Por Carolina Agurto Flores*, Resumen Latinoamericano, 13 de marzo de 2021.
El debate en torno a la soberanía alimentaria volvió tomar fuerza a raíz de la crisis alimentaria que se develó el 18 de mayo del año pasado, cuando un centenar de vecinos de El Bosque iniciaron protestas para denunciar la falta de alimentos luego de la cuarentena decretada por el gobierno.
Este hecho marcó un precedente importante para problematizar el derecho de los pueblos a decidir su propio sistema alimentario y productivo, así como el derecho humano básico a acceder a alimentos suficientes, nutritivos y culturalmente apropiados.
De manera casi paralela, en julio fue publicado el informe SOFI de la FAO, el cual señala que 2,9 millones de chilenos, equivalentes al 15,6% de la población, tiene algún grado de inseguridad alimentaria.
Según este organismo las personas tienen inseguridad alimentaria moderada cuando enfrentan incertidumbre respecto a su capacidad para obtener alimentos o se ven obligadas a aceptar menor calidad o cantidad en su alimentación; y existe inseguridad alimentaria severa cuando a menudo se quedan sin alimentos y pueden llegar incluso a pasar un día o varios sin comer. Esta última categoría afectaría al menos a 700 mil personas, cifra que en 2020 aumentó en un 16% en relación a años anteriores.
Esta situación se contextualiza en un complejo panorama mundial de reagudización del hambre (inseguridad alimentaria severa) desde el 2014, llegando a sumar un total de 750 millones en 2019, y 2000 millones entre inseguridad moderada y severa. El mismo informe sugiere que la pandemia del COVID-19 puede añadir entre 83 y 132 millones a la cifra de personas subalimentadas en el 2020 (FAO, 2020)1.
Sin embargo, es probable que estas cifras sean mucho más altas si se considera que luego de la fuerte crisis alimentaria del 2008, la FAO ha realizado varias modificaciones metodológicas que hacen menos estricta la definición del hambre2.
Sumado a lo anterior, la variabilidad climática, los fenómenos meteorológicos extremos, los brotes de plagas – como las de langostas en África oriental y Brasil- contribuyen a la crisis estructural de un sistema alimentario extractivista y corporativo de producción, comercio y desperdicio de alimentos.
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El hambre desde la perspectiva ambiental y económica
El régimen alimentario actual se define como «corporativo» pues los procesos de producción, distribución y consumo alimentario se integran por encima de las fronteras estatales. Se caracteriza por el acaparamiento de tierras, la sobreproducción de alimentos y la emergencia de grandes corporaciones alimentarias como Monsanto-Bayer, Syngenta, Dow-Dupont, Nestlé, Unilever, Pepsico, entre otras; que ponen en desventaja a los pequeños y medianos agricultores en el mercado mundial, obligados al desplazamiento y el despojo3.
Si bien este régimen se enraíza en el giro neoliberal del capitalismo, el hito biotecnológico que lo consolida es el lanzamiento al mercado de la primera semilla transgénica de soja resistente al glifosato patentada por Monsanto 1996.
Ese mismo año, durante la Cumbre Mundial de Alimentación de la FAO en Roma, La Vía Campesina proclama la propuesta política de la Soberanía Alimentaria como el «derecho de los pueblos a definir su política agraria y alimentaria sin dumping frente a países terceros«4 .
Junto con el uso de semillas transgénicas resistentes a plaguicidas, la mecanización del trabajo y la dependencia del petróleo han posibilitado el avance de los monocultivos que hoy dominan el 80% de las tierras arables a nivel mundial. El resultado ha sido catastrófico para los ecosistemas producto de la deforestación, degradación de suelos, depleción de los recursos pesqueros (extraídos para alimentación animal), alteración del ciclo del agua, pérdida de biodiversidad de semillas y contaminación por agrotóxicos5.
La agricultura industrial es una de las principales causas de los cambios globales en el clima y se estima que es la responsable del 29% de las emisiones de gases de efecto invernadero6, mientras que el sistema alimentario en general produce hasta el 50%7. La invasión de los bosques y las granjas industriales han creado las condiciones ideales para la emergencia de nuevas enfermedades infecciosas como el ébola, MERS y el actual SARs-CoV‑2, ya que estos virus han saltado desde los animales a los seres humanos, revelando una vez más la estrecha relación entre nuestra salud y la de los ecosistemas8.
Esta grave crisis ambiental, provocada en gran medida por el sistema agroindustrial de producción, se sustenta en algunas de las contradicciones inherentes al sistema económico hegemónico, como son: 1) la destrucción de la base material de producción y 2) el hambre y la malnutrición en medio de la abundancia y el desperdicio de alimentos.
Hoy se producen las calorías necesarias para alimentar de 10 a 12 mil millones de seres humanos, pero un tercio es desperdiciado a lo largo de la cadena de suministro9, o simplemente no se encuentra al alcance del bolsillo del consumidor.
Por su parte, la producción mediante el sistema de monocultivos es nutricionalmente pobre e ineficiente; una hectárea de tierra cultivada de manera agroecológica podría producir cinco a diez veces más alimentos variados y nutritivos5. Sin embargo, los pequeños agricultores se endeudan para comprar insumos químicos y producir lo que demandan los mercados transnacionales, en desmedro de una producción más biodiversa que pudiese asegurar su propia soberanía alimentaria y la de su territorio.
Quienes más sufren hambre, malnutrición por exceso, exposición crónica a plaguicidas y trabajo precarizado son agricultores y en particular las mujeres y niñas que habitan zonas rurales y periurbanas. En definitiva, quienes alimentan al mundo son las que más sufren sus injusticias.
Estas contradicciones se sostienen en una visión de los alimentos como mercancías ‑y no como bien común y derecho de los pueblos‑, ver a la Naturaleza como si fuese un baúl sin fondo de recursos naturales10 al servicio del hombre y su acumulación de capital; mientras que la desterritorialización de la agricultura nos hace perder de vista la profunda eco-dependencia de nuestros cuerpos, dejando nuestro estado de nutrición y de salud en manos de los vaivenes del mercado y su dieta cada vez más industrial y homogénea a nivel mundial.
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Breve historia del hambre y la malnutrición
Pero el debate sobre el hambre y la inseguridad alimentaria no es nuevo, pues cargamos con una larga historia de movimientos sociales que aspiraban, quizás indirectamente, a avanzar hacia la soberanía alimentaria.
Desde inicios del siglo XX se vivía una fuerte crisis alimentaria que estalló en octubre de 1905 con la Huelga de la Carne en Santiago, que dejó de 200 a 250 muertos11. El movimiento social se manifestó en contra del aumento del impuesto a la carne proveniente de Argentina, que beneficiaba a los grandes productores de Chile en desmedro de las clases populares que no podían acceder a precios elevados.
Al igual que ahora, este fenómeno de escasez interna se enmarcaba en las voluminosas exportaciones de ganado y granos que alimentaron la mano de obra que construyó la Revolución Industrial en Europa. Esta crisis siguió profundizándose en los años 30, luego que la Gran Depresión repercutiera en la escasez y elevación del precio de los alimentos, con la consecuente organización de ollas populares para hacer frente al hambre que azotaba a las masas de inmigrantes rurales que escapaban de la falta de oportunidades de los latifundios.
Por esa época, las primeras encuestas alimentarias establecieron que el 60% de las familias se encontraban en un estado de subalimentación con un bajo consumo de alimentos protectores como carne, huevos, pescados, leche, frutas y verduras12. Para el año 1950 la tasa de mortalidad infantil era de 180 por cada 1000 nacidos vivos, el porcentaje de niñas y niños desnutridos de 0 a 5 años era del 63% y la expectativa de vida llegaba apenas a los 38 años13.
Esta grave situación fue afrontada recién a partir de los años 70 con políticas institucionales enfocadas al tratamiento clínico y asistencial de la desnutrición infantil, y mediante la entrega de fórmulas lácteas fortificadas y otros alimentos en los centros de salud. Si bien a finales de los años 90, estas y otras políticas de gobierno ya habían logrado erradicar la desnutrición infantil, de manera paralela se había venido produciendo un incremento continuo y sostenido de la malnutrición por exceso.
La modernización del patrón de consumo alimentario que trajo aparejada la implantación del modelo neoliberal no resulta deseable desde el punto de vista nutricional ni económico al ser alta en grasas y carbohidratos de baja calidad, y la mayor parte de las proteínas son de origen animal. También es alta en sal, baja en fibra y en ácidos grasos esenciales omega 3; al estar constituida por alimentos industrializados, bastante diversificados en su presentación, producidos y difundidos por un aparato de producción-distribución altamente publicitado y capitalizado14.
Este patrón moderno desplazó a las dietas tradicionales consistentes en legumbres, pescados, frutas, verduras de estación, huevos y carne de aves de corral, papas nativas y harinas no refinadas (chuchoca, harina tostada, harina de quinua, etc.), provocando un desarraigo cultural hacia nuestros propios alimentos y consolidando un modelo consumista y dependiente de las grandes cadenas de supermercados. De esta manera el agroextractivismo mantiene a Chile como una potencia exportadora a costa de los ecosistemas y la salud de la población.
Mientras anualmente se exportan más de 2 millones de toneladas de frutas frescas, la baja rentabilidad del cultivo de legumbres ha disminuido drásticamente su producción desde los años 80, llegando hoy a importarse el 70% del consumo interno, que junto a la escasa producción local apenas cubren un consumo de 2,5 kg. per cápita anuales15. Por su parte, el consumo de carne alcanza los 79,2 kg.16 y el de productos ultraprocesados a 202 kg.17.
En cuanto a los alimentos del mar sólo el 10% de la extracción de jurel se hace mediante pesca artesanal (26 mil toneladas) y el 90% restante lo extrae el sector industrial para elaborar principalmente harina y aceite para ser exportados a China, Japón, Taiwán y Alemania18. Factores como este contribuyen al bajo consumo per cápita de pescado que alcanza sólo a los 13,2 kg. anuales.
Las consecuencias se reflejan en las altas tasas de malnutrición por exceso en población infantil y adulta, así como en el déficit de micronutrientes, que la OMS define técnicamente como «hambre oculta»19, y que según un estudio realizado recientemente por académicos de la Universidad de Chile tiene al 75% de nuestras niñas y niños con déficit de vitamina D, mientras que las deficiencias de calcio, hierro, zinc y cobre afectan entre el 10 y el 33%20.
En su conjunto, estos indicadores dan cuenta de la baja calidad global de la dieta que deja a la población malnutrida más susceptible a contraer infecciones, con mayor riesgo de desarrollar enfermedades cardiovasculares, cáncer y, en el caso de la población infantil, no les permite desarrollar plenamente su potencial cognitivo.
Derecho al agua, la tierra y las semillas: la única vía para una alimentación sana y soberana
La agricultura industrial, hija de la Revolución Verde que prometió acabar con el hambre en el mundo en los años 60, no ha sido capaz de producir dietas variadas y suficientes porque su fin no es nutrir a la población, sino contribuir al absurdo crecimiento económico.
Ante la crisis general de acumulación (alimentaria, energética, financiera y ambiental) las élites han decidido la incorporación de pequeños productores a las cadenas de valor junto con la intensificación de nuevas tecnologías que lleven a una «agricultura climáticamente inteligente» o mediante la llamada «intensificación sostenible» que garantice mayor productividad con menos recursos.
Junto a eso, las nuevas viejas promesas tecnológicas como la biofortificación de alimentos mediante transgenia para afrontar los déficits de micronutrientes, o el cultivo de carne sintética crueltry free, siguen la misma lógica simplista y superficial para afrontar problemas que son estructurales.
Pero el problema de la alimentación es complejo y debido a eso las políticas que solo apuntan a responsabilidades individuales o a medidas asistencialistas como la entrega de canastas miserables son inútiles; debemos pasar de manera urgente a atender al problema de fondo que comienza con la posesión, cuidado y gestión de la tierra, el suelo, el agua, el mar, las semillas; el potenciamiento de la pesca artesanal, la agricultura campesina con enfoque agroecológico, la creación de canales cortos de comercio y la educación alimentaria a toda la población con especial énfasis en la promoción de alimentos naturales con pertinencia cultural.
La reagudización del hambre a nivel mundial y local, sumado a la emergencia social y climática, amerita la urgencia de tomar acciones colectivas y radicales para disputar a nivel territorial y constitucional el agua, la tierra, las semillas y la alimentación adecuada y soberana como derechos humanos fundamentales.
* MSc. Nutrición Humana, Nutricionistas por la Soberanía Alimentaria
Fuente Resumen CL