Son pocas las situaciones que nos dejan boquiabiertos y pocas las ocasiones que nos obligan a llevarnos las manos a la cabeza. Nada llama nuestra atención y las vulneraciones de derechos humanos y las protestas que se realizan ante las mismas forman parte de nuestro particular paisaje.
Conocedores de esta ausencia de estupefacción, los palestinos lograron hacerse un hueco en nuestras pantallas empleando la imaginación y equiparando la impunidad de Israel con la de los invasores humanos de Pandora. Como lo venían haciendo todos los viernes desde hace más de cinco años, los palestinos, sedientos de justicia, denunciaron la construcción del muro que busca aislar Cisjordania del mundo, pintados de azul y convertidos en na’vis de película. Sólo así lograron hacer ver su realidad tridimensional.
No hay que irse tan lejos para advertir trazos de impunidad. Cosechar tremendos índices de criminalidad en el transcurso del franquismo y tratar de depurar las responsabilidades de un plumazo con una ley de punto y final, como la Ley de Amnistía de 1977, da buena muestra de ello.
La actualidad también nos muestra ejemplos a diario, y es que sobre cimientos corroídos por la impunidad no es posible una edificación sana.
Durante la jornada de ayer era Maite Pagazaurtundua la que hacía alusión a la impunidad. La hermana de quien fuera Joseba Pagazaurtundua, exaltada por los arrestos de Gurutz Agirresarobe y Aitziber Ezkerra, aseguraba que «no hay nada más destructivo para las reglas del juego que la impunidad». Creo que es la primera vez que estoy de acuerdo con esta señora.
Impunidad es que el cuerpo de Jon Anza aparezca once meses después de su desaparición en una morgue y que nadie dé explicaciones fehacientes; impunidad es que un testigo protegido diga que tú has coreado «Gora ETA» y que la Audiencia Nacional española te condene en base a esa única prueba.
En definitiva, impunidad es poder.