Distintas personas, recogiendo proposiciones de muy diversos movimientos sociales, se están dando a la tarea de promover a Fidel Castro como Nobel de la Paz. Encomiable esfuerzo, sin duda. Yo, sin embargo, no voy a suscribir las listas de apoyo a semejante ofensa. Me consta que quienes respaldan la iniciativa no lo hacen con ánimo de insultar a Fidel Castro, pero ocurre que siendo el dirigente cubano uno de los seres humanos que más ha contribuido a hacer posible la paz, el Premio Nobel de la Paz no se lo merece a él.
Fidel y el pueblo cubano llevan años ganándose el respeto de quienes en el mundo seguimos empeñados en soñarlo de otro modo, pero el premio Nobel no se creó para reconocer los esfuerzos que Fidel Castro y su pueblo vienen realizando desde aquel bendito fin de año en que comenzaron a reescribir su historia y la nuestra. El Nobel de la Paz no se otorga por los logros que en materia de salud, de educación, de respeto a los derechos humanos, entre otras virtudes, han puesto de manifiesto Fidel y su pueblo a pesar del infame bloqueo estadounidense que, como subrayan los avalistas de la candidatura, se prolonga por más de 47 años no obstante la general condena de todos los países, con excepción de Estados Unidos, Israel y las islas Palau, colonia occidental en el Pacífico que una vez al año y siempre por el mismo motivo se convierte en noticia.
Ignoro si lo hicieron desde su inicio y si acaso esa fue siempre la intención de quien les dio el apellido pero, en cualquier caso, poco tardaron los premios Nobel en poner en evidencia sus vergüenzas con reconocimientos intolerables.
En «Memoria del Fuego» (II tomo) cuenta Eduardo Galeano algunos de los méritos que hizo el ex presidente estadounidense Teddy Roosevelt para obtenerlo: «Teddy cree en la grandeza del destino imperial y en la fuerza de sus puños. Aprendió a boxear en Nueva York, para salvarse de las palizas y humillaciones que de niño sufría por ser enclenque, asmático y muy miope; y de adulto cruza los guantes con los campeones, caza leones, enlaza toros, escribe libros y ruge discursos. En páginas y tribunas exalta las virtudes de las razas fuertes, nacidas para dominar, razas guerreras como la suya, y proclama que en nueve de cada diez casos no hay mejor indio que el indio muerto (y al décimo, dice, habría que mirarlo más de cerca) Voluntario de todas las guerras, adora las supremas cualidades que en la euforia de la batalla siente un lobo en el corazón, y desprecia a los generales sentimentaloides que se angustian por la pérdida de un par de miles de hombres. .. Este fanático devoto de un Dios que prefiere la pólvora al incienso, hace una pausa y escribe: Ningún triunfo pacífico es tan grandioso como el supremo triunfo de la guerra. Dentro de algunos años recibirá el Nobel de la Paz».
A semejante personaje siguieron otros de la misma ralea.
Desde 1901, en que se creó el premio, hasta 1936, en que fue distinguido el argentino Carlos Saavedra, nunca había sido elegido un latinoamericano, africano o asiático. Todos los homenajeados con tan gloriosa distinción habían sido estadounidenses o europeos, como si la paz no dispusiera de otros acentos y no fueran estos más creíbles.
Tuvieron, de todas formas, que pasar otros 24 años para que en 1960 el sudafricano Albert Lutuli, aportara su nombre al esfuerzo de la paz convirtiéndose en el primer africano en ser homologado como Nobel y en el segundo caso en 60 años en que los jueces no encontraron un presidente estadounidense a mano o un candidato europeo que cubriera el expediente.
Ni siquiera Mahatma Gandhi, que entre 1937 y 1948 fue nominado en cinco ocasiones, fue elegido en alguna. Y los lamentos por tan imperdonable olvido que, ante el clamor popular, años más tarde reconociera el comité de sabios que administra el premio, no sirvieron, de todas formas, para restituirle su derecho a quien, curiosamente y después de la paloma, más se ha utilizado como símbolo de la paz.
En Suecia, los responsables de elegir a los premiados, ignoran que el llamado tercer mundo, no por casualidad sino porque carece, precisamente, de la paz, la practica y la valora aún con más amor y constancia que occidente. Quizás por ello, salvo algunas cuidadas y obligadas excepciones, como el vietnamita Lee Duc Tho en 1973, (compartido con Kissinger) Teresa de Calcuta en 1979, Pérez Esquivel en 1980, Mandela en 1993 o Arafat al año siguiente, los elegidos como Nobel de la Paz o han sido excelentes administradores de la guerra, Anwar el-Sadat en 1978, Gorbachov en 1990, Carter en el 2002, Lech Walesa en 1983, Oscar Arias en 1987, Al Gore recientemente, o han sido destacados intérpretes de la barbarie y el terror. Y en este capítulo, siniestros asesinos como el estadounidense Henry Kissinger y los israelitas Simón Peres, Isaac Rabin o Menachen Begin, todos Nobel de la Paz, son el mejor desmentido a un premio que, lejos de honrar, envilece a quien lo obtiene.
Barack Obama, a los pocos meses de ser presidente del país que más enarbola la violencia como conducta, la tortura como terapia, el crimen como oficio, la guerra como negocio, se ha convertido en el último canalla Nobel de la Paz festejado nadie sabe por qué. ¿Por mandar más tropas a Afganistán? ¿Por multiplicar sus bombardeos? ¿Por llenar de bases militares Colombia? ¿Por propiciar el golpe de estado en Honduras? ¿Por celebrar tiranos con licencia?
Nominar a Fidel Castro al Nobel de la Paz sería tan absurdo como pretender que Silvio Rodríguez gane un Grammy, que a Eduardo Galeano se le otorgue el Cervantes o que Alfonso Sastre obtenga el Príncipe de Asturias.
Sé que el propio Fidel Castro va a declinar la posibilidad de que, a través de ese premio, se reconozca su valor, sus aportes, sus innegables méritos en relación a la paz y su irreprochable vida al servicio de la más hermosa y humana causa. Y no porque Fidel, repito, no sea merecedor de ese reconocimiento, sino porque nunca podría compartir con delincuentes como los descritos su acreditación como Nobel. Por supuesto que Fidel se merece ése y cualquier reconocimiento que quiera hacérsele, probablemente, al ser humano que en los dos últimos siglos más ha contribuido a la paz. El problema es que ese premio no se lo merece a él.