano, 5 de noviembre de 2020
En días donde las relaciones entre las clases terratenientes y la propiedad vuelven a estar en el centro del debate público, un aporte desde la historia para (re)pensar las usurpaciones de nuestro pasado y presente.
“Si el dinero ‘viene al mundo con manchas de sangre en la mejilla’, el capital lo hace chorreando sangre y lodo, por todos los poros, desde la cabeza hasta los pies”.
Karl Marx
En la década de 1870, la consolidación del Estado argentino era un proceso en marcha. El mismo estuvo signado, principalmente, por la centralización de la autoridad política y la incorporación al capitalismo mundial. Para esto, diversos gobiernos llevaron a cabo políticas tendientes a fortalecer el poderío estatal, modificar el perfil cultural y controlar el territorio.
A partir de la batalla de Pavón, en el año 1862, construir el Estado fue una tarea de las élites porteñas adscriptas al credo liberal. Estas consideraban que, para hacer crecer al Estado ‑aparte de organizarlo en base a la formar republicana de gobierno a partir de la Constitución de 1853- era necesaria la llegada de inversiones extranjeras y dar lugar a la inversión privada (como por ejemplo, ferrocarriles). La “civilización” (blanca y porteña), que llevaba el progreso, la cultura y las costumbres europeas, tenía que imponerse a la “barbarie” del espacio rural y el interior del país. La posibilidad de desarrollo y “progreso” del Estado argentino, entonces, tenía su condición de posibilidad en la expansión e incorporación a las relaciones de producción de tipo capitalista. Este proceso tomará un impulso nuevo a partir del aumento de la demanda internacional de productos ganaderos pampeanos, en el marco de la segunda Revolución industrial. La tierra acrecentará su demanda y su valor.
Como afirma Ezequiel Adamovsky, “la consolidación del Estado también acabó con la larga historia de convivencia con las sociedades indígenas independientes”. Ya el presidente Nicolás Avellaneda afirmaba en 1875 que “la cuestión de la frontera es la primera cuestión de todas suprimir a los indios y las fronteras no implica en otros términos sino poblar el desierto”. Desde antes de la llegada de los europeos en el Siglo XVI al actual territorio argentino, una enorme cantidad de grupos humanos habitaban estas tierras. A partir de la conquista, estos grupos, que presentaban una enorme diversidad cultural, social, política y económica, pasarán a ser denominados “indios” por los conquistadores. En 1870, el control territorial efectivo del Estado era la mitad del que reclamaba como propio, ya que el resto estaba ocupado por los “indios”.
¿Una nación para el desierto argentino?
Las relaciones entre los blancos y los pueblos originarios estuvieron marcadas históricamente por las tensiones. Producto de las mismas se fue conformando un espacio físico y simbólico, un área de interrelación, la llamada “frontera”. Es necesario pensar a la misma no como una línea de separación, sino como un ámbito de articulación marcado por la violencia pero también por el intercambio (un ejemplo de esto es la relación de Rosas con algunos caciques “amigos” o el acceso a cargos militares de algunos habitantes de los pueblos originarios).
En tanto el Estado presionaba para expandirse, se producían resistencias por parte de los pueblos originarios. Entre las décadas de 1860 y 1870, el Estado continuará desarrollando prácticas violentas pero también tratados formales e informales, al mismo tiempo que se mantenía una política de militarización de la frontera a partir del establecimiento de fuertes y fortines.
La visión del “indio” como “bárbaro” entró en diálogo con conceptos de corte positivista, fundamentalmente el de “primitivo”: se los consideraba “fósiles vivientes”, resabios de estadios inferiores de la evolución humana. Así, estos grupos tenían que ser controlados o eliminados para darle paso al “progreso” que traería el Estado. El espacio ocupado por los “indios” era el “Desierto”. La crisis internacional de 1873 y la necesidad de incorporar nuevas tierras para la producción llamaban a que el Estado otorgue una solución. En el año 1871, hacendados organizados en la Sociedad Rural Argentina (SRA) ‑fundada en 1866‑, le exigían al gobernador bonaerense Casto una “solución” al problema de la frontera.
Violencia y jerarquía
A partir de 1876, el Estado va a desarrollar dos políticas en relación a los pueblos originarios: por un lado, la de Adolfo Alsina y por otro, la de Julio Argentino Roca. El primero priorizó la ocupación territorial, cavando la famosa “zanja de Alsina” a la par del establecimiento de fortines. El objetivo era un avance más lento y pausado, incorporando a los pueblos originarios a la “civilización”. Alsina falleció en 1877 y su sucesor, Julio Argentino Roca, marcará un cambio de orientación en esta política: el avance debía ser más rápido, tomando un cariz aún más militarista.
En un mensaje al Congreso de la Nación, el presidente Nicolás Avellaneda afirmaba la necesidad de “ir a buscar al indio a su guarida, para someterlo o expulsarlo, oponiéndole en seguida (…) la grande e insuperable barrera del río Negro”. Avanzar militarmente con el ejército y ocupar era la tarea. El proyecto se convertirá en ley, creando la Gobernación de la Patagonia y financiando la campaña militar con fondos que provenían de acciones que otorgaban la posibilidad de poseer tierras a posteriori.
La SRA exigió, apoyó y financió públicamente a la campaña, fundamentalmente a través de la compra de bonos de deuda emitidos por el Estado: a través de esta compra, los terratenientes nucleados en torno a la SRA se aseguraban el acceso a las tierras conquistadas. La promesa del gobierno de crear colonias agrícolas para pequeños y medianos productores, así como la entrega de tierras a los soldados que habían participado en la Campaña, se vio incumplida. Al contrario, se observa una tendencia a la concentración de las tierras conquistadas en manos de la élite terrateniente, quienes compraban las tierras a los soldados a bajos precios.
En 1879 comenzó la “Campaña al Desierto”, con columnas de soldados avanzando sobre el territorio. Para 1885, la autonomía de los pueblos originarios en la Patagonia era cosa del pasado. Los datos oficiales hablan de alrededor de 1.300 indios asesinados en combate, sumadas a las muertes por viruela y hambre. Las familias fueron separadas y las mujeres originarias repartidas para el servicio doméstico de las familias de la élite. En Valcheta, Río Negro, se prefiguró una de los inventos más terribles de la modernidad: un campo de concentración para los vencidos, quienes morían de inanición y enfermedades. 17.000 indígenas fueron deportados como mano de obra barata a distintas zonas del país, reducidos a servidumbre. En dichos traslados también morían en condiciones infrahumanas. En 1879, Roca afirmaría: “no ha quedado un solo lugar del desierto donde pueda crearse una nueva asechanza contra la seguridad de los pueblos”. Los sobrevivientes serían perseguidos y diezmados en campañas posteriores.
La Campaña de Roca (además de catapultarlo a la presidencia de la nación) dejó enormes cantidades de tierras para la producción agrícola, terminó de fortalecer al joven Ejército nacional y saldó disputas con Chile por el control sobre la Patagonia. Las bases para el desarrollo del modelo agroexportador estaban sentadas. El avance territorial permitía que la Argentina se convirtiera en uno de los principales exportadores de las materias primas y alimentos que Europa reclamaba para la Revolución Industrial. La entrada de capitales británicos en ferrocarriles y frigoríficos, así como de mano de obra inmigrante, permitiría que el “boom ganadero” de finales de siglo XIX tomara un impulso inédito. La contracara sería una sujeción argentina casi total a capitales extranjeros durante casi medio siglo. Comenzaba la larga marcha de un modelo de acumulación que recién entraría en crisis con el crack de Wall Street, en 1929.
A desalambrar…
Afirmaba el historiador francés Marc Bloch en su “Introducción a la Historia” que las preguntas al pasado siempre se deben hacer desde el presente y quien escribe suscribe a esto. No hacemos otra cosa que acercarnos al pasado desde la condición previa de observar el hoy. En la actualidad, cuando en nuestro país volvemos a escuchar (una vez más) discusiones sobre la propiedad de la tierra y un origen que ‑según dicen- es incuestionable y definitivo, es casi inevitable volver sobre el pasado. La pregunta sobre los orígenes de la propiedad de los terratenientes en la actualidad nos lleva a volver a la génesis de nuestro Estado y nos permite ver cómo la formación del Estado capitalista estuvo ligada al saqueo, la violencia y el despojo.
Los ecos de aquella violencia resuenan hoy en nuestra cotidianeidad y decía Marc Bloch que “la ignorancia del pasado no se limita a impedir el conocimiento del presente, sino que compromete, en el presente, la misma acción”. El análisis histórico de la conformación de la propiedad de la tierra en nuestro país puede ofrecernos claves para pensar sobre la propiedad de la tierra en nuestro presente. En el diálogo entre el pasado y el presente podemos encontrar algunas claves para la crítica en la actualidad. El método de la crítica nos permite historizar lo naturalizado, lo sedimentado, lo que se muestra como inmutable. Acaso sea el primer paso para cambiarlo todo.
*Profesor de Historia
FUENTE: Batalla de ideas