La cuestión es más profunda y compleja de lo que parece. ¿Cual es verdaderamente el objetivo fundamental del Gobierno del Sr. López en Euskadi? ¿Es la consecución del poder moral sobre los vascos? No parece. El Sr. López y su superior jerárquico, el Sr. Zapatero, saben que nunca lograrán ese poder esencial. No han conseguido siquiera el poder formal en plenitud, que mantienen a duras penas mediante una trapajosa ficción parlamentaria ¿Pretende el Sr. López acabar con las acciones armadas de ETA? Ni mucho menos. Si ETA desapareciera, Madrid perdería el rey de bastos que muestra como su gran triunfo al mundo. ETA existe dos veces: la primera por su propia decisión de estar presente; la segunda porque la reinventan cada jornada los Sres. Rubalcaba y Ares, dos ilusionistas que todos los días cortan la cabeza de quien luego saluda entero desde el escenario. ¿Podría quizá el Sr. López pretender con sus acciones el calentamiento del simplicísimo horno hispánico sotoduero a favor de su desnortado y desleído jefe de Gobierno dando la impresión de que tiene controlada la colonia? Tampoco lo creo, ya que lo que el Sr. López proyecte a la vieja España en favor del trapero de la Moncloa se le descompondrá en Euskadi, como ya le viene sucediendo.
Descartados todos esos objetivos por las razones expuestas ¿qué es lo que realmente pretende el Sr. López con su política en Euskadi? Yo creo que es algo muy profundo y radical: eliminar, criminalizándola, la médula del pueblo vasco como conductora de su etnicidad.
La función de la médula, como es de común saber, se desvela ante todo en servir de canalización a los estímulos nerviosos que transportan las órdenes del cerebro a los distintos elementos que constituyen la compleja república de los cuerpos vivos. Si ustedes seccionan la médula producen una parálisis en el cuerpo agredido, privan de comunicación al cerebro con el cuerpo social. El cerebro de las naciones contiene su etnicidad, es decir, su forma de entender la vida, su modo de comportamiento, sus ópticas profundas, sus intereses morales, sus aficiones definitorias, su voluntad política, su estilo de ser en sociedad… Y eso es lo que quieren aislar. Todos estos aspectos tienen un marco común: los insondables tiempos que ha hecho ser como son a esas naciones. Parece ridículo, y desde luego es lastimoso, que una parte sustancial de la humanidad occidental haya tragado de un buche la lamentable falacia de la globalización, que no es más que la descerebración de las sociedades. La globalización es, a buen seguro, la última jugada de Bolsa realizada por las potencias que ayudan al imperio norteamericano a mantener el último colonialismo. Pretensión absolutamente vana, por cierto. Se está confundiendo la moda súbita y sin más raíces que el afán de peluquería con lo que ha ido formándose con lentitud geológica en el alma humana. Porque el alma se hace mediante un tenaz goteo sobre la roca informe. Las pasiones que describían los trágicos griegos son las pasiones actuales con algunos matices casi irrelevantes. La sabiduría es un entrañado tejido celular que sólo cabe observar mediante el microscopio histórico. La voluntad suele estar apegada a objetivos que ya perseguían los hombres que pintaron los bisontes en las cavernas. Todo eso fue dibujando el modo de vivir de cada nación. En la mesa la angula vasca es la angula vasca y el cerdo ibérico es el cerdo ibérico, si me permiten este resumen de urgencia.
Pero apliquemos este discurso básico ‑que a mi me gustaría prodigarlo en las ikastolas- a la etnicidad vasca. Ante todo nadie puede negar sensatamente que esta etnicidad exista, aunque se hayan suprimido ‑gloriosa confusión- los resguardos aduaneros en Europa. Y existe la etnicidad de tal manera que en España creen que la suya tiene un origen divino, patrocinado por prelados guerreros y caudillos orantes. Una etnicidad bajo palio y con arma presentada. Es más, creen que esa etnicidad de raíz celestial fue trasfundida a las naciones ibéricas bajo el cuidado de la Guardia Civil y los primados de Toledo, ya que los históricos primados de Tarragona ‑que aún juran su derecho- son como el Sr. Montilla, que son y no son, parecen y no parecen. Pero los vascos se resisten a que les despojen de su etnicidad que, por cierto, no tiene nada que ver con el racismo, ya que el racismo se resume en la pretensión de superioridad de un pueblo sobre otro en virtud de la raza de cada cual. Y los vascos no practican esa superioridad, a no ser que aspiren a ser gente de la Villa y Corte, cosa que han de vigilar con mucho cuidado en Ajuria Enea y otros lugares de tornasol y sotavento.
El Sr. López, que ha elaborado a su servicio, por ejemplo, una Ertzaintza con médula trasplantada, cree que si logra desmedular a la nación euskaldun lo demás acontecerá por añadidura y lo que llama política de integración será manifiestamente la política eternal de España. Ahí está el gran propósito del actual Gobierno vasco, que no aspira a que los vascos vivan mejor, sino a que los vascos no vivan como tales. Y tal pretensión ¿por qué? A partir de este punto nacen unas reflexiones muy arborescentes. Algunas de ellas tienen que ver, en lenguaje que pertenece a la Psiquiatría, con el hecho de disolver en el ácido multipolicial a los ciudadanos que nos brindaron el pan con la mano abierta. Más o menos abierta. Tampoco exageremos, porque nada adelanta, como dice el proverbio, un perro con un cantazo.
El sistema medular de cada pueblo es tan importante que no sólo inyecta los sentimientos espirituales a las costumbres más significativas, a los estilos y formas de comportamiento, sino que decide la capacidad para unos trabajos determinados, conforma el modo de comercio, encamina las artes e incita las preferencias más sobresalientes. No quiero decir con esto que el genuino o al menos frecuente acontecer psicológico de cada nación, en sus perfiles más significativos, haga de la vida cosa predeterminada. No hablo de teleologías u obligaciones direccionales, líbreme Dios. Hablo simplemente de que el alma de cada pueblo se ahorma en un marco de costumbres, paisajes, preferencias, proximidades y repeticiones que acaban por darle un perfil propio y muy determinante. Ahí está lo étnico. Ahora, dicho todo esto, ¿puede afirmarse que Euskal Herria, Catalunya o Galicia tengan el mismo fondo étnico que los españoles considerados, eso sí, en sus diversas regiones, que solamente son variables muy epidérmicas del fondo común? Decir que catalanes, vascos, gallegos y españoles son la misma cosa es negar terca y sospechosamente evidencias en sentido contrario. Los cuatro pueblos brotan de una etnicidad totalmente distinta y ello fuerza a que la reclamación de sus respectivas soberanías, surgidas como un geyser desde profundidades abismales, constituya la petición básica de un poder soberano. Se trata no solamente de ser lo que se es, sino de hacer como mejor se sabe. Ello implica desde la moral a las finanzas, desde el comercio al empleo, desde lo social a lo intelectual, desde la fe a la conveniencia. Ser vasco, igual que ser español, gallego o catalán, es demasiado importante para creer que la cuestión del poder político se resuelve con una simple maniobra numérica en un parlamento carente de legitimidad o la práctica del terror policial. Esto podía haberlo considerado la Sra. Clinton antes de ese absurdo comunicado sobre la victoriosa lucha de la Ertzantza contra el terrorismo. Valga la nota final.