Por Ander Jiménez Cava. Resumen Latinoamericano, 14 de febrero de 2021.
Hay palabras que, por lo que sea, de pronto aparecen y se instalan en el vocabulario político cotidiano, nadie sabe cómo ha sido, pero es como si de pronto fuéramos incapaces de definir determinados acontecimientos sin utilizarlas. También ocurre a menudo que su verdadero significado se va alterando en el imaginario popular al compás de la estrategia política de los partidos. ¿Se puede condenar una pintada? ¿Es Puigdemont un exiliado? ¿Cruzar contenedores es kale borroka?
Estos son términos con un marcado componente ideológico, por tanto, es evidente que el abuso de estos por parte de políticos, periodistas y tertulianos tiene una intencionalidad política: no se trata de palabras inocentes. Pero, además de eso, su uso reiterado limita nuestra capacidad reflexiva al estrechar la comprensión de la realidad política, porque con ellas reducimos la potencialidad de nuestro pensamiento a presupuestos, vinculándolas con otros hechos que, en la mayoría de las ocasiones, nada tienen que ver.
En un Estado con división de poderes corresponde a los jueces condenar; no a los políticos. Por tanto, la condena como proclama política no alude a una condena judicial, sino a una reprobación moral. En este sentido, podría ser apta para cualquier cosa ya que una condena moral responde a parámetros subjetivos. Por eso, si una persona religiosa condenara el aborto, podríamos rebatir sus argumentos, pero no el mal uso de la palabra atendiendo a la tercera acepción de la RAE. Sin embargo, lo cierto es que «condenar» en la política española se popularizó en un contexto de terrorismo y, aunque ETA ya es historia, el término está más presente que nunca en el corrillo mediático y parlamentario. Su utilización interesada ha provocado que se convierta en un cliché al que todos recurren para demostrar su compromiso con la democracia a la primera de cambio. Pero no es sino una convención.
Si a un experto en marketing político se le hubiera ocurrido «absolver» en lugar de «condenar», con una buena campaña y el eco mediático suficiente, ahora estaríamos oyendo a Rufián diciendo «yo absuelvo a Junqueras» y a Casado contestando «nosotros absolvemos rotundamente a Juan Carlos I». Y si algún partido no absolviera a nadie en sus discursos, cuestionaríamos su acatamiento de «las reglas del juego». Aparte de esto, el excesivo manoseo de la palabra «condenar» es especialmente grave por la banalización de la violencia real que motivó su uso. Al final, si se acaba condenando incluso la pintada como expresión política, ¿qué palabra usaremos cuando maten a alguien?
El problema radica en que no usamos las palabras en función de lo que significan, sino con relación a consensos pasados. Consensos que, a su vez, se van reactualizando como resultado de las inercias políticas. Otro ejemplo con un interesante matiz es la palabra «exiliado». Mientras que «condenar» tiene un carácter subjetivo en su sentido de reprobación moral, «exiliado» es una palabra estrictamente objetiva: expatriado por razones políticas. En España hay consenso en denominar exiliadas a todas esas personas que tuvieron que huir de España durante la dictadura. Y a partir de ahí, perdemos el norte. No por haber determinado eso, que es perfectamente correcto, sino que, para casos actuales como el de Puigdemont, en lugar de juzgar la situación del expresident confrontándola con la definición de la palabra exiliado para saber si es correcta, a raíz de unas declaraciones de Pablo Iglesias nos retrotraemos al pasado para comprobar si Puigdemont realmente es un perseguido político que ha huido con lo puesto por una terrible dictadura fascista. Y concluimos que no lo es porque España es una democracia liberal y no el régimen de Franco. Sin embargo, atendiendo estrictamente a la definición de exiliado, hemos de afirmar que sí lo es, pues Puigdemont es un expatriado por motivos políticos, por mucho que este término para referirnos a él no sea del agrado de quienes desaprueban su acción política.
El problema, de nuevo, es que, con demasiada frecuencia un periodista o un tertuliano adultera la definición de un concepto claro y amplio por razones políticas. Por lo tanto, la crítica que generó la respuesta del vicepresidente a Gonzo en el programa Salvados debería estar orientada a la intención sugestionadora por parte del entrevistador. Un periodista debe intentar señalar las contradicciones de un político, por supuesto, pero eso no significa cambiar el sentido de una respuesta para generar confusión donde no la hay mediante el uso interesado de una palabra.
Estos últimos días, a raíz de los altercados acaecidos en varios pueblos de Euskadi, ha vuelto a surgir el fantasma de la kale borroka. Parece que algunos jóvenes que estaban bebiendo en la calle se negaron a disolverse y, ante las cargas policiales (un mando fue captado en unas imágenes ordenando «tirar a dar»), algunos de ellos reaccionaron tirándoles piedras y botellas. Esto no hubiera ido más allá de una algarada si no llega a ser porque tanto medios de derechas como «sindicatos» policiales se han apresurado a calificar estos actos de kale borroka. El propio lehendakari y el consejero de Seguridad, avalando las tesis del PP, han asegurado que se trata de una estrategia coordinada. Cuando la gente escucha kale borroka, en seguida se le enciende el piloto del terrorismo. ¿Es sensato, en una situación como la actual, con una restricción de las libertades públicas que, lamentablemente, se está alargando demasiado, hablar de kale borroka? ¿Es responsable por parte de un gobierno insinuar que se trata de un movimiento organizado cuando son, a todas luces, actos espontáneos? ¿Quién está interesado en politizar estos actos, asociándolos a un contexto tan dispar, para «tirar a dar» a los partidos de izquierda? Una vez más, el uso interesado de expresiones que tenían un significado establecido y consensuado, evidencian que la manipulación del lenguaje es un instrumento muy recurrente en comunicación política.
El origen del problema que planteo, en todos estos casos, está en el hecho de que el lenguaje es una estrategia que funciona en detrimento de nuestra comprensión de la realidad. O sea, como arma de control del pensamiento, tal y como denunciaba Orwell. Los vocablos se convierten en significantes vacíos y las ideas en lugares comunes que devalúan el pensamiento político en el mejor de los casos, y en la lengua del tercer Reich que decían los nazis, en el peor. Esto nos entontece considerablemente, provoca que perdamos la perspectiva e incluso hace que relativicemos la gravedad de la violencia, al explicar con un mismo término algo tan trivial como una pintada y el asesinato; una algarada y el terrorismo, o hagamos un paralelismo imposible entre el conflicto catalán y la guerra civil. Las palabras en política deben ser utilizadas con rigor, no como un cajón de sastre en el que cada uno mete sus calzoncillos sucios en función de la ideología.
Fuente: Público