La reciente sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut de Catalunya no hace sino ahondar en lo obvio, y ello por más que estemos habituados a escuchar cábalas y disquisiciones argumentales que, de un modo reiterativo, se empeñan en marear la perdiz y en disimular la esencia predemocrática que sustenta el entramado constitucional forjado a la muerte del dictador y consolidado en el año 1978 con vocación indisimulada de irreversibilidad (es decir, válida para el resto de los tiempos).
Mucho se ha argumentado en estos más de 30 años sobre la flexibilidad del marco constitucional: que si la ambigüedad de muchos de los artículos en los que se desarrolla la organización territorial y el desarrollo de las autonomías, que si la importancia de determinadas cláusulas y disposiciones adicionales, que si las diversas interpretaciones a las que daban lugar los enunciados de determinados artículos… ¡Todo pamplinas! El artículo 2 de la Constitución es lo suficientemente tajante y clarificador sobre el verdadero fundamento del orden que se instauraba mediante esa Carta Magna: «La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas».
Se trata de un artículo que va en el encabezamiento del texto constitucional, en un título preliminar que trata de marcar y fundamentar las bases que regirán el espíritu vigente en el resto del articulado. Se trata de un artículo que se puede criticar por mil y una razones, pero desde luego que no por su ambigüedad. La distinción entre nacionalidades y regiones se reduce a una mera diferenciación semántica, y la ambigüedad o multiplicidad de interpretaciones a la que pueda dar lugar queda acotada por lo categórico y unívoco del principio del párrafo en el que se incluye. Además, en virtud del rango jerárquico que adquiere dicho artículo (el 2º en orden) y a lo tajante de su enunciado, sirve igualmente para dirimir cualquier duda interpretativa que pueda surgir de cualquier otro punto del articulado en torno a la capacidad de desarrollo territorial en el seno del Estado constituido (sólo cabe el reconocimiento de una nación, que es además indivisible). No hay, por otra parte, ningún artículo que hable de alguna diferenciación entre los derechos de las nacionalidades y de las regiones (ambas se pueden constituir y desarrollar únicamente como autonomías dentro de una única nación que es España).
He hablado al principio de la «esencia predemocrática» del entramado constitucional, y es la propia existencia de este artículo 2 lo que me da pie a ello. Conviene tener en cuenta que esta Constitución se hace tras 40 años de dictadura, y que la misma se instauró tras un alzamiento militar para subvertir un orden constitucional y democrático en vigor. Hablamos por tanto de un golpe de estado que, si bien camuflado en guerra contra el comunismo, tuvo como uno de sus motivos principales (si no el principal) el creciente reconocimiento y desarrollo de las diversas naciones que convivían en el seno del territorio denominado España, y que amenazaban con su desmembración. La unidad de España fue el verdadero leit-motiv del alzamiento, cierto que junto al odio al comunismo por la amenaza que suponía para las clases pudientes y los terratenientes de la época. No olvidemos que el golpe militar se fraguó glorificando la figura de José Calvo Sotelo («España, antes roja que rota»), lo que también nos puede dar una idea de qué era lo que más les preocupaba. El propio desarrollo del régimen dictatorial posterior tampoco deja muchas dudas al respecto: la unidad nacional era el resultado más satisfactorio de la «sacrosanta» cruzada emprendida en el 36 (Franco iniciaba cada intervención pública con el consabido «españoles todos»).
El hecho de que la Constitución de 1978 recoja en su título preliminar, artículo 2º, una alusión tan directa y tajante no es sino el reflejo de lo que el dictador dijo dejar «atado y bien atado». Sortear cualquier alusión a las diversas naciones que conforman el Estado y aludir a «nacionalidades y regiones» no puede ser interpretado, y más aún 32 años después, sino como un chiste de mal gusto y una argucia o engaño para que algunos tragaran con este artículo que consolidaba la esencia del orden predemocrático como fundamento o base de la futura «democracia» a instaurar. Y por si quedase alguna duda ‑que a estas alturas no debería‑, se añade el artículo 8.1, también en el título preliminar: «Las Fuerzas Armadas, constituidas por el Ejército de Tierra, la Armada y el Ejército del Aire, tienen como misión garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional».
Hablaba también de la vocación de irreversibilidad, algo que se garantiza en el título X mediante unos requisitos de reforma que casi imposibilitan la modificación de cualquier artículo de la Constitución. Y, ateniéndonos al propio mecanismo y sus exigencias respecto a la materia de la unidad de España, tal modificación resulta totalmente impensable. Y no es que pretenda darles ideas, pero si el Tribunal Constitucional quisiera hacer una lectura estricta del texto constitucional, podrían prohibirse incluso la manifestación de actitudes o ideas independentistas o cualquier alusión a alguno de sus territorios (nacionalidades o regiones) como «nación», y ello por atentar directamente contra la Constitución. Al no existir cauces para su desarrollo político, aceptar que el independentismo pueda formularse como idea e incluso tener una representación parlamentaria no es sino una concesión en aras de poder mantener discursos huecos de «libertad».
Si este Estado hubiese superado la esencia predemocrática, tendría que haber asimilado la existencia de diversas naciones en su seno y regulado unos determinados cauces para fijar el ámbito de las relaciones con las mismas, incluida la forma de desvinculación a instancia de parte. Lo contrario nos coloca, sin ambages, ante una tesitura que convierte al Estado español en una cárcel de naciones.
El Tribunal Constitucional nos recuerda una vez más en qué berenjenal andamos metidos, y todo ello por encima de voluntades populares y demás bagatelas plegadas al fundamento sustancial y totémico de la nación española como «única e indisoluble».