Este verano de 2010 lleva un mes instalado en nuestras vidas y el sol se ha hecho de rogar tanto como la libertad que, en Euskal Herria, brilla por su ausencia. Es tiempo de verano y como dice la canción de George Gershwin, «Summertime», es un tiempo fácil en el que la vida y el vivir también es fácil. Un tiempo «en el que no se debe llorar porque cualquier mañana puedes desplegar las alas y elevarte hasta el cielo». Se trata de un bonito tema, compuesto para la opera «Porgy and Bess», que, interpretado por Ella Fitzgerald o Janis Joplin, tiene la suficiente magia para alzar en volandas al que lo escucha y sentir que, por un instante, la vida puede ser fácil y hasta cierto punto seductora.
La pregunta clave es si, de verdad, la vida es fácil o podrá serlo alguna vez. Transcendente en sí misma la respuesta es que no, que no lo es ni lo será, lo que no evita que el reto de cambiarla la convierta en una experiencia interesante y por lo tanto merecedora de ser vivida. Y digo esto en un tiempo de verano desasosegado y tormentoso, acuciado por la inquietud de un futuro laboral maltrecho y atenazado por una persecución enfermiza hacia ese sentir profundo, sabio y popular de cualquier pueblo por su gente, sus costumbres y su identidad.
El verano en Euskal Herria es fiesta y calor, txosnas, conciertos, cervezas y bokatas en la hierba, con madrugadas despistadas y una transgresión ancestral e ingenua de aquellas normas grises y lluviosas, acumuladas en los largos inviernos moralizantes. Siempre he escuchado que, a partir de San Juan, el día que el sol sale bailando, Euskal Herria se sumerge en un kalejira festiva. Las tradiciones conviven con las nuevas costumbres y las fiestas se suceden unas a otras por todas las localidades y barrios de la geografía vasca, desde el Ebro hasta el Adour. Colorido, música y diversión conforman el trío más sugerente para un tiempo de verano atractivo, propio y diferente, donde todas las gentes tienen su espacio y ese momento de fiesta que pertenece a todos y a cada uno se esté lejos o cerca. En Euskal Herria la fiesta es el encuentro, el pueblo que regresa, que existe, se reúne, ríe, canta y recuerda.
Y eso, lógicamente, molesta. Incordia y enfurece a quienes niegan y niegan que Euskal Herria existe. El calendario festivo de este pueblo se ha convertido, para el gobierno de Patxi López, en una especie de dermatitis solar, con rojeces y ampollas epidérmicas en estado agudo. En particular para el responsable de Interior, Rodolfo Ares, que en lugar de aplicarse un remedio balsámico y democrático a sí mismo y a su partido, pretende ocultar el sol y arremete contra él, lo que recuerda a las leyendas de algunos tiranos, que faltos de inteligencia, promulgaban los decretos más absurdos para imponer su voluntad y conseguir sus caprichos.
Sin embargo, la intervención de Lakua en los ámbitos festivos está definida y encaminada hacia un propósito concreto, incluido en lo que, el PP y PSOE, denominan una razón de estado, conocida como la «normalización del País Vasco» que no es otra cosa que la españolización integral del país y por supuesto de sus fiestas. Este objetivo, misión exclusiva en la política española, se une, además, a otras tendencias ideológicas de miras más amplias, que sobrevuelan por los medios de comunicación, encaminadas a establecer un cambio de hábitos y valores, a estructurar en el mundo el control y la uniformización cultural y a crear un ocio consumista, rentable para un nuevo negocio del capital más sofisticado, conocido con el nombre tan aparente de ingeniería cultural.
Para alcanzar esa homogeneidad autómata de voy donde me llevan y sin complicarme la vida, unos y otros, no dudan en restringir derechos y atacar la libertad popular, sujeto imprescindible y alma mater de la fiesta, además de criminalizar la solidaridad con los presos vascos, allí donde una foto o un nombre recuerde su existencia y con ellos los derechos de todo un pueblo.
Los instrumentos para tales menesteres se dibujan en el panorama festivo como una viñeta de mirada torcida, oscura y de mal agüero, trazada a destiempo al margen de una historia que lucha por ser feliz. Las brigadas policiales y encapuchadas de Ares junto a las normativas municipales, dictadas para evitar la participación ciudadana y facilitar la gestión privada incluso en los programas festivos, constituyen los medios directos, la mano de obra barata, con la que se materializa el plan definitivo de españolizar y controlar las maneras en que la gente elige y desea divertirse.
Soy de la opinión de que cada paso que se da, por pequeño que sea, para reprimir y menoscabar la participación ciudadana, es un paso muy calculado, diseñado dentro de una estrategia más ambiciosa, relacionada a medio y largo plazo con la desideologización nacional y social.
Para los que gobiernan desde la imposición, el control de la cultura y, en particular, de las fiestas populares, representa una táctica muy importante y más necesaria para sus fines de lo que imaginamos. Son parcelas de libertad en las que el pueblo expresa su sentir, reivindica su ser, exterioriza sus anhelos y como clase organiza su tiempo libre, sus relaciones y su comunicación social. Aunque modesto en su importancia política, las fiestas constituyen un ámbito peligroso y resbaladizo para las ideas uniformistas y de normalización españolista que los políticos del Gobierno vasco repiten incansablemente en sus medios de comunicación.
Refiriéndose a la aniquilación de la cultura, llevada a cabo por los militares en Argentina, Julio Cortazar criticaba en un artículo, escrito en París, la pasividad con que muchos argentinos fueron aceptando el desmantelamiento del patrimonio tradicional y popular de la cultura argentina, a través de la censura o de la prohibición y en favor de modos, costumbres y artistas de las culturas imperialistas. Reprochaba a sus compatriotas su conformismo ante el falso convencimiento de que «no hay nada nuevo bajo el sol y que nada se gana enfrentándose abiertamente» puesto que el sistema «aplasta y aplastará entre sus engranajes a todos los que quieran entender de otra manera el mundo».
En el artículo, Cortazar se negaba a compartir una visión tan pesimista de la realidad y de la historia y, sobre todo, a reconocer en él mismo y en su pueblo una ley de olvido colectivo hacia su propia cultura. Para él aún existía un futuro distinto, que debe nacer desde abajo, «como el trigo y las flores y no desde lo alto de la pirámide del despotismo» porque, añadía, el «trigo-pueblo es más fuerte que las pirámides castrenses».
«Summertime» se ha convertido en tema universal, en un clásico del jazz, sin embargo, nació de las raíces de la música y de los versos que desde hacía siglos cantaban los pueblos africanos. Fue lo único que pudieron llevar consigo las mujeres y los hombres negros cuando fueron secuestrados y arrebatados de sus tierras. Una música que se alzó sobre la esclavitud y mantuvo vivo el sentir de un pueblo, hasta dominar la música de un mundo que todavía les esclaviza.
Es tiempo de verano. No es tiempo de llorar. El trigo y las flores crecen en primavera y viven en verano y a pesar de las tormentas resisten. Igual que el trigo-pueblo que en Euskal Herria tiene el sonido de una kalejira festiva, dispuesta a defender, pueblo a pueblo y barrio a barrio, el sonido popular de la muralla que ha de proteger y construir un nuevo futuro.