Por Jose Mari Esparza Zabalegi, Resumen Latinoamericano, 6 de noviembre de 2020.
El título se lo debo a Mesatxe, personaje legendario de mi comarca, que -dicen- lo soltó a la salida de uno de aquellos ejercicios espirituales con los que, no ha mucho, los curas aterrorizaban a los feligreses con el espectro de la muerte, el pecado y las penas infernales.
Mesatxe representaba una cultura antigua, indígena, que sabía vivir y morir. Yo tuve buenos maestros, y espero no olvidar sus lecciones. A mi abuelo tocayo le grabé una entrevista pocas horas antes de montar en la barca de Caronte. Le pregunté si tenía miedo al más allá y su contestación fue su viático: “¡Qué macagüendiós voy a temer, si en mi vida no he hecho más que trabajar!”. Mi padre era igual. Nadie de la familia queríamos ir con él a los entierros, porque tenía un humor negro que hacía desternillarse a todo el velorio. Me lo imagino haciendo chistes en esta pandemia. Yo siempre creí que tenía un padre con poco fundamento, hasta que un cáncer precoz anunció su final y nos demostró que tenía un Séneca debajo la boina. Lo recuerdo haciéndonos reír hasta el final, tal como lo había hecho en los velorios ajenos. No quiso sotanas a su alrededor –“entre Dios y yo no hacen falta intermediarios” nos dijo- mientras preguntaba a mi madre “María, ¿de qué lado quieres que me muera, a la derecha o a la izquierda?”.
Mi padre no era una excepción, en una sociedad en la que los viejos morían plantando olivos que nunca llegarían a cosechar, y en la que sabían bien que la vida solo es lo poco que nos sobra de la muerte. Un relámpago en la noche infinita. Un pestañeo entre dos nadas. “¿Me muero? ¡Joderse! Ahí tenéis seis reales en el bolsillo del pantalón”, dijo mi paisano Lorea en su última bocanada.
La muerte era algo tan asumido que, lejos de las mentiras piadosas sobre su salud, o los falsos ánimos que hoy día damos a los murientes, se les decía que, en efecto, la estaban palmando. Recuerdo que cuando pregunté a mi amigo Erramun Martikorena cómo había muerto su amatxo, en Baigorri, me dijo: “Arras ongi! Berak erran zautan: leihoa hertsi”. Y es que en Bajanavarra, cuando a alguien le falta poco, aunque esté consciente, le van cerrando las ventanas de la habitación, como anunciándole el apagón definitivo. Ana, la etxandra de Otsobi, señora del caserío hasta el final, ordenó ella misma que se las cerraran. En mi pueblo, más prosaicos, se recuerda a una atarantada que empujaba así en las agonías: “¡Hala padre, a morirse que ya está el gasto hecho!”.
He traído mis muertos a las mientes porque en estos días de pandemia, de riesgo, de olor a cadaverina, creo que algo tendremos que aprender de nuestros mayores, de nuestra cultura ancestral. Bien están, y hay que cumplirlas, las medidas de seguridad, las distancias, las mascarillas y, sobre todo, el sentido común. Pero tanto como el virus es preocupante ese terror que ves en parte del paisanaje; ese miedo en los ojos; ese escaparse a la acera contraria como si viera en el vecino o vecina de toda la vida al demonio que quiere arrastrarle a las calderas de Pedro Botero. Peor todavía son los muchos que, haciendo de su cobardía virtud, socapados de ciudadanía, hostigados por los medios, se dedican a llamar a cualquier policía, alertando que en un pinar hay más de seis jóvenes o que sus vecinos han reunido demasiados sobrinos en un cumpleaños.
Gente que hará cuanto le ordene cualquier autoridad, aplaudirá toda sumisión, denunciará cualquier trasgresión y se meterá en la cama cada día más asustada, más infeliz, más esclava. Gente a la que la están forjando para que el día que salgamos de esta, nadie se eche a la calle gritando: ¡abajo el capitalismo depredador; basta ya de joder el planeta; basta de privatizar la salud, la educación, la tierra de todos; basta de envenenarnos los cuerpos y las mentes! El sistema que rige este desorden mundial necesita aterrorizar, porque el miedo, sobre todo el de las clases medias, ha sido siempre el mejor partero de los fascismos. El Gran Hermano tiene millones de hermanicos asustados, trabajando para él.
Encerrarse, apartarse de las amistades, suspender el trabajo, dejar de festejar, es algo que habrá que hacer, lo estamos haciendo, pero con disciplina militante y perspectiva revolucionaria. Sin dejar un ardite a la tristeza, al miedo, a la desesperanza, al conformismo social. Cada hora de encierro, mientras ordenamos estanterías o limpiamos alacenas, debe servir para soñar cambios; para trasgredir barreras; para pergeñar futuras insurgencias que pongan a las personas y a los pueblos libres, no a los bancos, en el centro del planeta. La mascarilla no es un bozal para cimarrones, no tapa la voz ni las ideas. Es, debe ser, un acicate más. Cuando nos la quitemos habrá que seguir conspirando, más fuerte aún, contra la tiranía.
El miedo incontrolado, los muertos vivientes que está suscitando la pandemia, son algo inducido, más allá de las lógicas medidas sanitarias. “La muerte menos temida, da más vida”, nos dijo Fidel, incitándonos al compromiso. Mesatxe, el filósofo de mi pueblo, lo decía de otra manera: “El que de miedo se muere de cagajones le hacen la sepultura”.